El Uruguay supo tener una tradición de tolerancia política auténtica y muy arraigada, elaborada desde su entraña y desde los revolcones constitutivos de su historia. Esa tradición fue arrojada al rincón de los trastos inútiles allá por los años 1960 – 1970. Fue restablecida -en mi opinión solo a medias- en los días del restablecimiento democrático (1984) empujada por el emblemático discurso de Wilson en la explanada municipal cuando, sin mención ni vestigio de reproches, ofrece y compromete gobernabilidad el gobierno de Sanguinetti. Esa tradición de tolerancia y cooperación ha seguido decayendo y el Uruguay de hoy, prácticamente en una víspera electoral, se aparta cada vez más de ella y se alimenta de intolerancia con espeluznante fruición.
Arranquemos con una mirada a la historia. Es bien sabido que la vida política en nuestro país nace bajo una forma bélica, con partidos políticos armados, con dirigentes políticos que son a la vez jefes militares, con guerras civiles y revoluciones. Las divisas nacen, como dice Caetano, con una concepción primitiva de la representación política y concibiendo el proceso de constitución del poder como un proceso simultaneo de apropiación del estado y de utilización de éste para derrotar militarmente a la otra divisa.
Pero eso cambia relativamente temprano en el curso de nuestra breve historia patria. Lo destacable es que ese cambio se produce a impulsos de las propias divisas. En 1872 se firma la Paz de Abril que acuerda la finalización de la llamada Revolución de las Lanzas.
La Paz de Abril se convierte en la fecha símbolo de consolidación de una tradición que dará solidez a la vida política nacional por muchos años. En esa instancia el gobierno, a los efectos de negociar la paz con Timoteo Aparicio, suscribe un acuerdo que establece que en cuatro Departamentos la administración será del Partido Nacional. Eso equivale a incorporar a la vida política y a la cultura cívica nacional el principio del reconocimiento recíproco. La gran innovación contenida en ese acuerdo consiste en la aceptación por parte del gobierno (desde la presidencia de Flores hasta ese momento todos los gobiernos habían sido colorados) de que hay cuatro Departamentos que son blancos, prácticamente todo el mundo allí es blanco. Esta es la primera muestra de una práctica política de coparticipación y de reconocimiento del adversario.
La esencia de la Paz de Abril fue el reconocimiento formal de que el otro, el adversario, tenía un lugar por derecho propio en la realidad política nacional. Eso otorgaba a ambas divisas no solo la tranquilidad de sus respectivas sobrevivencias sino la estimulante convicción de que el futuro de la joven nación oriental, no obstante, todas las controversias, reposaba sobre la acumulación de los aportes de ambos partidos. De alguna forma el Uruguay no quiso que en su seno alguien ganara todo y el otro perdiera todo y quedase afuera de todo.
A partir de esa fecha quedaba instaurado y legitimado un sistema apoyado sobre la admisión de que el otro iba a estar siempre presente y que, por eso, a la larga o a la corta, había que arreglar porque la viabilidad del país estaba asentada sobre los aportes de las dos divisas y no de una sola. La esencia del pacto de Abril fue la incorporación, a la geografía y sobretodo a la conciencia política, de que en este país, desde esa fecha en adelante, el adversario tiene y se le reconoce un lugar bajo el sol y que la construcción de cualquier futuro nacional requiere la participación de ambos.
A esta altura del texto pido al sacrificado lector que traiga la historia al presente, cambie los nombres de los protagonistas y relea todo lo anterior poniendo Frente Amplio de un lado y Partidos Históricos del otro. La tradición de la Paz de Abril se ha ido perdiendo y el futuro posible para el Uruguay pasa hoy por revalorarla. Los actores que tienen la obligación a la vez que la posibilidad de hacerlo a partir de las próximas elecciones es, según dicen las encuestas, el Frente Amplio y el Partido Nacional. Hacerlo quiere decir, aprovechando las campañas electorales inminentes, incorporar a sus respectivos discursos y proyectos para el futuro del Uruguay el sentido de inclusión y reconocimiento del adversario que supieron inducirle al país los protagonistas de la Paz de Abril.
Dos obstáculos se presentan para llevar esto a la práctica. Uno, desde el Partido Nacional y otro desde el Frente Amplio.[1] Desde el Partido Nacional quien más apremia por llegar ya a algunos acuerdos es Larrañaga. Él subraya que el próximo gobierno (que presume será del P. Nacional) no contará con mayorías propias y no podrá gobernar si no es en coalición. El cálculo respecto a un resultado electoral apretado parece ser correcto pero los tiempos que él maneja y la urgencia que le imprime no lo son. Es más importante determinar entre quiénes será el acuerdo que los temas que ha de abarcar (que siempre repite los mismos omitiendo otros como: reforma del estado, del sistema previsional, de las relaciones con el PIT-CNT convertido en actor político, etc.) Es imposible determinar ahora quienes serán los sujetos sostenes del acuerdo ya que antes de las elecciones internas ningún Partido tiene candidato. Es prematuro forzar la marcha para concretar una coalición: ahora es tiempo de hacer aceptable la idea.
En el Frente Amplio existe la misma convicción razonable de que el resultado electoral será ajustado y más parejo; de ganar otra vez el Frente no podrá seguir como un gobierno de Partido porque ya no tendrá las mayorías propias. Sin embargo, ningún dirigente frentista hasta ahora ha hablado de coalición ni dejado entrever que se le haya pasado por la cabeza. ¿Cómo piensan gobernar? Esta página en blanco es sumamente llamativa.
Siendo llamativo es, a la vez, explicable. En la tradición y formación frentista subsisten genes de un ADN marxista-leninista. Muchos frentistas son genuinamente demócratas y saben que lo característico de la democracia es la aceptación y legitimación de la discrepancia. En consecuencia, tienen reflejos políticos que habilitan acuerdos y no transan con la persecución y la eliminación del discrepante. Pero hay otros frentistas, que numéricamente no son mayoría, pero tienen peso interno decisivo, los cuales tienen otra cabeza política. Entre ellos no hay lugar para acuerdos. ¿Cómo se puede esperar aceptación de pluralidad de proyectos desde la identificación con una verdad única, un partido único, una única clase social portadora de progreso? Muchas cosas han cambiado desde la caída del muro de Berlín, la muerte de Fidel Castro y el desvanecimiento de Cuba que no permiten sostener en su integridad el viejo discurso. Pero no tienen otro. Por eso para ellos una coalición es impensable. Eventualmente la podrían necesitar, pero nunca la podrán hacer, no tienen condiciones para ello.
Los frentistas mencionados en primer lugar tienen las condiciones requeridas. El acuerdo que el país va a necesitar mañana, tanto para que haya un gobierno que pueda gobernar como para restablecer en la cultura política del Uruguay la noble tradición de la Paz de Abril, es un acuerdo en que el nuevo gobierno (ahora pienso en un eventual gobierno del Partido Nacional) incluya a la izquierda, con participación en el gobierno, en Ministerios, órganos de contralor y cargos de responsabilidad: es decir, que refleje, respete y se apoye en la realidad del país. Es sobre la vieja y noble tradición de la Paz de Abril que el Uruguay ha de tramitar y resolver el fin de una era –la de la hegemonía del Frente Amplio- y su evolución hacia otro período histórico que la sucederá.
[1] Creo que Novick introduce en la discusión pública del tema coalición importantes confusiones y simplificaciones, con una visión meramente aritmética y no política, pero no lo incluyo en mi análisis por considerarlo un actor político ocasional
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