Políticas de Estado ¿posibilidad o mito?
Luego del encuentro de los tres candidatos del domingo pasado en el programa Séptimo día trascendió que Daniel Martínez les dio una carta a Lacalle Pou y a Talvi planteando la posibilidad de lograr acuerdos políticos interpartidarios. ¿Es posible que los candidatos logren consenso antes de las elecciones? ¿Es viable realizar algo similar a Eduy21 con trabajo, seguridad y salud por ejemplo? ¿Es un planteo demagógico del oficialismo frente al riesgo de perder las elecciones? ¿La oposición pierde apoyo electoral si acepta acordar ahora? ¿Es imaginable que se rompan los bloques gobierno oposición para determinadas políticas? ¿No es el momento adecuado para lograr acuerdos? ¿Cómo ve la ciudadanía que los políticos se unan para hacer determinadas medidas? ¿Pesa la división oligarquía pueblo por encima de políticas de Estado?
Estado de la política por Eduardo Vaz
A esta altura del siglo XXI, cuando los estados nacionales vienen de sufrir un gigantesco embate de la globalización neoliberal en los 90 del siglo pasado, el tema de las políticas de estado cobra particular vigencia.
Los sectores democráticos, desde la izquierda a la derecha, deberíamos haber aprendido algo de semejante experiencia que llevó a poner en duda su vigencia, que mostró las enormes debilidades que arrastraban dichos estados, pero, también, su fortaleza que ha hecho que sobrevivan, con modificaciones mayores o menores, y sean protagonistas de esta etapa.
El poder del capital global es cada día mayor, a la vez más concentrado en pocas manos y distribuido en múltiples geografías. Esta tendencia sigue imparable, más allá de los esfuerzos nacionalistas y proteccionistas renacidos en USA y otras partes del mundo.
A punto de partida de estas brevísimas e incompletas observaciones, resulta evidente que son cada día más necesarias las políticas de estado para sobrevivir ante estos embates del capital global y pensar la otra globalización al servicio del bien común. Verlas en la dimensión electoral, exclusivamente, es no entender el mundo que vivimos y del cual no podemos bajarnos, lo que limita su verdadero alcance.
Desgraciadamente, es lo que prima aquí, para no meternos en otras realidades. Confío en la visión de Martínez al proponerlo -por algo es mi candidato-, pero no aparece Lacalle Pou en sintonía real –reclamando debate público- ni Talvi, que ya sabemos lo que piensa del estado como jorgebatllista confeso que es.
La utilización mezquina de temas como el contenedor de droga hallado en Alemania o el lamentable comunicado de USA entrometiéndose en los asuntos internos y el estruendoso silencio casi cipayo, muestran una oposición de derecha muy oportunista y lejana a la madurez necesaria. También habría que decirlo sobre la izquierda radical – la falta de madurez- pero no es la opción de cambio planteada, aunque su opinión también importa pues es parte del sentir y pensar de parte de la sociedad.
No es cuestión de mayorías parlamentarias, cosa que puede facilitar las políticas de estado si quien lidera tiene la visión clara y, reconozcamos, que no siempre el FA ha hecho. Se trata de sumar energías para no ser arrasados por fuerzas muy superiores con otros fines ajenos al desarrollo sustentable e inclusivo, problema central de las políticas de estado. Si cuestiones como seguridad pública y social, educación de calidad para toda la población durante toda la vida, la dignidad de un empleo y un techo decorosos, etc., no son políticas de estado, estamos hablando de otros temas que no merecen tal rótulo.
Así planteadas las cosas, hacen bien Martínez y el FA –que debe terminar de entenderlo como política de conjunto y no del candidato- en empeñar su palabra y acción en esto pues nos va la vida como pequeño estado-nación, entre dos colosos que nada facilitan y un mundo más ancho y ajeno que nunca. Seguramente, un nuevo gobierno del FA coherente con esta visión logre dar pasos decisivos en esta dirección para consolidar este gran proyecto nacional llamado Uruguay.
¿Queremos políticas de Estado? Por Jana Rodríguez Hertz
Opinar sobre políticas de Estado basándose en lo que un candidato les dijo a otros en tiempos preelectorales es un sinsentido. Las políticas de Estado por definición trascienden partidos y períodos de gobierno, trascienden las pequeñeces y las circunstancias. Por lo que opinar sobre ellas basándose en pequeñeces y circunstancias -como lo es lo que puede decir cualquier candidato en campaña- va en contra de su propia razón de ser.
