En América Latina, las grandes inversiones para extraer recursos naturales no sólo desencadenan impactos locales, sino que generan efectos que se derraman sobre las políticas públicas debilitándolas o reformulándolas. Una de las situaciones más comunes es la llamada flexibilización ambiental. Sus consecuencias no son solamente ecológicas sino también políticas.
Justamente eso es lo que acaba de ocurrir en Uruguay con la aprobación en tiempo récord del primer permiso ambiental para una nueva planta de celulosa en el Río Negro. El proyecto en juego es tan enorme que se pierden las escalas, pero considerando los recursos que consumirá y los que arrojará al ambiente es como si fuera la segunda ciudad en Uruguay. Su consumo de agua equivale al de 900 mil personas, y arroja efluentes que corresponderían a más de doscientas mil personas.
La planta demandará de 7 a 8 millones de toneladas de rolos por año, casi 170 mil toneladas por año de productos o insumos químicos, y unos pasmosos 125 millones de litros de agua por día. Las salidas son de la misma magnitud: 106 millones de litros de agua por día regresarán al Río Negro como efluentes, cargado con distintas sustancias químicas como fósforo y nitrógeno.
Es evidente que el proyecto tiene enormes riesgos, y merecía que esa primera evaluación analizara con detalle los posibles impactos en la cuenca del Río Negro, la que ya está muy contaminada. Además, era indispensable contar con un estudio de efectos territoriales que no podían estar restringidos al departamento de Durazno, ya que se comprometerá un área geográfica mucho más amplia.
Un permiso a pesar de la incertidumbre
A pesar de todo esto, el Ministerio del Ambiente otorgó el permiso ambiental de localización en dos meses, mucho más rápido que el límite de 12 meses acordado en el llamado “contrato” firmado por el gobierno. La resolución tiene una página y sus fundamentaciones son desconocidas.
Este es un ejemplo de flexibilización ambiental, tal como ocurre en otros países vecinos. Es una condición por la cual se modifican las políticas públicas ambientales, como los ritmos para otorgar permisos o las condiciones y controles, de manera de permitir cuanto antes el ingreso de grandes inversores que explotarán los recursos naturales. En el caso uruguayo, estamos presenciando una debilidad en las direcciones de medio ambiente (DINAMA) como en la de ordenamiento territorial (DINOT), dentro del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente.
Los efectos derrame también comprometen otras políticas públicas, como las laborales o económicas. Los anuncios de empleo del gobierno, que iban de 6 a 8 mil puestos, se siguen desinflando. La empresa ahora los ubica en 400 a 500 puestos permanentes, y un promedio de 2850 durante la fase de construcción, con picos de 4500 personas.
Tampoco se sabe si alguien en el gobierno contabilizó los costos económicos de los efectos sociales y ambientales, sean positivos o negativos. Los pocos documentos disponibles generan preocupación por ser incompletos. Por ejemplo, el reporte del impacto socio económico elaborado por CPA Ferrere, tiene 8 páginas, y no incluye ninguna información sobre costos clave, tales como aquellos referidos al agua. Por ejemplo, si a UPM se le cobrara la tarifa de saneamiento, como se hace en Montevideo, y aun considerando los descuentos posibles, eso exigiría un pago de un millón y medio de dólares por mes. Pero ese informe no realiza ejercicios de este tipo.
Resumiendo: se otorgó la primera aprobación a un megaemprendimiento sobre el cuál no se saben bien sus impactos ambientales y territoriales, ni tampoco los costos y beneficios económicos y sociales para el país.
Agotamiento político
Esa medida gubernamental debería haber generado un intenso debate político y merecería una cobertura detallada por la prensa y analistas. Pero eso no ocurrió. Estamos ante un cierto agotamiento que afecta a varios actores, especialmente a los partidos políticos, y que es muy evidente entre los legisladores. Parecería que unos pocos asuntos, como el examen de las tarjetas de crédito o hurgar en la parentela que tiene empleos públicos, consume toda la energía partidaria, salvo algunas excepciones. Entretanto sigue cayendo la calidad de las políticas públicas. Lo que se observa con el ambiente y el territorio transcurre en paralelo con el declive en otras áreas clave como la seguridad pública o la educación. En estas últimas a veces se intenta disimular, por ejemplo anulando la repetición de estudiantes o cambiando los indicadores de violencia, pero una decisión política no puede hacer desaparecer la contaminación en nuestros ríos.
El más claro ejemplo de esta debilidad política es que no se llamara a sala a la ministra del ambiente para explicar la gestión ambiental en el Río Negro o las fundamentaciones para ese permiso express. Además, la ministra declaró que la contaminación del río está “controlada y lo seguirá estando” y aseguró que no está “preocupada”. Esto es de una enorme gravedad ya que los datos de ese mismo ministerio indican que ese río está muy pero muy contaminado. Para el caso del fósforo, un elemento de enorme riesgo, sus aguas ya tienen concentraciones que superan varias veces los límites aceptables (el límite está en 25 microgramos por litro, pero los registros promedian 130 microgramos por litro). Por lo tanto, un ministro del ambiente tendría que estar muy preocupado, debería reconocer que no hay nada controlado, y debería entender que el permiso que acaba de otorgar eleva los riesgos de que todo empeore.
Esas afirmaciones de la ministra del ambiente es como si un ministro de salud, frente a una descontrolada epidemia, dijera que no está preocupado, y que tiene todo bajo control mientras a su lado cae la gente enferma.
¿Tenemos una política ambiental de izquierda?
Este deterioro político tiene un costo adicional para el progresismo. Podríamos preguntarnos si es posible destacar a alguno de los últimos ministros del ambiente por haber ejercido una política ambiental que fuese de izquierda ¿O bien podrían haber sido ministros de cualquier gobierno blanco o colorado?
Es que los resultados de la gestión en los últimos 15 años nos han llevado a una crisis de contaminación en las grandes cuencas, repetidas denuncias por agroquímicos, y ni siquiera se han resuelto los problemas de la basura capitalina, tan sólo para citar lo más evidente. Sin duda los partidos tradicionales hubieran abrazado a la inversión de UPM, y posiblemente hubiesen dejado la temática ambiental de lado como lo hicieron en el pasado, pero es precisamente por ello que se esperaba otra actitud, otra innovación, y otro liderazgo desde el progresismo.
De esta manera hemos llegado a una situación donde buena parte de la clase política, incluyendo a muchos funcionarios estatales, sigue ensimismada en problemas del siglo pasado sin entender las urgencias del siglo XXI.
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