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Los intelectuales y la masacre como arma revolucionaria

Los intelectuales y la masacre como arma revolucionaria
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por José Manuel Quijano

¿Cuál es el freno moral que hace que los hombres se detengan antes de seguir avalando ciertos actos o, después de haberlos compartido y hasta quizá alentado, proclaman  su arrepentimiento público posterior?

La pregunta viene a cuento porque, ante la gravísima situación interna de la República de Venezuela, se ha sugerido que  el titular del ejecutivo debe lanzar  a las fuerzas armadas contra los manifestantes para salvar  a la “revolución bolivariana” (ver, el artículo de Clarín, del 30 de mayo de 2017 donde el sociólogo argentino Atilio Borón aboga por esa salida)

El tema tiene relación también con la incursión de los intelectuales en la política y, por tal razón, puede ser útil indagar por ese camino.  La masacre como arma revolucionaria tiene larga historia y ejemplos que abundan. Que las rebeliones se sofocan (o al menos se contienen transitoriamente) a  cañonazos – entiéndase metralla a discreción, francotiradores  avezados,  artillería contra barricadas – ha tenido defensores y ejecutores  desde siempre. Las razones y las justificaciones que se esgrimen no son el motivo de estas notas.

José Ortega y Gasset  dijo en 1917 (“El genio de la guerra y la guerra alemana”)  que “en tiempos de rencor y degollina, cuando la pasión anega a las multitudes, es un crimen de leso pensamiento  que el filósofo hable, porque de hablar tiene que mentir”. (Carlos Rojas, “Azaña”, Planeta 1973). La ética de la responsabilidad y el temple deben predominar sobre la pasión,  las tres virtudes del político maduro que derivan del pensamiento weberiano. Callar puede ser lo prudente. Aunque el silencio no  siempre  predomina.

A continuación se exploran, brevemente, las conductas de cinco grandes intelectuales del siglo XX que  se apartaron de la causa que defendían o  continuaron alentándola pero soportaron, a posteriori, cierto remordimiento e hicieron pública su retractación. Los cinco tienen algo en común: fueron hombres consecuentes con sus ideas y las expusieron (al menos cuatro de ellos) con coraje.

Sartre: los tanques soviéticos en Hungría

El gran filósofo francés, J.P. Sartre,  tuvo un papel muy protagónico en la Francia de la segunda postguerra. Fue  el intelectual más conocido y, por muchos años, el más respetado (¿admirado?) de Francia. Le concedieron un premio Nobel por su trabajo literario y filosófico, que agradeció pero desechó.   Este autor prolífico tuvo, en la guerra y en la postguerra,  actuación política que algunos  considerar un tanto errática.  Su vida durante la ocupación  ha sido abordada por  muchos autores y según un libro relativamente reciente “el comportamiento de Sartre durante la ocupación (alemana), si bien jamás fue un colaboracionista,  fue menos heroica de lo que sus declaraciones de postguerra pueden llegar a sugerir” ( Alan Riding: Sartre Cocteau and Co: Sour L¨occupation”, Books 2011). Durante la ocupación  publicó sus libros y representó sus obras de teatro  sin molestias de la censura germana  “Y los oficiales  del Reich  tuvieron el placer de asistir a sus premieres y a las  recepciones  que las acompañaron”

Pero después, durante la liberación era un socialista “anti oligárquico y libertario” muy criticado por la derecha francesa y por  Partido Comunista.  Los comunistas, de Francia  y también de la URSS,  hicieron sus críticas implacables  al existencialismo de Sartre (“una manifestación del idealismo”…. “cuestión individual, abstracta y teórica” según su critico de entonces Henri Lefebre o      “el existencialismo  es una enfermedad” como dijera Roger Garaudy o  lo que caracteriza al existencialismo es “su dimensión pequeño burguesa” según Roger Vailland).

En 1948 Sartre adhirió al RDR (Rassemblement Democratique Revolucionnaire), un partido que se presentaba como  alternativa “a la podredumbre de la democracia capitalista”  y a la “limitación del comunismo en su forma estalinista”, fuerza que según el comunista Pierre Herve  era un “meeting antisoviético organizado por una pandilla de intelectuales que (….) disimulan mal una aceptación deliberada del régimen capitalista” En 1948  la obra de Sartre “Las manos sucias” se representó por primera vez en Paris y de inmediato el autor fue acusado de anticomunismo militante (Pol  Gaillard) y de escribir “un panfleto anticomunista y antisoviético”(Ilya Ehrenbourg) (las citas provienen de David Drake  “Sartre y el PCF tras la liberación”, 2005, documento de internet)