¿Es posible tener políticas de Estado? La experiencia indica que sí, siempre y cuando se haga foco en determinada área y no se espere que dure eternamente. Un ejemplo de esto es el proyecto de ciencia que tuvo Brasil, que duró más de 50 años, y que está siendo hecho trizas, literalmente, por Bolsonaro. Una política de Estado de medio siglo, que llegó a trascender incluso la dictadura militar, y que puso a Brasil al frente de Latinoamérica en materia de ciencia. Sin embargo, una política que fácilmente puede quedar reducida a casi cero por un gobierno delirante.
¿Y en Uruguay? ¿Es posible? ¿Es deseable? Creo que sí, forestación y matriz energética son ejemplos, por más que circunstancialmente haya habido distintos partidos oponiéndose. Esto muestra, incluso, que no es necesario que todos los partidos estén simultáneamente de acuerdo para que una política se lleve a cabo a lo largo del tiempo.
Creo que Uruguay estaría en condiciones de desarrollar una política de Estado en materia de ciencia, si bien habría un importante desacuerdo en materia de inversión, un tema que no es para nada menor. Ciencia es un área que brinda enormes beneficios con relativamente bajo costo, pero que necesita ser sostenida en el tiempo y requiere de acciones inteligentes.
Si me preguntan cuál sería mi política de Estado favorita, respondería sin dudar: Educación. Tengo, sin embargo, varios motivos para ser pesimista al respecto. Por un lado, el gobierno hizo la plancha en este rubro, tanto en contenido como prácticamente en inversión, aún después de haber prometido “un cambio de ADN”. Por otro, los partidos de oposición proponen políticas de shock o reformas, además de soluciones que no incluyen aumentos de inversión, lo que ya sabemos que es como prometer un edificio sin materiales. La Educación es un proceso permanente, tanto la de un país como la de cada individuo. Ningún shock serviría como política de Estado. Por otro lado, ninguna política de Estado en Educación puede tener el más mínimo efecto si no se tiene en cuenta a los docentes, piedra angular de todo el sistema. Y veo poco de eso en las plataformas de los partidos. Finalmente, para completar mi pesimismo, las discusiones se centran en el gobierno de la Educación y no en su contenido, en su ruta de viaje. Las viejas peleas de poder siguen ocupando el centro del debate. ¿Es posible una política de Estado en Educación con este panorama? No sé. Como sabiamente decía Oscar Wilde, no soy tan joven como para saberlo todo.
Los acuerdos están por José Luis Perera
Dijo Villar: … la opción en octubre es entre “oligarquía y pueblo”… Pero así como Mujica te decía una cosa y la otra, ahora Villar te dice una cosa y Martínez la otra. Y así como Villar señaló que “el pueblo somos nosotros”, Martínez salió a buscar a los representantes de la oligarquía, para buscar acuerdos. Uno llama a blancos, colorados e independientes a acordar políticas de estado, y la otra habla del “brutal proyecto neoliberal de la derecha”. Y uno no entiende muy bien cuáles políticas de estado se pueden acordar con quienes tienen un “brutal proyecto neoliberal”. ¿Es verdad que la contradicción de fondo en este país, es entre oligarquía y pueblo? A mi entender sí, porque en el fondo existe la contradicción histórica de clases, y de lo que se trata es de la lucha entre esas clases. Eso es una cosa. Pero muy otra cosa es decir que en octubre “esa” es la cuestión, y que de un lado está el partido del pueblo (el que hoy está en el gobierno) y del otro lado los partidos de la oligarquía. Porque en la democracia que vivimos, la que conocemos, los gobiernos no son otra cosa que meros administradores de los intereses de la clase dominante: la burguesía. Y es por eso que los partidos que pueden acceder al gobierno pueden perfectamente acordar en un montón de cosas. Sobre todo, en aquellas cosas que favorecen precisamente a las oligarquías, tanto a las criollas como a las extranjeras. Por poner un ejemplo, los partidos no tendrían ningún problema en pactar la continuación del modelo forestal celulósico ¿verdad? Recordemos simplemente que el modelo fue iniciado en un gobierno de Sanguinetti, que fué profundizado en un gobierno de Lacalle (que tiene fuertes intereses en el negocio forestal) y que fue llevado a la práctica a fondo por los gobiernos del FA. De manera que el discurso de Martínez es falaz; él quiere montar un decorado para algo que ya está pasando. No será nada diferente de lo que hemos venido padeciendo hasta ahora, ni diferente de lo que vendría si ganara otro que no fuese Martínez: un gobierno al servicio de la oligarquía y sus intereses. No habrá en octubre ninguna contradicción entre oligarquía y pueblo, no al menos entre las opciones con posibilidades de gobernar. Todos piensan gobernar para un modelo forestal celulósico. Todos piensan gobernar para un modelo financiero al servicio del capital, con bancarización obligatoria. Todos seguirán por el camino de las grandes inversiones que extranjerizan los medios de producción en pocas manos. Todos gobernarán para el agronegocio sojero, para las oligarquías que lucran con los transgénicos y los agrotóxicos. Esto es, los grandes acuerdos ya existen. Y si hay algún acuerdo puntual, por fuera de eso, pronto será olvidado, como aquel de 2014 que comprometía el 1% del PBI en inversión en Ciencia y Tecnología.
