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Sanchos sicarios

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Marcel Sawchik es uno de los teatristas más activos de nuestro medio, actor formado en Alambique, empezó a desarrollar su interés por la dramaturgia y la dirección fuertemente influenciado por los lenguajes del cómic y del cine. Eso se podía ver en espectáculos como El último estertor (2006) en donde el flashback era recurrente, o El maestro del sueño (2007) inspirada en el cómic Little Nemo in Sumberland. Desde entonces ha desarrollado una dramaturgia que, además de incluir esas referencias formales, se carga de un aire onírico o afiebrado. Esas características fueron patentes en obras como Neso (2019) y El despojo, estrenada este año y publicada en la colección Teatro del INAE. Sin embargo el propio Sawchik confiesa que no le gusta repetirse, y en la búsqueda de ir por carriles más naturalistas y un tono de comedia es que llegó, ya a fines de este 2022, a estrenar El tigre del río.
La anécdota parte de la lectura del libro Historias de sicarios en Uruguay, una investigación del sociólogo Gustavo Leal, que relata algunas historias de asesinatos por encargo en nuestro país. Entre los aspectos del libro que más llamaron la atención de Sawchik, aparte de los costados escabrosos, está el insignificante valor de la vida para quienes cobran (y quienes pagan) unos pocos miles de pesos para matar a una persona. Quizá uno de los casos más terribles, el asesinato de una familia entera por un problema de herencias, sea también el que da más pistas sobre el abordaje que Sawchik da a su obra. La persona contratante en aquel caso vio un poco “débil” al sicario contratado, y le pidió que se auxiliara con un tercero, todo por el mismo dinero. Hay algo de tragicómico en esa historia real, y parece ser que de allí toma la punta de la madeja Sawchik para su historia.
Casiano y el Cacho son dos personajes muy distintos, y esto queda claro ya desde como se los nombra. Uno, Casiano, se nombra por su apellido, es un empresario del campo y gusta de la pesca. No pierde oportunidad para demostrar sus conocimientos sobre la pesca del dorado (pez conocido como el tigre del río) y sobre los materiales con que fue construido su bote. Cacho, en cambio, es nombrado por su apodo (ni siquiera por su nombre de pila), y parece ser una criatura sencilla, portadora de refranes populares que sirven para desviar la conversación cuando algo no se comprende del todo (“el que sabe, sabe”). Parece claro que la invitación de Casiano para subirse a un bote y hundirse en las profundidades del río, una tarde nublada y lluviosa, tiene intenciones escondidas. La habilidad del autor se trasluce en la capacidad de que esas intenciones surjan entre líneas, en un diálogo que transparenta las diferencias de clase y se carga de rodeos, pausas y susurros. Finalmente veremos como brota naturalmente y con humor un intercambio que narrado en crónicas policiales nos parecería terrible. Y allí está una de las claves. Quienes protagonizan este tipo de historias no son seres monstruosos e ignorantes de la moral, de hecho pueden hablar de moral y códigos para justificar su accionar.
Puede parecer complejo un abordaje en tono de comedia de una historia como El tigre del río, pero es una posible forma de acercarla para que nos interpele. En ese sentido el humor tiene algo de absurdo, y es imposible, pensando en dos personajes aislados con alguna intención criminal, no recordar a Harold Pinter y El montaplatos, aquella obra que reunía a dos sicarios en un departamento, obra que disparaba reflexiones que trascendían ampliamente a sus personajes.
El tono de comedia absurda se traduce al escenario merced al gran trabajo de Edú Montero y Víctor Tarde. Montero interpreta a Casiano, el personaje más bien aristocrático que pretende un vínculo informal con un Cacho intuitivamente desconfiado. Tarde le pone el cuerpo a ese Cacho que recibe información que no comprende pasándola por un tamiz pragmático, a lo Sancho Panza, y sacando conclusiones no del todo erróneas. Ya desde la primera escena, cargada de onomatopeyas, gruñidos y gestos más que de palabras, la obra se instala en esa zona que comunica más por los vacíos que quedan entre las palabras que por las palabras mismas.
Mención aparte para el ingenioso diseño del bote en que transcurrirá la mayor parte del espectáculo. Más que el aspecto “naturalista” del objeto, interesa en este caso la posibilidad de “recrear” la inestabilidad física en que se mueven los personajes viajando por un río, porque esa inestabilidad es parte misma del espectáculo, no es mero adorno.
Vimos El tigre del río en su última función, cerrando el encuentro Otro Teatro, que volvió a poner en primer plano la sala de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Esperemos que tanto la obra de Sawchik como la sala continúen dando pasos firmes el año próximo.

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.