Tanto durante la República romana como durante el Imperio, los juegos gladiatorios eran el espectáculo más popular y alrededor del cual giraba buena parte de la vida política. En el año 65 a.c. el recién electo edil curul, Julio César, amparándose en el carácter funerario de estas celebraciones, y a pesar de estar muy endeudado, ofreció unos juegos con 320 parejas de gladiadores de su propiedad. El motivo fue homenajear a su padre muerto 30 años antes. Julio César tenía la intención de reunir más gladiadores para una fiesta como nunca antes se había visto en Roma, pero el Senado, consciente de la creciente popularidad del César y de los numerosos ejército privados que crecían a su alrededor, fijó una cantidad máxima de 320 gladiadores para cualquier homenaje que se organizara en el futuro. Las leyes anticorrupción de la República no pudieron evitar el uso político de estos homenajes póstumos, organizados por deudos, o por empresarios que buscaban burlar las leyes representando a familiares que servían de pantalla al negocio y la promoción de personajes que buscaban visibilidad para ocupar cargos en la administración o en las instituciones públicas.
Gladiadores no eran sólo los esclavos, sino, incluso personajes excéntricos y hasta emperadores, como Calígula, Tito, Adriano, Caracalla, o Cómodo, vocacionales en los juegos donde la popularidad crecía exponencialmente. Con mucha frecuencia se anunciaba que en los juegos se repartiría carne y pan, o solamente pan, lo que era un gancho formidable para los estamentos más empobrecidos.
Sigue habiendo una fuerte relación entre el espectáculo y la política. Por momentos es tan fuerte el atractivo estético, o el peso de la emoción por encima de la razón que el acto de delegar la porción de poder que el ciudadano posee se vuelve un acto extremadamente banal, frágil en tanto traspaso de poder. Hoy el voto ciudadano es esa porción de poder pero ¿ha habido un cambio radical en desprenderse de los factores emocionales que conlleva la elección de los representantes de la voluntad popular, o sigue habiendo una muy delgada distancia entre la extravagancia y la conquista de esa voluntad por elementos ornamentales, adheridos a la política desde los albores de las ideas y la creación de las primeras instituciones políticas de Occidente?
¿Hasta qué punto nos hemos desprendidos del caudillaje como un elemento de fe, que no resistiría una mirada detenida a lo que el caudillo produce para volverse visible y confiable? La sobrevivencia le lleva demasiado tiempo a la ciudadanía como para detenerse a analizar la vida política del país, y su vinculación con el poder transitorio que le entrega a un representante. ¿Cómo puede sobreponerse al shock emocional que le provoca el personaje que el caudillo se fabrica para imponerse? ¿Cómo defenderse de las leyendas, de la tradición y tener una opinión libre y no contaminada con el pan y circo, de ancestrales raíces?
Es preocupante que las democracias contemporáneas se muestren tan vulnerables frente al discurso vago y plagado de lugares comunes, que corta y pega conceptos hasta volverse una verdad indiscutible. No muchos de nuestros coetáneos escucharon a Perón, pero sí hemos escuchado y visto las imágenes de un Chávez paseándose por Caracas como un verdadero ser omnipotente, o un actor que se ha aprendido lo que a Cantiflas le era innato: “¡Exprópiese!” ¿Qué puede provocar en la ciudadanía ese “como el culo” cuando el periodista le pregunta al expresidente Mujica cómo se lleva con el actual Presidente? Hay mucha distancia entre esa respuesta y aquel “educación, educación y educación”, dicho el día en que asumió la Presidencia de la república. ¿Se puede siempre aceptar el comportamiento de un hombre público repitiendo como un idiota “y es que él es así”? No es admisible, y ya debería saberlo desde el día en que se bajó de la motoneta y entró al Palacio Legislativo. Ese hecho implicaba un claro compromiso con las reglas del juego. El adversario politico, el que ocupa un lugar en las instituciones republicanas, representa a un porcentaje de la voluntad popular. No es un loquito suelto, y si lo era dejó de serlo el día que la ciudadanía lo eligió para representarlo. En cualquiera de las dos cámaras, diputados y senadores, deben dirigirse al presidente de la misma para mencionar a otro colega. Así son las cosas. No es una lucha de gladiadores, es un ejercicio civilizado de convivencia, y quien modera el debate no es el que levanta o baja el pulgar sino quien la cámara eligió para mediar y ordenar el diálogo parlamentario, el diálogo entre representantes de la ciudadanía. No es la arena del Coliseo.
Esta semana se despidieron dos gladiadores de la función que la ciudadanía les había encomendado. Así lo nombró Mujica al senador Sanguinetti el día 15 de febrero de 2005, al tomarle el juramento como senador.
Los dos tienen su historia. Sanguinetti ha ocupado en dos oportunidades la Presidencia, y ha sido parte activa en la transición de la dictadura a la democracia. Luces y sombras de una trayectoria que comenzó en la década del sesenta, como Mujica. Dueño de una solvencia intelectual que, como el hornero, puede hacer hasta una casa con el pico, pero aceptó sin chistar que el general Medina se metiera en el bolsillo la llave de la caja fuerte donde guardaba los secretos de la dictadura. Atrás de él va a quedar un Partido Colorado desmantelado.
Mujica y Sanguinetti se retiran, pero siguen. Este par de octogenarios, según confiesan, se retiran para dar consejos. ¿Los escucharán? Seguro que sí. También los esclavos tenían miedo a la libertad, que los dejaba sin techo y sin comida.
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