El Estado no es neutral por David Rabinovich
Es política «todo lo que los gobiernos deciden hacer o no hacer». Pero no toda política pública es una ‘política de Estado’; lejos de eso. Las decisiones suelen tomarse en función de prioridades que se definen por los intereses de algunos sectores de la población. Por ejemplo: Una devaluación suele ser reclamada por los exportadores y temida por quienes tienen deudas en moneda extranjera. Casi cualquier medida que se proponga tiene promotores y detractores. Como en las novelas policiales, aparece una pregunta clave: ¿Quién se beneficia?
Los acuerdos políticos interpartidarios siempre son posibles, aunque casi nunca pueden participar todos. En muchas ocasiones parecen imprescindibles esos acuerdos; en otras tantas, por lo menos, deseables. Pero la contraposición de intereses es natural, inherente al sistema. Aunque la conciliación entre las clases sociales puede ser un objetivo legítimo, deseable y buscado, nunca es fácil de alcanzar. Más pronto que tarde los antagonismos irreconciliables aparecen a la luz del debate público y las decisiones políticas deben analizarse de forma crítica, en función de cómo se dirimen esas contradicciones.
No siempre los diferentes estamentos sociales perciben sus intereses reales con claridad. Por su situación objetiva en la sociedad, un sector puede ser parte de las clases sociales subalternas, otro de las dominantes y sus intereses confluir en algún aspecto. Una industria nacional tiene dificultades notorias para competir con grandes firmas transnacionales, sus dueños quieren medidas de gobierno: “políticas” que protejan la industria nacional. Necesita además un mercado interno fuerte porque competir internacionalmente no le es posible. A esos empresarios les sirven salarios y jubilaciones que aseguren buenos niveles de consumo, pero muchas veces reclaman, como ‘política de estado’ que bajen los salarios y las jubilaciones. No son fáciles los acuerdos amplios.
Se reclama medidas que promueven la más amplia libertad del ‘mercado’como políticas de estado, y se las presenta como beneficiosas para ‘todos’. Desregulaciones, privatizaciones, apertura del comercio exterior, todo lo que promueven organismos como el BM y el FMI pero no fueron las bases sobre las que transitaron los países que hoy identificamos como ‘desarrollados’. ¿Por qué pretenden que los países periféricos hagan lo que ellos no hicieron?
Las dificultades para identificar con claridad los intereses objetivos de cada uno son muchas. Hay un ‘relato’ instalado en las sociedades contemporáneas que apunta a naturalizar las desigualdades, a banalizar las injusticias y criminalizar la protesta organizada. Es difícil imaginar la construcción de acuerdos sobre bases firmes para instalar políticas de estado.
Voces se pregunta: ¿Es viable realizar algo similar a Eduy21 con trabajo, seguridad y salud por ejemplo? No lo creo conveniente si el objetivo es la defensa de los intereses populares. Realmente no sé si es posible convencer a grandes sectores de la sociedad que las Cámaras Empresariales pueden promover soluciones nacionales y populares para los desafíos que se nos presentan. Porque en la rendición de cuentas de la Confederación de Cámaras Empresariales (CCE) se puede leer: «Además, se contribuyó como organización a la generación del think tank dedicado a los temas educativos, Eduy21, una de las principales fuentes de elaboración de propuestas para una reforma en esta área, que resulta impostergable». En el mismo documento los empresarios reclaman “Implementación de propuestas del libro abierto de Eduy21”.
