Si bien algunas de las medidas propuestas por el proyecto de reforma constitucional, como la de permitir los allanamientos nocturnos ordenados por un juez, o la del cumplimiento efectivo de las penas para determinados delitos, son discutibles, y hasta pueden parecer razonables en el clima de inseguridad instalado, lo que debería zanjar la cuestión es la propuesta de abrir las puertas al involucramiento de las Fuerzas Armadas en las tareas policiales. No es la idea de esta breve nota abordar el contenido completo de la reforma, sino apuntar algunas líneas sobre este último aspecto. Para los impulsores de la reforma, la clave para vencer a la delincuencia está en fortalecer el músculo represivo de la sociedad. Un enfoque muy simple, apoyado en el instinto más básico de apelar a la fuerza más que a la inteligencia, y que ha sido ampliamente ensayado en distintos países de la región. El caso mexicano es paradigmático, y es el que mejor permite evaluar los resultados, dado que su aplicación tiene ya más de una década en ese país.
En diciembre del 2006 el ex-presidente mexicano Felipe Calderón llegó al poder anunciando con bombos y platillos el inicio de la «guerra contra el narcotráfico». Y la invocación a una guerra no tenía nada de inocente, ya que supuso el involucramiento directo de los militares en las tareas policiales. El promedio de homicidios en el país era por aquellos años de unos nueve por cada cien mil habitantes. Trece años después parece oportuno hacer un balance. ¿Cuál fue el resultado de estas políticas? ¿Logró México vencer en esa guerra a la delincuencia organizada, habiendo fortalecido vigorosamente su aparato represivo?, o al menos, ¿consiguió disminuir en algo los niveles de violencia en el país? La respuesta es que, muy por el contrario, la violencia aumentó de manera exponencial. Luego de quince años en los que el índice venía mejorando, la cantidad de asesinatos se disparó pasando de nueve a veintinueve por cada cien mil habitantes. Pero este fracaso estrepitoso apenas da cuenta de un fenómeno todavía más siniestro.
Justo antes de la investidura como Presidente de Peña Nieto, a seis años de iniciada la guerra de su antecesor, el Washington Post informaba de un documento reservado según el cual «más de 25 mil personas habrían desaparecido durante la presidencia de Calderón.» (1)
Daniel Wilkinson, director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch (HRW) hace un balance lapidario del período: “Desde que el presidente Felipe Calderón inició la “guerra contra las drogas” en 2006, las autoridades han promovido la idea de que las víctimas de la violencia fueron al mismo tiempo criminales y, por eso, merecerían lo que les ocurrió. (…) La militarización de la seguridad pública ha tenido resultados previsiblemente desastrosos. Las Fuerzas Armadas en México, al igual que en cualquier otro país, están hechas para la guerra, no para la seguridad pública, y tienen antecedentes de abusos graves contra civiles. Encomendarles que contengan la violencia delictiva fue echarle más leña al fuego. Durante el gobierno de Calderón Hinojosa, ello provocó abusos generalizados, como ejecuciones, desapariciones forzadas y torturas. Y no consiguió reducir la violencia. De hecho, es posible que haya sido un factor que contribuyó al drástico aumento de la cantidad de homicidios en esos años.» (2)
Durante la administración de Enrique Peña Nieto, entre 2012 y 2018, el proceso de militarización se profundizó, aumentando la cantidad de bases militares de 75 a 182, y como no podía ser de otra manera, los resultados no fueron diferentes. La periodista mexicana Carmen Aristegui lo resume de esta forma: “Peña Nieto ha legalizado el mecanismo y la estrategia fallida y contraproducente que ha generado una tragedia, una crisis humanitaria y de violación derechos humanos que ha arrojado decenas de miles de muertos y de desaparecidos, que esta generación no alcanzamos a entender del todo porque aún la tenemos de manera permanente en nuestras vidas”.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su informe «Situación de derechos humanos en México» de 2015, señaló que «la atribución a las Fuerzas Armadas de roles que corresponderían a las fuerzas policiales civiles y el despliegue de operativos conjuntos entre las fuerzas armadas y las instituciones de seguridad estatales y municipales en distintas partes del país, han dado lugar a mayores violaciones de derechos humanos y a una impunidad prevaleciente respecto de casos de violaciones a los derechos humanos que involucran a agentes de las Fuerzas Armadas».
Y prosigue: «En reiteradas ocasiones, la Comisión ha resaltado que es fundamental la separación clara y precisa entre la seguridad interior como función de la policía y la defensa nacional como función de las Fuerzas Armadas, ya que se trata de dos instituciones sustancialmente diferentes en cuanto a los fines para los cuales fueron creadas y en cuanto a su entrenamiento y preparación.»
La recomendación de la CIDH luego de más de una década de militarización no puede ser más categórica: se aconseja al gobierno a “desarrollar un plan concreto para el retiro gradual de las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad pública y para la recuperación de éstas por parte de las policías civiles a la par con el fortalecimiento de la capacidades de la policía para realizar tareas de seguridad pública.» Wilkinson, de HRW enfatiza esa arista del problema, el uso de militares para combatir al crimen organizado no hizo otra cosa que dejar de lado el objetivo esencial de crear fuerzas policiales capaces de realizar esas funciones»
Jan Jarab, representante en México de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos apunta en el mismo sentido: «El despliegue de las Fuerzas Armadas que ha tenido lugar durante la última década en la lucha contra el crimen no ha traído seguridad. En cambio, las personas en México han sufrido violaciones a sus derechos humanos y abusos por parte de actores estatales y no estatales, incluidas ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas“.
El informe de Amnistía Internacional 2017/2018 es igualmente lapidario: “la tortura y otros malos tratos seguían siendo generalizados e incluían un uso alarmante de la violencia sexual como método de tortura frecuente (…) Las investigaciones de los casos de personas desaparecidas seguían adoleciendo de irregularidades y las autoridades normalmente no iniciaban de inmediato la búsqueda de las víctimas. Persistía la impunidad de estos delitos, incluido el caso de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. (…) Las ejecuciones extrajudiciales no se investigaban adecuadamente, y quienes las perpetraban seguían gozando de impunidad”. (4)
Uruguay no es México, está claro. Pero en los últimos años venimos sufriendo un aumento en el accionar delictivo por parte de bandas organizadas vinculadas al narcotráfico y los homicidios se encuentran ya en niveles próximos a los que tenía aquel país hace quince años. Sería una torpeza imperdonable cerrar los ojos a todas estas evidencias y no entender que problemas complejos como la delincuencia requieren soluciones inteligentes, con abordajes multidisciplinarios, y que tengan en cuenta la experiencia acumulada en otras partes del mundo. Lo otro, ceder a la prédica demagógica y terminar creyendo que acá lo que hace falta es ponerse los pantalones, porque estas cosas se arreglan metiendo el peso a lo guapo, sería un gravísimo error. Pero sería además una mancha indecorosa para un país que es reconocido por su rica tradición garantista y por su rol de avanzada social en el contexto internacional.
- https://www.cbsnews.com/news/mexico-drug-war-has-led-to-26121-disappearances/
- https://www.hrw.org/es/news/2018/10/04/mexico-la-militarizacion-de-la-seguridad-publica
- http://www.oas.org/es/cidh/prensa/comunicados/2018/251.asp
- https://www.amnesty.org/es/countries/americas/mexico/report-mexico/
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