Para todos aquellos interesados en el conflicto israelí-palestino y en la política de Oriente Medio en general, vale la pena detenerse en el reciente discurso del Primer Ministro israelí Benjamín Netanyahu a la Asamblea General de la ONU.
Desde lo comunicacional, fue un discurso brillante. Fue entretenido, enérgico, denotó cuidadosa preparación y esfuerzo previo, y explotó a la perfección las innegables dotes carismáticas del orador.
En lo sustantivo, cuatro aspectos sobresalen. Primero, la monumental adulación al Presidente Trump. Para Netanyahu, la elección de Trump fue una excelente noticia por la fuerte sintonía ideológica entre ambos y por la evidente rispidez existente con la administración Obama (fundamentalmente derivada de dos visiones discrepantes sobre el conflicto con los palestinos). Respecto a este último punto, Trump ha dado señales inequívocamente tranquilizadoras para la derecha israelí. Ni siquiera, por ejemplo, Trump se ha animado a apoyar explícitamente la solución de dos estados para dos pueblos (a la cual Netanyahu es averso pero que para el grueso de la comunidad internacional es la mejor fórmula de compromiso entre las partes).
Un segundo eje central del discurso fue su dedicación obsesiva al problema iraní como si en este momento constituyese un riesgo inminente para la supervivencia de Israel. Aunque la realidad obviamente dista de ser así, es evidente que todo avance nuclear y armamentista del régimen persa es una muy mala noticia para el sionismo pues fortalece a su principal adversario regional.
En tercer lugar, son insoslayables las variadas menciones a las amistades israelíes forjadas y fortalecidas en tiempos recientes con estados musulmanes y árabes, destacándose especialmente las elogiosas palabras hacia el presidente egipcio Al Sisi. Este inocultable alineamiento con el polo suní del mundo musulmán no hace, además, otra cosa que reflejar el relativo «encapsulamiento» del problema palestino.
El cuarto y último (pero no menos importante) eje del discurso remite a lo no dicho. Ya es sabido que en política, como en cualquier otro ámbito de actividad humana, los silencios pueden ser tan o más importantes que las palabras. Al respecto, el gran ausente de esos veinticuatro minutos de exposición fue el conflicto israelí-palestino en todas sus inescapables, urgentes y crudas dimensiones: la ocupación de Cisjordania desde hace 50 años, la solución de dos estados amenazada por la consolidación de los asentamientos, la penosa situación humanitaria de Gaza y el prolongado impasse de conversaciones de paz con resultados tangibles. Hubo, es verdad, alguna referencia colateral al tema, por ejemplo al criticar la decisión de la UNESCO sobre el carácter palestino de la ciudad de Hebrón. Sin embargo, la estrategia esquiva de Netanyahu salta clarísimamente a la vista.
Ser testigos de un Netanyahu vigoroso y contundente pese a sus frentes abiertos (entre ellos una causa de corrupción de incierto desenlace), no hace más que confirmar que la oposición israelí tiene ante sí un desafío gigantesco. Debe de asumir in totum y sin complejos las virtudes y los poderes del oponente y no solo de explicar su predominio con generalidades como la «derechización social» o «la política del miedo» (no porque estos argumentos sean falsos sino porque son insuficientes). No se sostiene por arte de magia un líder capaz de encabezar cuatro períodos de gobiernos con cuatro coaliciones diferentes. Como sociedad que elige a sus líderes democráticamente, la política israelí se sigue decidiendo, en última instancia, a través del arte de la persuasión de los electores y de la exitosa formación de alianzas sociales y políticas. En ambos terrenos, es necesario admitir que en los últimos veinte años, nadie le ha hecho sombra a Netanyahu.
La derecha israelí tiene su líder indiscutido, uno capaz de enfrentar a la ONU y vendernos un supuesto Israel reluciente que además se da el lujo de exportar la paz y la seguridad al mundo. La izquierda y centro-izquierda israelí necesita encontrar un vendedor de igual calidad, con la diferencia que nos ofrezca un Israel asentado en dos pilares centrales: la convivencia con un auténtico estado palestino soberano y la coexistencia armoniosa de lo judío y lo democrático. En estos dos pilares decisivos, el sionismo aún tiene una deuda pendiente que Netanyahu y sus aliados difícilmente se encarguen de saldar.
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