No tengo dudas que intentarán hacer propuestas similares para otras áreas. Pero mercantilizar más todavía, la vida de la sociedad, no me parece una buena estrategia. Cuando se habla de Políticas de Estado debería asegurarse que miran por los intereses del 90% de la sociedad. Con el 10% que está en el vértice de la pirámide social difícil que haya acuerdo.
“Políticas de Estado”… en verdad, revelan lo oculto por Gustavo Melazzi
El último intento en el sentido de la consulta de Voces fue protagonizado mediante carta por un candidato presidencial a otros dos. Contenía sugerencias para establecer un “espacio de diálogo” con vistas a “identificar puntos críticos” (en educación, seguridad y empleo).
Sin análisis; sin criterios ni propuestas, uno piensa de inmediato en “una pompa de jabón” electoral. Existen desde décadas atrás cientos de los mentados “espacios”, por no hablar del Parlamento o el Poder Ejecutivo. Pero aprovechemos para profundizar un poco.
Estos discursos de políticas “de Estado”, así como sus hermanas menores que dicen buscar grandes acuerdos nacionales, siempre fueron efímeros, letra muerta, incluso en otros países latinoamericanos. En este sentido: un mito. Intentan reforzar la imagen de una sociedad integrada; sin grietas; de “centro”; en la cual se vende que “entre todos” saldremos adelante.
Su futilidad es lógica. No tiene sentido pensar que en una sociedad con intereses tan contradictorios como las nuestras, acuerdos “nacionales” en temas centrales sean viables.
El Estado tiene como función esencial controlar esas contradicciones y conflictos entre clases sociales y velar por generar aceptación. Lo hace en función de la específica hegemonía existente en la sociedad, de la cual es expresión. Por lo tanto, en este sentido profundo Políticas de Estado existen siempre.
Por contraposición, aquellas aspiraciones relegadas por esta dominación impulsan luchas en los más diversos ámbitos para construir paso a paso una hegemonía alternativa. La izquierda siempre avanzó así, desde antes de asumir gobiernos. Fue necesario un golpe de Estado para detenerla.
Acorde con ello, es inconducente pensar que sobre aspectos centrales de educación, seguridad y empleo puedan existir pautas comunes de acuerdo. Por más que se hable de “Políticas de Estado” en forma grandilocuente, dando a entender que se ubican “por encima de… ” ¿ciclos políticos; contradicciones; partidos?, la realidad no perdona.
Cuando se proponen, no tienen otro fin que una momentánea propaganda; un fetiche.
Lo importante: al hacerlo desde la izquierda, revelan que existe una clara y aceptada hegemonía de derecha. En la disputa central, de cómo distribuir la riqueza que el trabajo genera, se los utiliza como velos que encubren y disfrazan los temas de fondo.
Ante ellos…como el paisano: “no me engañan con cuatro mentiras // los
maracanases que vienen del pueblo // a elogiar divisas ya desmerecidas // y a hacernos promesas que nunca cumplieron” (S. J. García).
(agradezco los comentarios de O. Mañan)
La historia del Estado flaco por Roberto Elissalde
Los acuerdos que puedan poner en marcha políticas de Estado en Uruguay son considerados deseables por todos, pero impedidos por todos menos uno. ¿Quién es ese uno? No un partido en concreto, sino el partido que propone la tal política.
Lamentablemente el Estado uruguayo ha estado sometido a los vaivenes partidarios durante muchísimas décadas y quienes han desafiado al partido del poder (que históricamente fue el P. Colorado) lo han hecho para proponer el cambio total.
En la concepción del siglo pasado, el primer gobierno blanco vino para terminar con el segundo batllismo y por lo tanto nada debería quedar de él. Los militares, que gobernaron por el equivalente de tres períodos de cuatro años, vinieron a acabar con la “politiquería” de los políticos. Se metieron en un oficio que desconocían y destruyeron al país con su ignorancia. Después vino el “cambio en paz” de Julio María Sanguinetti, que dejó de poner a coroneles en las intendencias e intentó el retorno de la política como forma de negociar las diferencias en la sociedad. Lacalle, llegado en plena época neoliberal, intentó liberalizar el país y privatizar todo lo que pudiera, convirtiéndose en el ogro peludo de la izquierda. Sanguinetti volvió para evitar las contradicciones descarnadas de su contrincante, pero su correligionario Jorge Batlle volvió a apostar a la libertad de los agentes como camino de los cambios.
