Miradas indígenas

Hasta no hace mucho, lo veía casi a diario.

*

¿Bohán? ¿Chaná? ¿Charrúa? ¿Yaro? ¿Genoa? ¿Arachán? ¿Minuán?

No importa. El indio está solo. Empotrado en la pared, sobre el agrisado arcoíris que es el dintel de la ventana, añora el lomo peludo de su cabalgadura, donde antaño se paraba para bombear (1) los amplios horizontes de su hogar, la penillanura ligeramente ondulada.

Hoy no tiene caballo, ni puede, como otrora, otear aquel océano de pasturas y montes interminables, en busca de cualquier detalle que delatara una presencia, humana o animal, rompiendo la quietud del paisaje.

Echa en falta la tribu, las tolderías, el malón que arrasaba con todo, la gritería de los guerreros, el ruido de los cascos de la tropilla tamborileando sobre la tierra… Pero también –vaya paradoja– la multitud citadina entre la que vino a parar sin saber el cómo ni el porqué.

Espera, la mirada fiera, la pupila afilada, la atención alerta, despierto el instinto que anticipa, a punto de columbrarlo, el porvenir que le restituirá algo de lo que perdió.

*

De pie frente al ventanal abierto, lo trae hasta sí en el recuerdo. Y, pensando en él, le viene a la mente la idea. En cierta medida, la mirada del indígena y la suya, en este momento, se han hermanado.

1.- Según el Diccionario de americanismos de la RAE: Observar o vigilar cuidadosamente a alguien o algo.

(Ubicación: Sarandí 472).