En el mundo de la ópera, quizá sea uno de los momentos definitorios. La doble y cruel traición estaba sellada. Por un lado, Amonasro, Rey de los etíopes y padre de Aída, aprovechándose del amor de su hija hacia el valiente y heróico Radamés para obtener la información crucial para su ejército. Por otro lado, Amneris, hija del Faraón y perdidamente enamorada de Radamés, quien acecha a orillas del Nilo a la espera del desliz del guerrero para conducirlo a las garras de Ramfis, el temible sacerdote egipcio para su condena. El héroe, ya sabiéndose derrotado, asume su oscuro destino y se entrega, así, a la voluntad de sus dioses.
Por unos días, el escenario del Auditorio Nacional del Sodre se transformó en el antiguo Egipto. Aída desembarcó en Uruguay y nos devolvió a una senda que tanto nos representa: las de las grandes producciones escénicas. La ópera en su máxima expresión volvió a tener su nicho en un país que la ha recogido desde muy temprana edad, como una manifestación popular que llegó con los inmigrantes y que se cantaba en las calles, en las fiestas populares, entre los obreros.
Los años y la sociedad del espectáculo han puesto al género en otro lugar y esto nos obliga a repensarnos. Quienes tenemos la honrosa responsabilidad de conducir un teatro de las dimensiones del Sodre, recogemos el guante que la historia nos presenta y nos sentimos en la obligación de seguir siendo fieles a nuestros principios y a nuestra misión de ser líderes en la creación, producción y difusión de bienes y servicios culturales de las artes escénicas y musicales, y de fortalecer el vínculo de nuestros públicos, los de siempre y los nuevos con la enorme diversidad de las manifestaciones culturales de nuestro campo.
El regreso de Aída marcará un antes y un después en este camino. Esta producción que llegó desde nuestro querido y hermano Teatro Colón de la mano de Aníbal Lápiz, encontró en nuestra tierra a más de 200 artistas que hicieron vibrar las tablas junto a la Orquesta Sinfónica Nacional y el Coro Nacional del Sodre, bajo las direcciones de los maestros Nicolás Rauss y Esteban Louise respectivamente.
Pero este momento crucial de nuestra ópera significó también el regreso a casa, después de un lustro, del gran Carlo Ventre interpretando un memorable Radamés que ninguno de nosotros olvidará como tampoco lo han olvidado en Milán o en Verona.
La materialización de esta inolvidable Aída, de una obra que cuenta ya con más de un siglo de existencia nos revela una inminencia de algo mayor, de una universalidad en la que tierras tan lejanas, con sus culturas, con las gentes que las habitaron, las pasiones que los movieron y estremecieron, pero también los textos, la musicalidad, la literalidad, los recursos de la poesía, del teatro, de la historia, se cruzan en un lugar común, en un espacio crucial, el teatro; que nos reúne como ha reunido a lo largo de la historia a tanta gente, al son de palabras que coinciden en lo más profundo a pesar del tiempo y del espacio.
Hay obras que logran sustraerse a las limitaciones temporales que les imponen su tiempo y algunos discursos, y el abandono de la incredulidad al que somos invitados cuando se apagan las luces de la sala, nos lleva a ignorar jurisdicciones y a encontrar en la identidad local que se pone de manifiesto, la universalidad de un dolor que, a fuerza de ser puesto en escena una y otra vez, trasciende a formas de tragedia universal. Esa es la magia de la ópera, el género total.
*(Sacerdote, estoy en tus manos)
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