La llegada del Frente Amplio al gobierno no fue diferente: llegó para construir sueños y para deshacer los desastres de militares, blancos y colorados. Nada podía salvarse de esos tiempos (apenas las denostadas escuelas de tiempo completo de Germán Rama). Y efectivamente el FA instauró un gobierno centrado en los más necesitados, en los trabajadores organizados y en los derechos de los ciudadanos y ciudadanas. Y esta construcción se apoyó en un relato fundacional, que describía el nacimiento de un nuevo país.
La historia uruguaya, con una historia de alternancia flaca y con elencos que vienen a hacer todo de cero (esto pudo verse en los anteriores gobiernos de blancos y colorados, pero también en los del FA), olvidando lo que se hizo en el período inmediato anterior. Son pocos los ejemplos, como la política forestal o el ambiente de negocios favorable a el desarrollo de ciertos servicios, como el software, que hayan podido navegar sin mayores tropiezos a lo largo de las décadas.
No hay razones para pensar que ese espíritu fundacional no esté en quienes se postulan como “el recambio”. En esa alianza, entusiasmada por su retorno al poder, intentará construir algo nuevo, diferente a lo hecho por el FA. Legitimidad, en el caso de ganar con mayorías legislativas propias, no ha de faltarle a ese encare. Pero es seguro que corregirá errores del FA pero también destruirá logros de estos 15 años, porque su fundamento no está en la continuidad de ese Estado flaco de experiencias que vayan más allá de lo partidario, sino en expulsar del gobierno a quienes considera usurpadores.
Escribo desde la autocrítica. Y en parte también del temor a que un triunfo de la derecha no sea una alternancia común, sino que necesite convertirse en un retroceso para sentirse verdadera.
A los candidatos no los une ni el espanto por Carlos Luppi
Digámonos las verdades, por desagradables y políticamente incorrectas que puedan ser. No hay nada mejor en estos tiempos de cólera.
Ningún candidato presidencial, al menos en Uruguay, busca consensos con sus adversarios en vísperas de elecciones. Las elecciones que definirán la integración del Parlamento y los nombres de los dos candidatos que pasarán al balotaje, serán el 27 de octubre, en poco más de dos meses.
Vivimos ya en una competencia feroz, en la cual vemos incluso exhortaciones a que los uruguayos salgan en caravana a gastar sus recursos en Argentina.
Nada puede unir a Daniel Martínez con Luis Lacalle Pou ni con Ernesto Talvi, pero tampoco a éstos, ni a éstos con los «candidatos menores», y ahí tenemos los ataques de Novick a Talvi, por ejemplo. Es una lucha de todos contra todos.
Parafraseando al Maestro, no los unirá ni el amor, ni el espanto.
Precisamente algo que demuestra este período de lucha salvaje es la falacia de sumar automáticamente porcentajes (como los de la oposición conformada por el Partido Nacional, el Colorado, Cabildo Abierto, el de la Gente y el Independiente) como hacen algunos encuestólogos, porque los odios que se incuban son irreparables, y veremos alineaciones impensables en las urnas, por acción y por omisión. Por ejemplo, el Partido Colorado nunca hizo campaña orgánica por el Partido Nacional: Sanguinetti y Talvi pueden jurar amor a los blancos, pero sus pasados de degüello a lo Goyo Jeta (lean historia pasada y reciente) los condenan.
¿Lacalle y Sartori votarían a Talvi en segunda vuelta, pensando en 2024? ¡Ja!
Esta imposibilidad de acordar ahora, no impide que se crucen gestos como la carta de Martínez o las gentilezas de Lacalle Pou a Talvi, Manini, Novick y Mieres. Todos dirán que quieren acordar con todos, pero en los estrados y en los medios sacarán y clavarán los cuchillos más largos que tengan.
Otra cosa será cuando se defina un gobierno y llegue la hora de negociar cargos y posiciones bien rentadas: ahí también, recuerden mis palabras, veremos alineaciones, acaso puntuales, hoy impensables.
Por otra parte, en mi modesta opinión, ni la educación, ni la seguridad ni la salud constituyen la prioridad inmediata.
