Si hay algo definitivo, irreversible, es la muerte. Podrán quedar vestigios donde hubo vida, pero hasta esos leves vestigios van a ser barridos por el viento del tiempo. Las religiones nos hablan de una existencia más allá de la muerte. Suena bien. George Brassens no confiaba en esa certeza, pensaba que mejor era esperar, incluso cuando se invocaban ideas dignas de una muerte honorable:
“Juzgando que no hay, peligro en demorarse, vamos al otro mundo sin prisa por llegar.
¿Por qué apurar la marcha, a riesgo de inmolarse, por lemas que al final de nada servirán?
Obsérvese qué cosa, amarga, lamentable, rendir el alma a Dios para saber, después, que era una falsa ruta, era una insensatez.
Morir por las ideas, bien, más adelante, muy bien, más adelante.”
¿Incluso morir por ideas es tan mala idea? Incluso morir por las ideas, contestaría Brassens, desde su apego a las ideas anarquistas. La muerte es casi lo único inevitable, ¿por qué apurar el paso?
La lucha armada que promovió la revolución cubana le confirió a la muerte una garantía de eternidad. Fidel Castro puso título a su célebre alegato frente al tribunal que lo juzgaba por el asalto al cuartel Moncada: “La Historia me absolverá”. Esa idea la ratificó muchas veces a lo largo de su larga vida. No fue por casualidad que se hiciese llamar “Alejandro”, como nombre para actuar en la clandestinidad. Ese nombre se lo transfirió a algunos de sus hijos, y hasta al nieto de Salvador Allende pidió que lo nombrasen así. Alejandro Magno fue el personaje que iluminó su bastante atormentada vida infantil. De mayor también le sirvió para justificar el envío de tropas cubanas a combatir en varias partes del mundo. En sus confesiones biográficas destacaba la muy discutible idea de que Alejandro Magno llevó cultura a las tierras que sus ejércitos conquistaban.
En definitiva, esa vida después de la muerte no es monopolio de las distintas religiones, que tienen como cometido hacer más llevadero el brevísimo tránsito por este mundo. Y si lo es, tenemos que coincidir en que la lucha armada, o el sacrificio de vidas humanas tienen un designio divino, que se podrá constatar después, si la cita con la Historia no falla. Tanto la pena de muerte como la pena de muerte asociada a una eventual respuesta moral frente a la injusticia, buscan hacer de este mundo un sitio mejor, más habitable. Brassens, seguramente, pondría un poco más de tabaco en su pipa para no tener que dar una respuesta irreverente. De todas formas, con lucha armada o sin ella, la muerte va a llegar, porque la guadaña siempre está vigilante.
El siquiatra martiniqués Frantz Fanon, fue uno de los que participaron de esas ideas y acciones que contribuyeron a la idea de que la revolución era tan necesaria como inevitable. Su libro “Los condenados de la tierra”, escrito en Argelia, fue el resultado de su trabajo como Jefe del Servicio de Siquiatría del hospital Bilda-Joinville, y su participación clandestina en el Frente de Liberación Nacional de Argelia.
Fanon había recibido la Cruz de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Su regimiento, constituido por soldados negros y mestizos de la colonia francesa de Martinica, tan pronto terminó la guerra fueron apartados y enviados a la Provenza para que no se los viera junto a las tropas francesas, a las que habían servido. Como joven había vivido el trato que los marineros franceses estacionados en Martinica daban a las mujeres de su país, en realidad no se podría decir que fuese siquiera un país, sino una de las tantas colonias que Francia mantenía alrededor del mundo. Pero no sería hasta su trabajo en Argelia que Fanon se preguntase ya de forma clara ¿por qué un hombre negro, segregado, está dispuesto a arriesgar su vida por quienes no sólo lo maltratan como ser humano, sino que también lo desprecian?
Desde su trabajo como terapeuta, Frantz Fanon atenderá tanto a militares de las fuerzas de ocupación francesas, como a sus familias, y a los propios torturados. Acaba teniendo un mapa de las anomalías sicológicas de la violencia, y de cómo funcionan las relaciones entre el torturador y el torturado. Este contraste destructivo, en lo inmediato, golpea sobre la víctima, pero Fanon descubre que se vuelve, también, contra el torturador. El comportamiento, en la sala de torturas, comienza a guiar al torturador hacia un camino de profundo aislamiento que acaba en su propia casa, frente a su familia.
Esto, según los críticos de Fanon, lleva, inevitablemente, a un callejón donde la violencia es la única salida para resolver las relaciones de dependencia, tanto culturales como de clase. Las guerrillas latinoamericanas aceptan la argumentación de Fanon para asumir un inevitable destino de violencia. El mensaje del Che Guevara a la Tricontinental, reunida en La Habana en abril de 1967, pocos meses antes de su muerte, resume esta cuestión básica para el desarrollo de la lucha armada: “Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo.”
El llamamiento de Guevara recoge el pensamiento de Fanon para ponerlo en un contexto político-ideológico, y a cuyas vanguardias locales les asignan una funesta tarea: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.”
¿No cae Guevara en la lógica del “enemigo del género humano” cuando da a sus palabras un giro poético, el mismo giro con que se suele exaltar al patriotismo de los soldados que marchan a aplastar a otros pueblos, y a apropiarse de su patrimonio? ¿No condena, Guevara, a la misma lógica enfermiza que descubrió Frantz Fanon, sin dejar resquicios para que esos que Fanon bautizó como “los condenados de la tierra”, a un círculo vicioso, a la repetición infinita de un infierno terrenal con la promesa de que, en el más allá, habrá una recompensa?
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