La actitud del centrocampista celeste Federico Valverde de no fotografiarse junto al presidente Luis Lacalle Pou antes del partido de despedida ante Panamá, provocó una andanada de críticas, de insultos y de vituperios en las redes sociales, por parte de exacerbados hinchas que consideraron que la postura del jugador tuvo connotaciones políticas.
En efecto, en el momento que los deportistas posaron para la foto junto al mandatario, Valverde se situó detrás de la fila formada por sus compañeros y se agachó presuntamente para realizar ejercicios de elongación, por lo cual la imagen no lo registró
Esa circunstancia desató la ira de usuarios de las cloacas sociales, que –visiblemente ofendidos- pidieron una sanción ejemplar para el jugador y hasta su expulsión del combinado nacional, sin advertir que se trata de la gran figura del elenco compatriota, que acaba de clasificarse campeón de la Liga Española y de Europa en calidad de titular indiscutido de Real Madrid.
En ese contexto, este hato de descerebrados o frustrados que parecen tener la fortuna que su único problema es el fútbol, acusaron al joven Valverde de faltarle el respeto al pabellón nacional y hasta a la patria, demostrando todo su patología y su exacerbado e injustificado fanatismo.
Si bien es cierto que desde 2010 la selección uruguaya de fútbol recuperó parte de su sitial de elite de antaño, con un exitoso ciclo que ya abarca casi 17 años y que incluyó un cuarto lugar en el mundial de Sudáfrica 2010, un honroso quinto lugar en el mundial de Rusia 2018, una Copa América de selecciones en 2011 y cuatro clasificaciones consecutivas a la máxima competencia ecuménica de balompié, estas reacciones tan desaforadas resultan irracionales.
Obviamente, esta resurrección ha concitado el entusiasmo de la gran mayoría de los uruguayos. Pero no es menos cierto que la selección nacional de fútbol no es el país en sí mismo – por más que lo representará en Qatar 2022- y menos aun un símbolo patrio. En tal sentido, más allá del eventual fanatismo, el fútbol no tiene ninguna relación con los símbolos patrios y con la peripecia histórica misma del Uruguay, más que para los meros patrioteros que han hecho un culto de la veneración de la patria, como si esta no fuera –lo que realmente es- apenas una mera representación simbólica de una colectividad unida por un origen y un destino común, que convive en un mismo territorio, habla una misma lengua y le rinde tal vez excesiva pleitesía a las tradiciones.
La actitud de Valverde, que el mismo se encargó de explicar poco después del escrache mediático, desestimando toda eventual implicancia política, desató una tormenta en un vaso de agua más propia de una república bananera que de un país culto.
Obviamente, la mayoría de los hiper- sensibles deben identificarse con el oficialismo y de allí su ira y agravio porque, según presumen o deducen, el jugador no quiso fotografiarse con el presidente de todos los uruguayos.
Esos ciudadanos que se rasgan las vestiduras por un episodio meramente anecdótico e intrascendente, consideraron que el volante uruguayo perpetró un acto vergonzoso.
En realidad, vergüenza es tener más de 300.000 personas situadas bajo la línea de pobreza, 10,6%, en una población que alcanza a poco más de 3 millones de habitantes. De ellos, 66.000 cayeron en la miseria en los dos últimos años, por los devastadores efectos de la pandemia, pero también por la escasa inversión social del gobierno, la más baja del continente.
También es vergonzoso que, en los dos últimos 2 años, hayan caído en picada los salarios y las jubilaciones y que el consumo haya bajada más de un 9% en los comercios de cercanía, pese a que, por primera vez en décadas, los alimentos se venden fraccionados.
Naturalmente, da vergüenza que un gobierno que prometió congelar el combustible y las tarifas públicas, haya ajustado nueve veces el valor de los carburantes en apenas un año y medio, con un incremento global que excede el 40%.
Por supuesto, otro núcleo de vergüenza es haber recortado los gastos e inversiones estatales en función de la regla fiscal establecido por la LUC y que se hayan amputado nada menos que 80 millones de dólares al presupuesto de la educación pública.
No menos vergüenza deberíamos sentir como sociedad por el aumento de un 50% en dos años de los uruguayos en situación de calle y porque, ya pasados los efectos más perversos de la pandemia, aún funcionen más de 300 ollas populares en el área metropolitana, donde se alimentan 100.000 personas.
Es también una mayúscula vergüenza que casi 900.000 trabajadores, que equivalen a más de la mitad de la fuerza laboral, perciban salarios menores a los 25.000 pesos mensuales, lo cual les impide hasta arrendar la pieza de una pensión con baño compartido y siguen alimentándose gracias a la caridad pública.
Pero si de algo tenemos que avergonzarnos y agraviarnos con toda razón, es porque el presidente Luis Alberto Lacalle Pou se aumentó a sí mismo el salario en plena crisis y hoy es el mandatario mejor pago de toda América Latina, con estipendios por valor de 20.000 dólares mensuales, lo cual equivale a cuatro veces el ingreso de Jair Bolsonaro y a seis veces el ingreso de Alberto Fernández, quienes presiden dos potencias regionales de 212 millones y 47 millones de habitantes respectivamente.
Estas escandalosas situaciones si nos deberían dar vergüenza. Y, de agachadas en materia de política exterior del gobierno ante la Casa Blanca, mejor no hablemos. El presente los condena.
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