El desafío principal que tienen los uruguayos es elaborar e implementar un Proyecto Económico Social Integral de Desarrollo (como lo fue el expuesto en «Nuestro Compromiso con Usted», el programa de Wilson Ferreira Aldunate en 1971), acorde a los nuevos tiempos signados por la globalización de la economía y sus turbulencias; el cambio climático y la Cuarta Revolución Tecnológica, que, junto con maravillas, nos traerá la eliminación de entre el 40% y el 60% de los puestos de trabajo en el mundo; y que acaso retire de los mercados a alguno/s de nuestro/s principal/es producto/s de exportación.
Este Proyecto Económico Social de Desarrollo implica necesariamente la búsqueda desesperada de mantener y aumentar mercados (todo empresario debe saber quién le va a comprar antes de empezar a producir, y Argentina y Brasil están en recesión creciente), comenzando por insertarnos en la Alianza del Pacífico; y definir nuestro relacionamiento con las dos superpotencias, Estados Unidos y China, que están en movimiento, cada cual a su manera.
Estos temas, sobre los que no va a haber acuerdos, son los que deben estar en las mesas de discusión públicas, porque obligarán a los candidatos, y sobre todo a la gente, a tomar posiciones que pueden ser muy trascendentes, y acaso definir nuestro destino como nación independiente.
«Es la economía, estúpido» fue la idea – frase que dio la victoria a William Bill Clinton, y que acaba de determinar la estrepitosa derrota de Mauricio Macri.
Este mensaje tiene especial significación en estas elecciones, y para más actores de los que puede pensarse.
Deber democrático por Gonzalo Baroni
Es posible que existan acuerdos interpartidarios. Es factible que surjan políticas de Estado. Es deseable gobernar en algún nivel con varios partidos. El Uruguay no es ni será una nación de partidos únicos, ni de verdades absolutas. Sin embargo, en estos último años, el sistema político ha sido omiso.
¿Cómo es que tenemos una diferencial estabilidad institucional con respecto a nuestros vecinos? Asumimos que las grandes coaliciones, políticas y/o sociales, son las que han incidido profundamente en este hecho, sumado a que desde la salida democrática han gobernado todos. ¿Qué es lo que ha mantenido estos grandes acuerdos? La confianza interpartidaria y social. Pero el Frente Amplio con el uso de sus mayorías parlamentarias ha dañado la capacidad de diálogo entre partidos, ha menospreciado su liderazgo en el sistema político y ha jaqueado muchas de las bases para políticas de Estado.
Las coaliciones de gobierno post-frenteamplismo deberían incluir un acuerdo multipartidario en grandes puntos, con cierto énfasis en el programa del ganador. Eso implicaría que los partidos minoritarios dentro del gobierno, deberían apostar a que todos los puntos acordados se cumplan -con su propia impronta o no-, para que le otorguen cierta estabilidad a la ciudadanía en general. ¿Cuál es el beneficio de cumplir con la palabra? ¿Los electores castigarían electoralmente al partido que no cumpla? Todas esas preguntas retóricas se terminan respondiendo de manera poco alentadora para el lector. De todas maneras, hay que dejarlo planteado como un deber ser.
Tendría que existir un segundo nivel de acuerdo interpartidario. Esto abordaría partidos que tengan el mismo interés en algunos puntos, pero que no estén dispuestos a compartir una gestión. De esta manera podríamos tener coaliciones parlamentarias por áreas o por temas. Estas serían más frágiles en cuanto a su duración, pero podrían ser más potentes para sentar las bases para políticas de Estado. El compromiso no sería electoral, pero a su vez, existiría el incentivo a dejar plasmadas bases para una política pública que trascienda un período de gobierno, y por ende, que los partidos cooperadores también puedan “cosechar” parte de ese éxito.
Así mismo, debería caber la posibilidad de un tercer nivel de acuerdo, donde se debería incluir a gran parte del espectro político para hacer perdurar dicha política. Aquí debería existir una oposición permeable a los planteos, y un gobierno que actúe sin mezquindad electoral.
En una región donde las grietas políticas son cotidianas, nuestro país no se puede permitir excluir parte de su electorado ni mucho menos, permitir que parte de la ciudadanía, se sienta excluida por caprichos de liderazgo. Pasó con el Frente Amplio, y lo están expresando algunos líderes de la oposición. Hoy más que antes, gobernar en acuerdos amplios, debería ser un deber democrático.
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