En la búsqueda de una dramaturgia propia, que tuviera que ver con el “ser” de esta región del planeta, el Laboratorio de Práctica Teatral se planteó explorar las posibilidades de autores como Mauricio Kartún o Witold Gombrowicz (polaco radicado en Argentina por más de dos décadas) pensando en desembocar en Roberto Arlt. Sergio Luján, director del Laboratorio, nos decía que en esa búsqueda: “encontramos la claridad de que ese ser somos nosotros mismos, que estamos acá afectados por todos estos contextos. Así que de algún modo el paso que teníamos que dar era ponernos de manifiesto a nosotros mismos”.
La búsqueda los llevó por lo tanto a una propuesta en que sus cuerpos ya no “representan” ideas o situaciones, sino que “presentan” una acción generadora de sentidos. Y nos topamos así con una de las formas en que se ha definido a la performance, esa actividad que camina en una zona entre las artes escénicas y las artes visuales. Dice Patrice Pavis: “El performer es aquel que habla y actúa en nombre propio (en tanto que artista y persona) y de ese modo se dirige al público, a diferencia del actor que representa su personaje y simula ignorar que no es más que un actor de teatro”. Y agrega Clemente Padín: “La performance, en razón de su índole contestataria y marginal, ha devenido, en tanto forma de expresión artística, en uno de los medios idóneos para comunicar esta constante insatisfacción que pueden provocar en algunos la injusticia e inhumanidad propias del sistema en que vivimos”.
Estas ideas están presentes en el último espectáculo del Laboratorio: Cómo poner en marcha un tren. En el programa aparece el sol de la bandera elevándose desde el horizonte de la “penillanura levemente ondulada” que es atravesada, además de por vacas, por un moderno tren y una celebración popular. La yuxtaposición de esos signos grafica la situación escénica que experimentaremos. Las dificultades para poner en marcha un tren son expresadas a través del esfuerzo de mover estructuras de hierro que chirrían y se golpean al ser manipuladas por los performers. Esas estructuras son controladas por leyes de la física newtoniana, no por los voluntarismos, y cuando esto no se tiene en cuenta la tragedia emerge. La memoria de nuestro país recuerda tragedias de este tipo, tragedias que no dejaron de ser reformuladas como un show macabro, que el Laboratorio presenta, osadamente y sin prejuicios, como una coreografía de cuerpos mutilados metidos en bolsas. Pero el tren además es el símbolo del progreso. El tren que como objeto real se abría paso a sangre y fuego en el oeste de los EE.UU, o en las colonias de las metrópolis en Asia y América Latina, hoy puede ser un símbolo para hablar de un continente que ha sido dominado por el discurso del progreso. Un progreso que se sigue abriendo paso a sangre y fuego, como en las comunidades mapuches de Argentina.
Una forma de interpretar el hecho escénico que está detrás de Cómo poner en marcha un tren conjuga el recuerdo de una tragedia puntual, mediatizada como espectáculo televisivo, con ese símbolo de un progreso imperialista (con el aval de los cipayos de turno) que aplasta todo lo que encuentra a su paso. Pero es solo una forma, el mismo Luján nos hablaba del Rancière de El espectador emancipado que apuesta a que sea el público el que con su historia personal termine de dar sentido a la propuesta escénica.
Sería una contradicción pretender clausurar en este discurso el sentido de las creaciones del Laboratorio, sí desde aquí esperamos que hayan nuevas funciones de Cómo poner en marcha un tren, para que los sentidos que provoca el espectáculo se sigan disparando.
Cómo poner en marcha un tren. Laboratorio de Práctica Teatral.
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