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Modelos de laicidad por Miguel Pastorino

Modelos de laicidad por Miguel Pastorino
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“Los regímenes de laicidad en el mundo se clasifican generalmente en función de la relación que mantienen con la práctica religiosa… La laicidad debe entenderse en el contexto más general del ideal de neutralidad al que debe aspirar el Estado si quiere tratar a sus ciudadanos de forma justa” (Charles Taylor, 2014).
Existe una gran diversidad de interpretaciones sobre lo que entendemos por “Estado laico” y “laicidad”, sobre los límites de la libertad religiosa y sobre el vínculo que debería tener el Estado con instituciones religiosas. Pero lo complejo del asunto es que no existe una “laicidad” en abstracto, sino que existen diversos modelos de laicidad, formas reales de acuerdos que dan autonomía al Estado y a las religiones, donde lo que tienen en común es que el Estado debe ser aconfesional, es más, ampliando el concepto, no debería nunca imponer una visión doctrinal a los ciudadanos, ni religiosa, ni ideológica.
Según el filósofo canadiense Charles Taylor, uno de los orígenes del callejón sin salida de los debates sobre la laicidad “radica en el hecho de que los fines y los procedimientos de la laicidad no se distinguen con suficiente claridad”. Incluso advierte que no pocas veces los medios y procedimientos adquieren un carácter sagrado, más importante que los fines de la laicidad.
Según su análisis la laicidad descansa en dos grandes principios: la igualdad de trato y la libertad de conciencia, y los procedimientos o medios que permiten la realización de estos principios son la separación de la Iglesia y el Estado y la neutralidad del Estado respecto de las religiones.
Según la socióloga Micheline Milot, “la laicidad es una adecuación (progresiva) de lo político en virtud de la cual la libertad religiosa y la libertad de conciencia se encuentran, conforme a la voluntad de igual justicia para todos, garantizadas por un Estado neutral respecto a los diferentes conceptos sobre una vida plena que coexisten en una sociedad”.

Dos modelos: republicano y liberal pluralista.
Las relaciones entre la esfera política y religiosa son muy diferentes en estados laicos cuya diversidad sorprendería a quienes toman como modelo la propia forma concreta de ese acuerdo que llamamos “laicidad del Estado”. Estados laicos como Turquía, Estados Unidos, México, Uruguay o Francia, tienen notables diferencias. En México, aunque el Estado es laico unos años antes que Uruguay, la fuerte presencia de la religión en el espacio público es incomparable a la forma uruguaya de esconder la dimensión religiosa. En Uruguay se ha confundido separación con una privatización de lo religioso, reduciéndolo lo más posible a la esfera privada.
A muchos uruguayos les cuesta imaginar a México como un estado laico por su cultura religiosa y su presencia pública, ni hablar cuando se piensa en Estados Unidos. La amplia diversidad de modelos la resume Taylor en dos fundamentales: el “modelo liberal pluralista” (laicidad abierta) y el “modelo republicano” (laicidad cerrada o laicismo).
El modelo republicano, de origen francés, tiene una visión peyorativa de la religión, como fuente de oscurantismo, dogmatismo y que debe ser relegada a la vida privada y si es posible hay que liberar a todos los ciudadanos de la influencia negativa de las religiones. La religión es culturalmente discriminada, vista como una peste social de la que hay que liberarse, aunque se respete la libertad religiosa como derecho de los individuos, no trata a los ciudadanos religiosos de la misma manera que a los ateos o agnósticos en el debate público, los mira con sospecha y los excluye del debate público por considerarlos nocivos en sus doctrinas. Incluso si argumentan desde la razón y la ciencia, por el solo hecho de pertenecer a una comunidad religiosa, sus argumentos suelen ser vistos con sospecha y desechados como “dogmáticos”, sin atender al contenido de lo que se discute. Esta perspectiva confunde la secularización del Estado con la secularización de la sociedad.
“Un estado laico que adopta el concepto de mundo y de bien de los ateos y agnósticos, no trata con la misma consideración a los ciudadanos que conceden un lugar para la religión en su sistema de creencias y valores. Esta forma de laicidad no es neutral respecto a las convicciones fundamentales que permiten a los individuos dar un sentido y un rumbo a su vida” (Taylor, 47).
No hay que confundir separación de la Iglesia y el Estado con desaparición pública de la religión, que es una realidad más cultural y social que jurídica. En Uruguay no solo se separó el Estado de la religión -lo cual es siempre saludable para las democracias y para la libertad religiosa-, sino que se tomaron medidas para recluir culturalmente las manifestaciones religiosas al ámbito privado, haciéndola invisible socialmente, naturalizando su discriminación. Y es que más allá de los aspectos jurídicos, hay cuestiones filosóficas y culturales cuyo impacto va más allá de las leyes. De hecho, que el Estado sea laico es algo bien visto por las Iglesias, porque se gana en libertad y autonomía en todas las partes involucradas. A nadie se le ocurre hoy pensar que, a las iglesias, sea católica, protestante o evangélica, les interese algún tipo de casamiento con el Estado como existió en otros tiempos. La pugna está en otro lado y es que hay visiones de la laicidad más inclusivas y otras más excluyentes. Para el modelo uruguayo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, la integración cívica iba de la mano con la desaparición o neutralización de cualquier diferencia, un modelo donde la diversidad es invisibilizada.
En cambio, el modelo liberal pluralista, si bien mantiene la necesaria neutralidad, ve en las religiones un valor cultural y social, una riqueza positiva que construye ciudadanía y no un obstáculo al bien común. Así lo explica Taylor: “Se puede estar de acuerdo con la idea de que la laicidad debe servir a la integración cívica y refutar la premisa según la cual la supresión de la diferencia es condición previa para la integración… La comprensión mutua y la cooperación entre los ciudadanos de una sociedad diversificada exigen el reconocimiento y el respeto de las semejanzas y diferencias entre ellos… Este concepto más liberal y pluralista de la laicidad sigue teniendo como principal función la protección de la igualdad moral de los ciudadanos y de la libertad de conciencia”.
El filósofo alemán Jürgen Habermas entiende que ha de existir una mutua comprensión y autorreflexión entre creyentes y no creyentes. El creyente religioso debe reconocer la preeminencia de la racionalidad, la igualdad y la libertad de los individuos y de una moral universal, de unos mínimos éticos comunes a toda la sociedad. Pero el laico debe superar la visión de las religiones como simples reliquias arcaicas y comprender que su no adhesión a las concepciones religiosas no puede ser impuesto a otros en el espacio público, no puede obligar a que los demás abandonen su fe para pensar y dialogar.