Pero para 1952  Sartre se aproximó a la URSS y a los comunistas franceses. El hecho que habría impulsado a Sartre en esa dirección fue la “supresión brutal de los disturbios organizados por el PCF contra el general M.Ridgeway, comandante americano de la NATO”. También, al parecer, el encarcelamiento de Henri Martin, un marinero  que se negó a participar en la guerra de Indochina. (P. Johnson Los Intelectuales. Espaebook. 1988) Durante cuatro años, hasta 1956,  Sartre mantuvo esa postura. Hasta que  los tanques soviéticos ingresaron en Hungría, aplastaron a sangre y fuego la rebelión de 1956 y Sartre tomó distancia  de sus antiguos aliados.

Fue demasiado para  él.  Y si bien muchos de sus colegas lo criticaron por sus simpatías anteriores, el sofoco prepotente y sangriento  de la rebelión húngara marcó su actitud. “No va más”. El gesto, que tuvo repercusión en la Francia de los años 50,  dejó una  inquietud que se puede resumir en una pregunta: ¿Qué es lo que los hombres están dispuestos a soportar o tolerar para imponer  por la fuerza sus ideas  a los demás? ¿Hasta dónde están dispuestos a ir?

Borges: el escritor tímido

Un gran escritor no disimuló su beneplácito   con las dictaduras militares del Cono Sur en la década de los 70.  Autor de la “Historia universal de la infamia“(siete relatos basados en historias de criminales reales)  Borges se explayó sobre las dictaduras militares que, en esos años, estaban  en plena represión y asesinato de disidentes. “Yo no quiero decir nada contra este gobierno (el de argentina), porque me parece el único gobierno posible. No diré el mejor gobierno posible, pero sí el único gobierno posible en estos momentos. Y diría lo mismo del gobierno de Uruguay o del de Chile. No quiero atacar a este gobierno porque es hacerles el juego a los peronistas, a los comunistas, etcétera. De modo que yo no diré una palabra sobre eso” (Entrevista concedida a Atilio Garrido en los años 70 y republicada el 15 de enero de 2017 en la revista Perfil)

“A Borges  – dice uno de sus biógrafos – le encasillaron como reaccionario o como políticamente ingenuo, pero realmente fue muy consciente de la política. En su juventud (…) apoyó activamente el Partido Radical, y hasta formó un comité de jóvenes intelectuales para respaldar la campaña para la reelección de Hipólito Irigoyen como presidente de la República Argentina en 1928. Dos años más tarde fue uno de los intelectuales más destacados en la lucha antinazi y antifascista en su país”.

“El cambio viene con Perón: Borges entonces se convierte en su gran opositor porque veía a Perón como alguien no sólo que no era demócrata sino que había salido de un contexto nacionalista-fascista. En 1976,  Borges  vio el golpe de Estado de Videla como una nueva revolución libertadora para el derrocamiento de Perón. Por eso apoyó con entusiasmo el golpe del general.”( Edwin Williamson, Oxford,  «Borges. Una vida» Seix Barral, 2007)

Borges también respaldó a Pinochet, dice Williamson,  a quien veía como alguien que había salvado del comunismo a Chile. Viajo a Santiago y aceptó la Gran Cruz de la Orden del Mérito otorgada por el gobierno dictatorial y el Doctorado Honoris causa concedido por la Universidad de Chile.

Pronunció entonces un  discurso lamentable (“Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita, Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. Creo que mereceremos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obra de las espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada”)

No escatimo elogios para Pinochet. (“Yo soy una persona muy tímida, pero él (Pinochet) se encargó de que mi timidez desapareciera, y todo resultó muy fácil. Él es una excelente persona, su cordialidad, su bondad… Estoy muy satisfecho… El hecho de que aquí, también en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo”.)

Esas ideas y sentimientos duraron dos años y en 1979  comenzó a distanciarse de Pinochet y Videla (sus enemigos dicen que eran dos amistades que lastraban su pretensión al premio Nobel)  “Tras las denuncias por las terribles desapariciones, comenzó a moderar su posición”. “(Williamson,op cit). Tiempo después, en 1980, revisaría levemente su compromiso cómplice  y marcaría un tímido distanciamiento:  firmó junto con otros intelectuales una solicitada crítica por los desaparecidos, publicada por el diario Clarín de Argentina. Y hasta ahí.

