La OMS asegura que el coronavirus (llamado Covid-19) es una enfermedad infecciosa descubierta recientemente -causante de la pandemia- y sobre las medidas de protección sobre ella recomienda lavarse las manos a fondo con frecuencia: hay que decirle a la gente de este organismo que no tienen en cuenta que el 40% de la población mundial (alrededor de 3 mil millones de personas) no pueden cumplir con esa primera medida recomendada porque carecen del líquido y de sitios apropiados donde hacerlo. Sin embargo, no escapan a los mensajes acerca del virus que generan -mayoritariamente- trastornos de salud mentales a partir de la inducción de miedo que lleva a las personas a una existencia desconectada -total o parcialmente- de la realidad y resulta inhibitoria de cualquier razonamiento individual o colectivo.
Es evidente que este antiguo virus, la mutación y aparición reciente, así como su veloz expansión y afectación mundial (en un planeta cada día más interconectado) contribuye en gran medida a un cierto sobredimensionamiento del problema, a pesar de lo cual no me induce a minimizar sus efectos ni a declinar la necesidad de enfrentarlo, acorralarlo, procurar reducirlo y, de poderse, extinguirlo. Pero para los cometidos antes referidos, no aportan demasiado las medidas adoptadas por los gobiernos y las autoridades. Si lo analizamos desde el punto de vista del momento que apareció, coincidiremos que una serie de factores convergen en la actualidad: la elección en puerta del país insignia del capitalismo; China que se apresta a ser el primer productor mundial de bienes y servicios (desplazando a otros competidores, en particular a Estados Unidos) mientras la expansión incondicional del virus se detectó en su territorio; las proyecciones para este año de reconocidos economistas anunciando una crisis más profunda, con recesión, que las ya habidas este siglo; que el segundo país azotado por la epidemia fue Irán, en particular atacado por Estados Unidos y sus socios de Medio Oriente, Israel y Arabia Saudita; y que el primero de Europa haya sido Italia -en el norte, la zona más desarrollada- que se aseguró en 2019 la nueva Ruta de la Seda europea que China necesitaba para expandirse en el área atlántico-mediterránea. Todas estas cuestiones, de no tenerse presentes o encasillarlas afirmando que sólo se trata de una parte más de la teoría de la conspiración, devienen una inadecuada minimización de la realidad mundial en la que cada cosa citada deberá adecuarse a la situación de existir en paralelo con el desarrollo de la pandemia.
Dadas las consecuencias que para el mundo significa la existencia descontrolada del virus y sus potenciales peligros, las mayores economías mundiales se acusan vis à vis del desarrollo de las mismas: Mike Pompeo, ex director de la CIA y secretario de Estado, llamó al Covid-19 “coronavirus Wuhan”, mientras los chinos contestaron que “el ejército de EU podría haber llevado el virus a la ciudad china de Wuhan” y Zhao Lijian, vocero de la cancillería, recordó que Robert Redfield (principal del Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos) señaló que “se encontró coronavirus postmortem en varios estadunidenses que fueron diagnosticados con gripe”. Por las dudas, Israel declaró que no se trata de un arma bacteriológica contra Irán en la que haya coadyuvado a su manufacturación.
Desde otra visión, el panorama se presenta igual o más desolador: parece que algunas ciudades están bajo las consecuencias de una guerra, aunque no sean visibles los efectos devastadores, pero se note la ausencia de gente en las calles o de niños y adolescentes en los centros de estudio, en tanto los comercios están cerrados. De acuerdo con quienes viven estas situaciones, las ineficacias de las autoridades se encubren con noticias sobre contagios, muertos y recomendaciones -que suenan a órdenes terminantes- a los pobladores. Después de un tiempo, los aislamientos comienzan a presentar defectos y son cada vez más motivo de desconfianzas populares: aunque no sean todavía mayoritarias van creciendo como si estuviesen leudadas. Hay que decir que la autoridad -en cada caso- intenta frenar las acciones colectivas impidiendo las concentraciones y, con ello, detener cualquier cuestionamiento a sus “sugerencias” y órdenes. Como dice Marcos Roitman, “la guerra neocortical ha comenzado”, aludiendo a aquella porción del cerebro encargada de razonar, tomar decisiones y elaborar pensamiento abstracto. Entonces, agrega: el Estado “requiere mayor grado de violencia, aumento de la desigualdad social, exclusión y sobrexplotación bajo un neoliberalismo militarizado. Contener las revueltas populares, desarticular los movimientos sociales y plantear un nuevo escenario se antoja necesario para evitar el colapso. Los ejemplos sobran. En Chile, Francia o Colombia, por citar tres casos, el coronavirus es una bendición.” Desde Sicilia me llega la óptica de un antiguo parlamentario, Francesco Forgione: “Silencio, la palabra que mejor define hoy a Italia.”
Dejen que escriba algo sobre el sur latinoamericano, de mi mirada hacia el control “biopolítico” -según pienso- que repone a cuerpos golpistas cual si fuesen benefactores de las comunidades, impidiendo marchas populares (que son tenidas como antigubernamentales), ocupaciones de lugares de estudio o donde se reúnen trabajadores de la docencia y estudiantes, mientras se somete al grueso de la población (a la que privan del cine, el teatro, los conciertos, el deporte) infundiéndoles miedos en tanto los “bombardean” con mensajes oficiales que impulsan los acaparamientos y los desabastos que agradecen laboratorios, farmacias y vendedores de productos alimenticios y para la limpieza de los hogares. Eso sirve bien en el sur contra la protesta en las calles de las ciudades chilenas o bolivianas; acerca del progreso en el contrabando maderero de la Amazonia y el avance represivo-militarista de Brasil o la aplicación del tarifazo junto con una ley de urgencia en Uruguay.
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