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“Barton Fink” Cumple 30 años

“Barton Fink” Cumple 30 años
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La premiere del cuarto film de los hermanos Coen fue el 8 de agosto de 1991, aunque ya se había exhibido en mayo en Cannes, donde ganó la Palma de Oro por unanimidad. Las imágenes iniciales establecen al protagonista John Turturro como joven y promisorio dramaturgo que obtiene un primer éxito en Broadway, a comienzos de los años 40, con una obra realista sobre el “hombre común”. Todo el mundo lo aplaude, pero él manifiesta insatisfacción y quiere llegar más lejos. Paradójicamente, llegará a Hollywood, ya que un productor de películas de clase B (Michael Lerner) le encomienda un libreto para un film de luchadores que debería protagonizar Wallace Beery. Y allí comienza la pesadilla.

Encerrado en un hotel solitario e inquietante, sumergido en un universo que no termina de comprender, Fink se encuentra en bloqueo creativo. Sus contactos humanos se reducen a algún encuentro con un colega borracho (John Mahoney), moldeado por partida doble sobre las personalidades de Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner. También entablará relación con la amante de ese colega (Judy Davis) y un vecino aparentemente bondadoso y solitario (John Goodman) que a ciertas alturas revela una veta psicopática y destructiva. Las figuras del “Hollywood oficial” que se cruzan en su camino son notorios estereotipos negativos: el productor tiránico, con rasgos de Louis B. Mayer; el antiguo magnate de la industria reducido a labores serviles; y el ejecutivo tenso y estresado que transfiere al protagonista las presiones que a su vez él recibe. La visión de Hollywood que el film proporciona es tan irreal como la de Cantando en la lluvia, aunque de signo contrario, porque por más que Fink quiera hablar de las experiencias del hombre común, el film trabaja sobre arquetipos irreales, lindantes con la caricatura. Esto no es Como plaga de langosta, sino un ejercicio cinéfilo que invierte convenciones sin escapar de ellas, como casi siempre ha sucedido con los Coen.

Según algunos los rasgos característicos del arte de la posmodernidad son la reiteración, la parodia y el pastiche. De ser así, los Coen han sido los cineastas posmodernos por excelencia. Su entera obra hasta el día de hoy a sido la adscripción al cine de géneros, para decodificarlo a su gusto. En Barton Fink la adscripción a un género es problemática, aunque hay un costado de cine “negro” que permite la introducción de un psycho killer. El desencanto es otro rasgo visceral visible: los Coen reiteran aquí la visión de un mundo donde no hay héroes ni salidas, una noción de absurdo que podría remitir a Kafka, aunque en clave burlona y sin estremecimiento metafísico alguno. Para los Coen nada importa demasiado, y la defensa contra el vacío existencial se resume en la construcción de un universo cinematográfico autosuficiente, regido por sus propias normas y agotándose muchas veces en ellas. Los Coen tienen talento, pero siempre me dejan la sensación que en ellos todo es un capricho, mientras que la fatalidad y los acentos apocalípticos son decretos del libreto. Como dijo hace décadas un eminente colega, para enojo de muchos jóvenes de antaño: “las ideas de los Coen sobre el hombre y la sociedad caben en una caja de zapatos”.

Sus ideas cinematográficas en cambio son muchísimo más importantes. Los Coen son capaces de crear en Barton Fink un universo visual y sonoro sobrecogedor, hecho de inmensos y desolados corredores de hotel, donde se ven los zapatos de sus ocupantes frente a cada habitación (pero nunca a la gente), un ascensorista de aspecto momificado, empapelados que caen de las paredes por el calor y la humedad, símbolos de un universo en decadencia y corrupción perpetuas. Practican un humor sutil y subterráneo que se burla incluso del “héroe”, que es tímido e inseguro, y también verborrágico, hablando de la necesidad de escuchar a la gente, aunque él no escucha a nadie. Y los Coen sin duda ya habían adquirido a estas alturas una madurez expresiva en el manejo de los espacios, la cámara subjetiva, o el súbito primer plano de una hoja en blanco en la máquina de escribir que adquiere silenciosamente un significado ominoso. Las referencias más lejanas son A puerta cerrada de Sartre y El inquilino de Polanski, aunque la más visible sea El resplandor de Stanley Kubrick, donde también había un escritor bloqueado en un hotel inquietante, con la ventaja para los Coen que su hotel realmente asusta: ese decorado expresa el aislamiento físico y mental de Fink, y es significativo que una de las escasas salidas para encontrarse con gente (un baile) concluya en un rechazo y un repliegue.

Otra virtud es el elenco, donde destaca John Turturro, perfecto en el conflictuado y pasivo protagonista, pero también la ambigua calidez del siempre notable John Goodman. Al lado de ellos Judy Davis y John Mahoney se muestran particularmente solventes, mientras Michael Lerner acentúa los rasgos caricaturales del productor de clase B, revelando su bienvenido histrionismo, muy a tono con la “onda” del film. Y una última precisión, que quizás plantee una discusión con jóvenes de hoy. Más allá de discusiones sobre alcances conceptuales del cine de los Coen, hay indiscutiblemente en Barton Fink muchísimo más cine que en Silencio de los inocentes, que ese año ganó un Oscar al que también podían haber aspirado con más méritos Thelma y Louise y J.F.K. Quizás el error se deba a que la Academia ha estado integrada siempre por hombres y mujeres “comunes”, y no por seres lunares como el atípico Barton Fink.

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Amilcar Nochetti Tiene 58 años. Ha sido colaborador del suplemento Cultural de El País y que desde 1977 ha estado vinculado de muy diversas formas a Cinemateca Uruguaya. Tiene publicado el libro "Un viaje en celuloide: los andenes de mi memoria" (Ediciones de la Plaza) y en breve va a publicar su segundo libro, "Seis rostros para matar: una historia de James Bond".