 

Saramago: “Hasta aquí he llegado”

El premio Nobel de Literatura 1998 hizo pública de manera oficial su simpatía por ese pensamiento político en 1969, cuando se afilió al Partido Comunista Portugués (PCP), que en ese entonces era ilegal (Mónica Mateos-Vega, “Saramago comunista hormonal” La Jornada Mex19/6/2010)

“Padezco de algo que se puede llamar el comunismo hormonal- dijo -. Por ejemplo, las hormonas hacen que los hombres tengamos barba y las mujeres no. Bien, imagínese que hay personas que nacen con ciertas hormonas que las dirigen al comunismo y las pobres no tienen más remedio que ser así. Bien, ahí tiene el motivo por el que sigo siendo comunista, por una hormona que me impone una obligación ética”, así explicó José Saramago al periodista argentino Jorge Alperín los motivos de su filiación ideológica en un testimonio que este último plasmó en el libro “Conversaciones con Saramago. Reflexiones desde Lanzarote”, (2002 editorial Icaria)

Pero en 2003, en plena represión contra los disidentes, Saramago rompió con Fidel Castro. El premio Nobel declaró que ya no apoya al gobierno de Cuba, luego de recientes ejecuciones y el encarcelamiento de disidentes en ese país. “Hasta aquí he llegado”

 

Saramago publicó en el diario español El País, que ha perdido la confianza en las autoridades cubanas tras la condena a muerte y fusilamiento de los tres principales implicados en el secuestro de una lancha de pasajeros con el objetivo de huir de la isla caribeña. Fueron las primeras condenas a muerte que se aplican en más de cuatro años. Los otros acusados deberán cumplir condenas que van desde los dos años de prisión hasta la cadena perpetua.

El escritor portugués critica también las  condenas de cárcel impuestas a 75 opositores, activistas de derechos humanos y periodistas independientes cubanos. José Saramago había sido hasta ahora un defensor del gobierno de Cuba y amigo personal del presidente Fidel Castro. (El País, España, “Saramago: Cuba me ha defraudado” 14/4/2003).

El caso de Saramago es – como el de Sartre –  el del intelectual que no quiere rebasar la línea de lo éticamente tolerable. La hormona que le imponía una obligación ética  se había evaporado.

 Russel: el iconoclasta perseverante

El intelectualmente fértil y polifacético  Bertrand Russell  es, para muchos, un  paradigma.  Generoso, creativo y ultravital fue pacifista desde su juventud  y marchó a la cárcel  a comienzos de la primera guerra mundial  por su militancia activa a favor de la paz. Mantuvo su militancia pacifista hasta el final de sus días, bien entrados los noventa años, presidiendo el Tribunal Russell, que denunciaba tenazmente a EEUU por sus atropellos en la guerra de Vietnam.

Defendió siempre  que las ideas socialistas no podían disociarse de la libertad (en 1918 publicó un libro que sigue siendo interesante  “Los caminos de la libertad: el socialismo, el anarquismo y el sindicalismo”) y en 1920  visitó la URSS, en plena  ebullición euforizante  de los primeros años  de la revolución. Tuvo la oportunidad de  entrevistarse y conversar in extenso con Lenin, el gran jefe de la Revolución de Octubre en la cúspide de su poderío. Y entonces escribió un saludable artículo, al regresar a Gran Bretaña, absolutamente sorprendente  e iconoclasta. “ Tuve la impresión – dijo – de que (Lenin) desprecia al populacho y es un aristócrata intelectual (….) Si hubiera encontrado ( a Lenin) sin saber quién era no hubiera adivinado que era un gran hombre, sino que le hubiera tomado por un profesor obstinado”( P. Johnson. Op cit)

Mantuvo una posición siempre distante  respecto al régimen soviético y admitía que las denuncias contra Stalin, que llegaban en los años 30 a Occidente,  tenían base de verdad. Quizá  llegó a conocer y no tiró en saco roto las palabras de Máximo Gorki quien, antes de amistarse nuevamente con el poder, predijo que la Revolución de Octubre “degenerará con toda seguridad en una ruina digna de nuestro salvajismo asiático” (Antony Beevor,  El misterio de Olga Chejova, 2004)

Fue más allá y sostuvo posiciones de las cuales después  se arrepintió. Este pacifista aterrorizado por el emergencia de las armas nucleares  sostuvo, en 1945, que debía evitarse a toda costa que otra nación (es decir, la URSS) alcanzara la bomba, convencido  que un mundo con dos protagonistas armados era el  prólogo inevitable hacia una tercera guerra mundial. Llegó a sostener que EEUU (con el cual nunca tuvo buenos vínculos Lord Russell) debía usar sus nuevas armas para doblegar a la Rusia de Stalin (P Johnson, op cit). Russell representa al caso extremo según el cual, para preservar la paz, se debe llegar hasta la hecatombe  aplastando a quien la pone en peligro.

