Home Sociedad Montevideo, con el alma por Manfred Steffen
0

Montevideo, con el alma por Manfred Steffen

Montevideo, con el alma por Manfred Steffen
0

La calle Joaquín de Salterain tiene un empedrado parejito que hace música. Cuando niño, la camioneta con caja de madera de mi padre entraba desde Bulevar España y comenzaba el sonido. Era como un murmullo de las piedras, que se llamaban adoquines. Lo primero que se veía allá abajo, hacia el río, era el techo de un viejo edificio en el Parque Rodó. Siempre le preguntaba a mi padre por qué se veía primero el techo y recién después la parte de abajo. También le preguntaba de dónde habían salido todas esas piedras grises y musicales. En el cordón de la vereda me quedé mil veces a ver correr el agua cuando llovía. A veces bajaba corriendo con mi abuelo hacia el parque. La vuelta era en subida, más difícil.
La casa en la que vivíamos tenía un fondito rodeado de un muro alto cubierto de enredaderas. Desde allí veía a Zaira, la vecina que se sentaba a tomar sol. Cuando mis padres salían, ella venía y nos contaba cuentos de animales, especialmente de un cuervo que hacía rabiar a una zorra. Mientras ella contaba, mis hermanas y yo casi veíamos los personajes. Nos dormíamos contentos.
Algunos días mi padre me llevaba a su trabajo. Se llamaba el escritorio, una casa vieja compartida con otros colegas. La camioneta quedaba a unas cuadras y desde allí íbamos caminando por la calle arbolada. Frente al escritorio estaba el almacén de García, el gallego que charlaba con mi padre sobre cosas políticas. Cerca de allí estaba la calle corta que desembocaba en la casa del partido de los bichos colorados. Eso decía mi padre a veces, para hacer rabiar a su socio que votaba a ese partido. Y el socio le respondía blanco pillo, y después se reían los dos.
En la parte de atrás del escritorio había un patio con una banderola que hacía tiempo nadie abría. Habría que hacer una reparación, decía mi padre cada tanto, cuando miraba para arriba. Después se olvidaba. Cuando llovía, caían gotas grandes y había que sacar los planos y los mapas, que no pueden mojarse. Del lado izquierdo del patio estaban las habitaciones con mesas con las maquinitas de calcular, las anotaciones de mil medidas y unas banquetas de madera circulares con cuatro patas. A la derecha, una escalera de metal llevaba al cuarto de arriba, así se llamaba. Allí se apilaban los mojones, las cintas de medir y los jalones, y muchas cosas más que estaban allí, pero nadie usaba nunca. El teodolito no, era demasiado valioso y tenía su lugar en un armarito de madera con una llave que no andaba. Así que la puerta quedaba abierta, entornada, decían los ingenieros.
En el escritorio pasaron cosas importantes. Allí fue mi primer trabajo, que consistía en pasar planillas de números a mano. Allí nos preparábamos para las mensuras, recorridas por campos húmedos en el amanecer y calientes en los mediodías. Eran momentos de gran expectativa, hasta que por fin salía la camioneta con mi padre al volante y nosotros, los muchachos, en la caja de madera.
En el escritorio, de eso me enteré mucho después, se conocieron mis padres. Y mi madre, un día, ya viejita, me dijo que allí había sido el primer beso. Fue al lado de la escalera al cuarto de arriba, me dijo sonriente. Esa tarde no había nadie, así que nadie nos vio. Solo estábamos nosotros y la ilusión que compartíamos. Allí empezó todo.
Cerca de allí estaba el oculista de apellido alemán. Mientras esperaba a que atendieran a mi abuela, yo iba al patio del fondo. Había una estructura de metal gigantesca cubierta de enredaderas. Me quedaba allí mirando los pájaros que anidaban y cantaban por ahí. Siempre me gustaba mirar cómo no pasaba el tiempo. En algún momento alguien me llamaba y me decía que dale, apurate que ya tengo la receta. Ahora voy a ver mejor, prometía. Pero todos sabíamos que después iba a perder los lentes.
El escritorio ya no existe. Una tarde lo demolieron y ahora hay un edificio alto e inteligente. En vez de una persona, hay una máquina que no te ve, pero te abre la puerta. Mi amiga, que vive arriba, dice que cuando llueve, caen gotas sobre sus libros. Ella no tiene planos.
La casa del oculista tampoco está más. Un día una grúa se llevó la estructura de metal. Me quedé mirando cómo la cargaban en un camión. El señor parado al lado del vehículo me dijo que va para chatarra. No sé si quedó algún lugar para los pájaros.
Siempre camino por las calles de mi ciudad. Y me gusta bajar por Salterain. También don Joaquín, el que le da el nombre, era oculista, en épocas en que la gente se quedaba ciega, aunque quisiera mirar. En su calle hay muchas Santa Ritas en canteros prolijos que cuidan los vecinos. Algunas paredes tienen colores. En el liceo de la calle corta hay muritos cubiertos con trozos de azulejos. Allí se sientan muchachas y muchachos, y charlan y escuchan música.
Hace unos días vi un cartel de venta en la casa de Zaira. Temo que la demuelan también. No quiero ver eso, creo que no pasaré más por mi calle. Nuestra ciudad son las calles para largos paseos y pequeños encuentros, para oler los aromas de flores y comidas esperando, para oír a los vecinos conversando y a los niños jugando en las veredas. Nuestra ciudad son los pequeños recuerdos que dan significado a nuestras vidas. Ahora parece que eso no importa y la piqueta trabaja todos los días. Si esto sigue, nos quedaremos sin lugares. Perderemos la memoria, las historias, el alma. Nuestra ciudad será para los autos y los edificios inteligentes.

POR MÁS PERIODISMO, APOYÁ VOCES

Nunca negamos nuestra línea editorial, pero tenemos un dogma: la absoluta amplitud para publicar a todos los que piensan diferente. Mantuvimos la independencia de partidos o gobiernos y nunca respondimos a intereses corporativos de ningún tipo de ideología. Hablemos claro, como siempre: necesitamos ayuda para sobrevivir.

Todas las semanas imprimimos 2500 ejemplares y vamos colgando en nuestra web todas las notas que son de libre acceso sin límite. Decenas de miles, nos leen en forma digital cada semana. No vamos a hacer suscripciones ni restringir nuestros contenidos.

Pensamos que el periodismo igual que la libertad, debe ser libre. Y es por eso que lanzamos una campaña de apoyo financiero y esperamos tu aporte solidario.
Si alguna vez te hicimos pensar con una nota, apoyá a VOCES.
Si muchas veces te enojaste con una opinión, apoyá a VOCES.
Si en alguna ocasión te encantó una entrevista, apoyá a VOCES.
Si encontraste algo novedoso en nuestras páginas, apoyá a VOCES
Si creés que la información confiable y el debate de ideas son fundamentales para tener una democracia plena, contá con VOCES.

Sin ti, no es posible el periodismo independiente; contamos contigo. Conozca aquí las opciones de apoyo.

//pagead2.googlesyndication.com/pagead/js/adsbygoogle.js
Semanario Voces Simplemente Voces. Nos interesa el debate de ideas. Ser capaces de generar nuevas líneas de pensamiento para perfeccionar la democracia uruguaya. Somos intransigentes defensores de la libertad de expresión y opinión. No tememos la lucha ideológica, por el contrario nos motiva a aprender más, a estudiar más y a no considerarnos dueños de la verdad.