El padre (The Father), Gran Bretaña 2020. Dirección: Florian Zeller. Libreto: el mismo y Christopher Hampton, basados en obra teatral del primero. Fotografía: Ben Smithard. Música: Ludovico Einaudi. Con: Anthony Hopkins, Olivia Colman, Olivia Williams, Imogen Poots, Rufus Sewell. Estrenada el 5 de agosto. Calificación: Muy buena.
El poeta y ensayista británico John Milton dice en su obra magna, El paraíso perdido, que “largo y difícil es el camino que desde el infierno conduce a la luz”. Sin embargo, después de la devastadora y enriquecedora experiencia de ver esa pieza de orfebrería que es El padre de Florian Zeller, no quedan dudas que el camino contrario (el de la luz hacia el infierno) debe ser más largo y difícil aún. El padre muestra a un hombre (Anthony Hopkins) que empieza a perder la memoria debido a la vejez y al avance del alzhéimer, mientras su hija (Olivia Colman) intenta convencerle para que contrate a una asistenta (Imogen Poots) que le ayude con las tareas de la casa.
Tratar el final de una vida con realismo nunca es fácil. Para evitar la decadencia física o psíquica natural de la vejez, normalmente la narración aparece acompañada de un gesto heroico, un amor perdido u otro que empieza a surgir. La familia también es importante en la ecuación, pues es vital la relación amor-odio (que puede acabar en reconciliación) que mantienen el padre o la madre con sus hijos, o entre los propios cónyuges. A través del amor o su ausencia, de la enfermedad o el peso del pasado, por lo general permanece una visión dulcificada que brinda retratos sesgados y sentimentales, pero poco cercanos a lo que puede suceder a diario con nuestros abuelos, padres o cónyuges. Quizá porque esa visión se centra en la huella que dejamos al final, o en cómo hemos superado ciertos obstáculos y penurias, dentro de un relato heroico más presente de lo que creemos. Esa visión dulcificada no tiene por qué oponerse al realismo, como mostró Arrugas de Paco Roca e Ignacio Ferreras, sobre el alzhéimer. Allí se desplegaba el intenso antagonismo de esa enfermedad al combinar momentos tiernos y graciosos con otros más desgarradores y trágicos, llenos de incomprensión, o alucinatorios.
En cuanto a “realismo terminal” Amor de Michael Haneke sigue pareciendo insuperable, pero lo logrado por El padre es verdaderamente dramático, complejo y duro. Su retrato de la vejez y la enfermedad se hace con mucho tacto y sensibilidad, pero el gran hallazgo aquí es que el acercamiento al alzhéimer se efectúa desde el punto de vista del enfermo, algo insólito y muy difícil de plasmar en imágenes, sobre todo si tenemos en cuenta dos cosas que operaban en contra del asunto: 1) que el film está basado en una obra teatral, con lo cual los riesgos de estatismo y verborragia eran factibles; y 2) que es el debut de Florian Zeller como cineasta. Empero, ayudado por el estupendo libretista Christopher Hampton (Relaciones peligrosas, Carrington), Zeller se muestra tremendamente eficaz y valiente a través de una intrépida puesta en escena. Aunque ubica toda la acción en el interior de un apartamento, se sacude con inteligencia la sombra teatral mediante recursos visuales que potencian permanentemente el impacto del texto original.
Al colocarse (y colocarnos) en la mirada subjetiva del enfermo, la narrativa se vuelve tan repetitiva, incompleta y confusa como la mente resquebrajada del protagonista. Anthony Hopkins está sensacional, y es el Oscar al mejor actor protagónico más justo desde el que recibió Daniel Day-Lewis por Lincoln. Hopkins encarna a un hombre que va perdiendo paulatinamente la memoria, y con ella su identidad, proceso tan doloroso como realista, donde se van apagando las luces que guían la vida. La vejez se convierte en el crepúsculo, etapa donde cobra sentido la repetición de los días, cada uno parecido al anterior y, a la vez, distinto. Eso lo agrava la enfermedad, que convierte a la vida en una broma pesada que arrebata poco a poco los recuerdos. Los recovecos del cerebro por los que navega Hopkins son, de esa forma, un laberinto de pequeñas fijaciones u obsesiones cotidianas.
La película trata ese viaje hacia el olvido de forma increíblemente reconocible para todo aquel que haya vivido en directo una experiencia similar, con detalles verosímiles como la fijación por un reloj o la confusión de rostros. Zeller y Hampton han sido inteligentes al permitir que la milimétrica caligrafía del guion utilice los códigos del cine de suspenso para meternos en las profundidades del drama emocional, porque hay que decirlo: en los minutos iniciales el público andará tan perdido como Hopkins. Es un truco muy efectivo, que crea una intriga que al final sólo existe en la cabeza del protagonista. Por eso cuando se capta la dinámica narrativa y se descubren las coordenadas por las que se va moviendo la trama, todo se le aclara al espectador, sumergido en una dramática e imparable tsunami que estalla en quince fantásticos minutos finales de Hopkins (una cumbre personal y quizá su canto de cisne), acompañado por una sobria y compasiva Olivia Williams en el rol de la enfermera. No hay que engañar al lector: es cierto que el resultado deja un sedimento de honda tristeza, mientras la identidad distorsionada de Hopkins sirve como metáfora de lo efímera que es nuestra vida. Existir duele y el film también, pero aquí no todo es desconsuelo, porque el espectador debería rescatar al final el mensaje sobre la necesidad de saber no renunciar a las oportunidades que surgen para disfrutar la vida: me refiero al desenlace, que mediante el personaje de la hija coloca todas las piezas desordenadas del puzzle muy bien armadas sobre la mesa. En una cartelera repleta de aventuras divertidas pero banales, superhéroes ruidosos y otras tonterías, El padre es una muestra de talentosa realidad que no debería ignorarse.
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