La semana pasada reclamábamos que al país le debería entrar luz, por algún lado. Pues bien, por fin entró la luz, y a raudales. Algunos partidarios, tanto del Frente Amplio como de la oposición, se atribuyeron la victoria en el debate que sostuvieron Andrade y Talvi en Canal 4. Estar o no de acuerdo con lo que los contendores sostuvieron en el debate no es lo más importante. Ninguno de los dos ganará las internas de su partido para, finalmente, pelear por la Presidencia de la República, y gobernar de acuerdo a esas reflexiones.
Hemos soportado 25 años de elecciones sin que los candidatos encontraran mérito para ponerse a prueba en un debate preelectoral con la ciudadanía de testigo. Así como el elector está constitucionalmente obligado a votar, bajo apercibimiento de “no poder otorgar escrituras públicas, ni cobrar sueldos, ni jubilaciones, ni pensiones, ni percibir sumas de dinero que el Estado le adeude por cualquier concepto, ni ingresar a la Administración Pública, ni inscribirse, ni rendir exámenes en la enseñanza pública, ni obtener pasajes para el exterior en ninguna empresa o compañía de transporte”, los candidatos deberían estar obligados a debatir públicamente, en principio, como una obligación espejo a los perjuicios con que se amenaza a un ciudadano que no está convencido sobre el destino de su voto. Esa “prueba de esfuerzo”, al menos se justificaría como culminación de un proceso de esclarecimiento, que, en buena medida puede estar disimulado por el arte de la actuación y la edición de los hechos mediante la propaganda política.
¿Que en un debate público puede haber un resbalón involuntario, ante la mirada atenta de la ciudadanía? Sí, pero un futuro Presidente debe estar preparado para eso. En las elecciones francesas de 1981, Georges Marchais, por el Partido Comunista, y Valerie Giscard d’Estaing, candidato de la centro derechista Unión por la Democracia Francesa (UDF), debatieron públicamente, ante una teleaudiencia récord. Giscard, entonces Presidente, venía golpeado por un par de escándalos, uno referido a haber aceptado diamantes, como regalo del dictador africano Bokassa, y de un hecho de corrupción protagonizado por su ministro de Trabajo. Pero Marchais también necesitaba un éxito ante su descenso frente a la creciente popularidad de Miterrand. Marchais tenía dónde golpear, más cuando el ministro de Trabajo de Giscard d’Estaing, acusado de comprar ilegalmente una serie de propiedades, había aparecido muerto en una piscina, y tras una dudosa investigación se había determinado que su muerte fue un suicidio. Pero Marchais, que parecía dominar la situación, recibió una pregunta inesperada: “¿Me podría decir qué precio tiene el boleto del Metro?” La pregunta del Presidente Giscard hizo trastabillar a Marchais. No supo contestar y no encontró cómo justificar su ignorancia. Se trataba del Secretario General del Partido Comunista, bastión de la clase obrera. A partir de esa pregunta ya ni los diamantes de Bokassa ni las propiedades de Robert Boulin tuvieron peso en el debate. Georges Marchais descendió a un cuarto lugar en la primera vuelta de las elecciones, y él, como conductor del PCF continuó marcando una estela descendente, abandonando, progresivamente, las posiciones eurocomunistas.
Ese pánico escénico que tanto temen los políticos acostumbrados a arengar a sus correligionarios, o a hablar con la prensa desde su zona de confort, de pronto ha llevado a los nuestros a afirmar que aceptan un debate sólo si les conviene. Una afirmación, por lo menos innoble, que contribuye al desprestigio de la democracia. Durante décadas se le llamó democracia al sistema político uruguayo, fundamentalmente, por contar con instituciones democráticas, y por el derecho al voto que amparaba al ciudadano. Pero eso no es todo. Es mucho pero no es todo. El proceso electoral en democracias consolidadas, culmina con una serie de debates que desembocan en uno, o varios debates entre los dos candidatos a ejercer la Presidencia del país. El circo y el espectáculo son cosas distintas. En una democracia representativa los ciudadanos deben recibir todas las certezas que el sistema le pueda proporcionar. ¿Puede un candidato no preparado para ejercer la Presidencia maquillar sus carencias ante un competidor que se ha preparado para ejercerla, y ante la atenta mirada de la ciudadanía? El resultado final puede ser distinto al resultado del debate, pero a quien decida que sólo debate si las encuestas le son favorables, habría que recordarle cuántas veces las encuestas han fallado, porque la confianza en el candidato, y la lectura que cada ciudadano hace de una comparecencia pública no son ciencias exactas, y hasta el menos instruido tiene derecho a decidir a último momento, hasta por reacciones, como la de Marchais, de rudo discurso, que perdió el debate por reconocer, en fracciones de segundo, que un Secretario General de la mayor fuerza de izquierda no podía desconocer lo que pagaba la clase obrera para ir a trabajar. Podía no saberlo, y podría haberlo confesado, sin que fuese demérito, pero se sintió atrapado en la culpa de su ignorancia y no supo cómo salir. El votante lo notó, y se decantó por Miterrand, que no posaba de conductor de la clase obrera sino de intelectual sensible, que vivía muy bien en la margen izquierda del Sena, y tampoco por Giscard d’Estaing, que había opacado su trayectoria política al aceptar los diamantes de un cruel dictador.
Oscar Andrade y Ernesto Talvi dieron un ejemplo cívico ejemplar. Dos jóvenes políticos, cada uno con sus momentos de nerviosismo, dieron todo lo mejor de sí. Menos de la mitad del país hacía fuerza para que el suyo no cometiera errores, otra cantidad similar esperaba lo mismo del otro precandidato, y no los cometieron. Entre las dos mayorías menores, hay un porcentaje de indecisos que habrá percibido el respeto hacia el país, y hacia la política, que esos dos hombres mostraron. De alguna manera fue una vuelta a la década del 80, cuando pudo haber empezado una historia distinta a la que hoy vivimos. Andrade, con su camisa blanca y su imagen del obrero, que ha sido en la realidad, Talvi, hijo de inmigrantes que pudieron mantenerlo dentro del sistema educativo, los dos representaron, en el debate de la semana pasada, el Uruguay que la ciudadanía se merece.
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