Unamuno: no convenceréis

En 1936 Miguel de Unamuno era una figura de prestigio mundial que ocupaba el cargo de rector de la Universidad de Salamanca. El 19 de julio, cuando el golpe de  estado contra la Republica, Unamuno se manifestó a favor del golpe. Antes, en 1935, había asistido a un mitin de José Antonio Primo de Rivera, en el Teatro Bretón de Salamanca. Asistió, según uno de  sus biógrafos, por mero “interés intelectual”,  pero  de ahí en más “quedó estigmatizado”. Francisco Blanco Prieto, autor de un libro sobre los últimos años del escritor, sostiene que “nunca estuvo en contra de la República”, y que distinguía entre “la República española –que defendía– y la España republicana –que denostaba–. (Francisco Blanco Prieto “Unamuno. Diario final”, Globalia Ediciones Anthema)

Su “desencanto con los gobiernos de la República comenzó a raíz de la obligatoriedad de la lengua catalana que establecía el Estatuto Catalán, lo que le llevó a enfrentarse a Azaña”. Su segunda disensión vino por el tratamiento de la cuestión religiosa, por el asedio a la religión católica, a la cual sin embargo no pertenecía. “Creía en una república liberal y era contrario a la lucha de clases. No quería una religión de Estado, pero tampoco que el Estado se convirtiese en religión. Deseaba una república civil –no militar–, laica –que no irreligiosa– y social, sin plutocracia”.

Según Blanco Prieto, ante la situación de desgobierno y anarquía que padecía España en la primavera del 36, Unamuno no vislumbraba ningún político con capacidad para recuperar la normalidad republicana. “Apoyó inicialmente la actuación militar, entendiendo que se trataba de un ´golpe de bisturí´ que podía remediar la situación en unos días”. (Francisco Blanco Prieto op cit). Fue sin duda una decisión precipitada y errada, como el reconocería poco después. Manuel Azaña lo destituyó del rectorado de Salamanca.

Pronto surgieron sus primeras diferencias con los sublevados. Mostró su desacuerdo con los fusilamientos; desaprobó los encarcelamientos de alcaldes,  diputados y concejales. Todo ello en una Salamanca “tomada por los militares, los falangistas y la guardia cívica –una especie de milicia de milicia de comerciantes y cazadores–, donde la represión fue brutal”. (Blanco Prieto ,op cit)         La detención de su amigo el ministro Filiberto Villalobos, y fusilamientos como los de Salvador Vila –su alumno predilecto – y Atilano Coco –amigo, pastor protestante y acusado de masón– inclinaron  a Unamuno hacia el rechazo total a los sublevados, notorio en los días postreros de su vida.

Y entonces se celebró el acto en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, donde Unamuno no ocultó sus discrepancias con el bando franquista ( fiel continuador de fray Luis de León, el indomable profesor salmantino que defendió la verdad y la libertad ante la Inquisición)

En presencia del general Millán Astray y de Carmen Polo de Franco, Unamuno tomó la palabra (no estaba prevista su oratoria) y con “voz limpia y combativa, apasionada y valiente”  se convirtió en “el hombre más libre que ha existido en España”, según el presentador de la conferencia, el magistrado Julio Picatoste.

Defendió a catalanes y vascos  que Millán Astray  había zaherido  por su separatismo. No ocultó atropellos  y fusilamientos sumarios. Y fue entonces que, para estupor de los franquistas presentes, pronunció la famosa frase “vencer no es convencer ni conquistar es convertir” (que se popularizó en “venceréis pero no convenceréis”). Los golpistas, que le habían restituido el rectorado  de Salamanca lo destituyeron, de inmediato. Poco castigo, pues a cualquier otro con menos fama lo hubieran fusilado en el acto.

Murió seis meses después del golpe, el 31 de diciembre de 1936, de un derrame mientras sostenía una acalorada discusión con el falangista Bartolomé Aragón. Pero antes, el 13 de diciembre de 1936, había escrito “¡Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco!”. Y aún con anterioridad, en la última conversación que mantuvieron, Unamuno le había dicho a Manuel Azaña: “¿Por qué nacimos en tierras de odios, en tierra donde el precepto parece ser: odia a tu prójimo como a ti mismo?” (Carlos Rojas: “Azaña” Planeta 1973)

Porque la masacre como arma revolucionaria solo puede germinar en tierra de odios.

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