No se trata de “preferencias privadas”.
Una confusión frecuente para quienes piensan la laicidad dentro de un modelo laicista (o republicano según Taylor), es pensar que las convicciones religiosas son preferencias privadas, como si se tratara de gustos o aspectos que no tocan demasiado la vida de las personas. Pero los compromisos fundamentales en la vida de las personas religiosas, son convicciones profundas de conciencia, que desempeñan un papel significativo en la vida de las personas, tanto a nivel privado como público, y en ellas basan las decisiones fundamentales de su vida, también su compromiso social y político. El Estado no debería, si trata con igualdad a todos los ciudadanos, poner en una categoría de inferioridad o de simples preferencias personales las convicciones fundamentales de las personas. El respeto a sus convicciones religiosas es respeto a su libertad de conciencia.
“Para ser de todos el Estado debe mantenerse neutral. Esto supone que el Estado adopte una postura neutral no sólo hacia las religiones, sino hacia las distintas ideas filosóficas que se presentan como equivalente secular a las religiones. Efectivamente, un régimen que sustituya, en el fundamento de las actuaciones, la religión por una filosofía secular totalizadora convierte a todos los fieles de una religión en ciudadanos de segunda fila puesto que no abrazan las razones y valores integrados en la filosofía oficial”. (Taylor, 26).
Taylor entiende que la laicidad se trata de qué debe hacer el Estado democrático ante la diversidad, ocuparse de proteger a las personas en su identidad y en su derecho a vivir según sus convicciones, tratar con igualdad a todos los ciudadanos y ofrecer a todos la posibilidad de ser escuchados: “No hay razón para considerar la religión un caso especial, frente a los puntos de vista no religiosos. De hecho, la razón de ser de la neutralidad estatal es precisamente evitar favorecer o perjudicar no solo posturas religiosas, sino cualquier postura básica, religiosa o no.

La confusión entre fe y moral.
Hay creyentes de diversas religiones, agnósticos y ateos que comparten entre sí la misma visión del mundo, valores éticos y argumentos favorables o contrarios a determinadas acciones sobre la vida humana, basados en la razón y en una concepción común sobre la dignidad humana. Es una falacia y una forma de discriminación adjudicarle “motivos religiosos” a alguien que, siendo creyente, presenta argumentos apoyados en la sola razón y no en la fe. No responder al argumento o no recibirlo porque la persona es creyente, además de irracional, es discriminatorio. Si el argumento se basa en la evidencia, en razones y en una perspectiva que prescinde de la fe para explicar determinados asuntos, no hay motivo para no incluirlo en un debate racional y democrático. Pero lamentablemente cuando alguien argumenta desde la razón y del otro lado no hay muchos argumentos, si casualmente se trata de alguien religioso, se lo descalifica falazmente (falacia ad hominem) para descartar el argumento del otro solo por quien es, por su identidad y no por el argumento que ofrece. Esta falacia socava el nivel de la discusión desviándola hacia características del interlocutor que nada tienen que ver con las ideas o los argumentos. Incluso se dice que se puede disfrazar de filosófico lo que en realidad es teológico, cuando en realidad son argumentos claramente distinguibles en sus fundamentos y en su formulación. En general se le atribuyen intenciones y argumentos gratuitamente para descalificar, sin limitarse a tomar el argumento.
Es como si a alguien que presentara una amplia serie de argumentos científicos, antropológicos y éticos para oponerse a la trata de personas, al maltrato animal, o a la venta de órganos, le dijeran: “Está bien, pero en el fondo es porque eres católico, ¿no?”. ¿A qué viene la aclaración? La persona sentirá que no le han escuchado y que, además, tampoco importa todo lo que diga, porque su identidad religiosa lo descalifica. No importa cuanto sepa del tema, será siempre sospechoso.
Los temas de debate público en que entran creyentes y no creyentes no son cuestiones de fe, que requieran aceptar algún tipo de dogma o revelación sobrenatural. Si bien los creyentes pueden tener razones de fe para defender determinados valores o ideas, lo cierto es que la mayoría de las veces se trata de cuestiones que pueden ser compartidas razonablemente por ateos o agnósticos sin apelar a ninguna cuestión religiosa. El espacio de diálogo entre creyentes y ateos ha sido siempre en general el de la filosofía, la ética, el derecho, las ciencias y todos los saberes que no tengan una dependencia con fundamentos teológicos.
Por eso, en un debate público en el marco de una sana laicidad, todos deben tener derecho a presentar sus argumentos en igualdad de condiciones, y a ser escuchados del mismo modo, sin importar de donde vengan o en que crean (o no crean), sino a partir de la racionalidad de sus argumentos, de su conocimiento y experiencia en determinados temas, así como de su honestidad intelectual.

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