En los últimos años se han publicado investigaciones acerca de la felicidad de las personas, incluso una lista de países más “felices” que otros. La Universidad de Columbia realiza hace ya varios años el informe sobre la felicidad mundial que contempla un total de 157 países (World Happiness Report). Cada año muchos países cambian de lugar en el ranking y es notorio que la pobreza, el desempleo y las crisis económica son factores que algunos autores entienden como determinantes, aunque en otros países no parecen ser relevantes.
En el año 2011 se publicó un artículo en el Journal of Economic Behavior & Organization, titulado “Dark contrasts”, sobre la paradoja de que los países “más felices” son los que tienen más altos índices de suicidio. Una interpretación del hecho es que en los países donde hay altos niveles de “calidad de vida”, los que no pueden acceder al estilo de vida de sus contemporáneos sufren por envidia una gran frustración. Me parece un poco ingenua la interpretación, atrapada en una visión reducida de la felicidad y de la frustración existencial.
Por otra parte, aparecen indicadores sobre lo que se necesita para ser feliz: tener seguridad económica, tiempo libre, comer sano, tener muchos amigos, libertad para tomar las propias decisiones, mayor esperanza de vida, buena salud, vida espiritual y cosas por el estilo. Nadie duda que son algo deseable y positivo. ¿Pero son causas o consecuencias de una vida feliz? Se apela así religiosamente a las neurociencias -que parecen una nueva metafísica materialista-, y aparecen académicos explicando por qué somos más o menos felices según indicadores y según la propia percepción de la felicidad.
Pero hay preguntas que no aparecen y que relativizan esos números:
¿Qué es la felicidad? ¿Se reduce al bienestar psíquico y material? ¿Es la felicidad un estado anímico que cambia como el clima? ¿Por qué hay personas muy pobres con un gran nivel de inseguridad que se manifiestan felices? ¿Por qué personas que tienen todas las cosas “deseables” para ser feliz, son profundamente infelices? ¿Si uno come sano, tiene seguridad económica y muchos amigos, trae como consecuencia una vida feliz? ¿Hay recetas prácticas para la felicidad? ¿No es un gran contraste que, a lo largo de la historia de la humanidad, personas con grandes carencias y capaces de grandes sacrificios fueran muy felices? ¿No será que reducimos la felicidad al bienestar psicológico y material? ¿No será el problema del sentido de la vida el fondo del drama de quien se siente infeliz?
Los reduccionismos positivistas
Nadie puede negar que las neurociencias y las investigaciones psicosociales aportan mucha información que nos ayuda a comprender mejor la vida humana y los modos de vivir, como hasta hace pocos años ni soñábamos.
El peligro es caer en los reduccionismos empiristas que reducen la realidad a lo constatable por la investigación, no cuestionando los presupuestos teóricos que hay detrás de las investigaciones. Se da por verdadero porque “los datos lo revelan”, sin cuestionar las preguntas que se hacen o los factores culturales, lingüísticos y filosóficos que condicionan los modos de pensar la realidad y de pensarse a sí mismo.
Se habla de los resultados de una investigación cuantitativa como si estuviéramos ante la totalidad de lo real, ante la única versión posible e irrefutable, sin tener en cuenta sus límites, variedad de interpretaciones y condicionamientos culturales.
La obsesión con “estar siempre feliz”.
En nuestros días la tendencia general es identificar felicidad con cosas que supuestamente nos dan bienestar, pasarlo bien en forma ininterrumpida, un placer continuo sin ninguna dirección y sin pausa. Paradójicamente, la pasión por tenerlo todo y vivir con la mayor seguridad y bienestar imaginable es la raíz de mucha ansiedad y de situaciones que lamentamos, porque la vida está llena de frustraciones, sufrimientos y adversidades que en la mayoría de los casos escapan a nuestro control y no se pueden esquivar. Otros, a lo sumo viven con la esperanza de que algún día podrán ser felices, cuando alcancen objetivos que son posibles, pero que a la larga no les completan. Y es que en una sociedad donde la vida se puede llenar de muchas maneras, las posibilidades de sentirse insatisfecho aumentan considerablemente.
A su vez hoy asistimos a un exhibicionismo de una felicidad artificial. Hay que mostrar por todas partes que se es muy feliz y que se lo pasa muy bien. Las imágenes retocadas de las redes sociales, la selección de momentos “paradisíacos” para mostrar a todos lo bien que se vive, es lo que Lipovetsky ha denominado: “Superexhibición de la felicidad”, donde consumismos el espectáculo de la vida “feliz” de los otros. Hacer alarde de satisfacción ha adquirido derecho de ciudadanía: las vacaciones fueron “geniales”, la vida que llevamos es “fantástica, increíble”.
Hemos pasado de buscar prudentemente la “felicidad” a proclamarla a los cuatro vientos en las redes sociales y reducida a pura “imagen”, pura fachada. La publicidad la ha vuelto un producto de mercado. Asistimos a una presión social por ser feliz, o por aparentarlo, que antes no existía. Esto claramente no hace que seamos más felices, más bien crea mayores dramas existenciales.
«Hoy, de alguna manera, cada uno se queda a solas con sus sufrimientos y sus miedos. El sufrimiento se privatiza y se individualiza, pasando a ser así objeto de una terapia que trata de curar el yo y su psique. Todo el mundo se avergüenza, pero cada uno se culpa solo a sí mismo de su endeblez y de sus insuficiencias» (Byung Chul Han).
En el libro “Happycracia” de Eva IIIouz y Edgar Cabanas se muestra desde una perspectiva psicológica y sociológica, cómo la búsqueda de la felicidad individual se está convirtiendo en un imperativo de la época actual, que, lejos de ayudar a mejorar la vida de la gente, puede estar provocando mayor exigencia personal, autocontrol y, a la postre, una fábrica de sujetos frustrados, llenos de ansiedad y deprimidos por estar demasiado pendientes de sus estados emocionales que “deben ser siempre positivos”. Y existe toda una industria abocada a la proliferación de libros de autoayuda, cursos de coaching, “influencers”, gurús e investigadores de la felicidad que ofrecen toda clase de técnicas para “ser felices todo el tiempo” y si no lo logras, el culpable eres siempre tu por tu falta de actitud o de fe en la propuesta.
¿De qué depende la felicidad?
Aristóteles escribió con claridad que la mayoría de los hombres se equivoca cuando sitúa la felicidad en el éxito personal, la riqueza o el honor. Se equivocan porque todos estos objetivos son efímeros, demasiado materiales, no dependen de nosotros y nos obligan a vivir pendientes de ellos, con el constante temor a perderlos. La ética de Aristóteles se propone explicar que sólo intentando vivir rectamente y como es debido se puede ser feliz. El sentido original de la palabra que traducimos por felicidad se refería en los antiguos griegos a una “vida humana completa”, una vida plena, donde lo importante no era el “tener”, sino el “ser”. Es tener una vida lograda, ser una buena persona, donde los bienes más altos son inmateriales y no se pueden comprar, solo cultivar en uno mismo.
Epicuro hizo una escala jerárquica de necesidades y placeres, estableciendo que las necesidades naturales y necesarias tienen un límite, pero las no necesarias no tienen límites, son como pozos sin fondo, que aumentan la voracidad insaciable con exigencias cada vez más opresivas que terminan haciendo infeliz al hombre. Sería como un círculo mortal donde lo necesario ya no basta y se lo considera demasiado poco y se experimenta que nada alcanza.
John Stuart Mill escribió al respecto que: “Pocas criaturas humanas consentirían pasar al estado de uno de los animales más inferiores con la promesa de conseguir el placer de las bestias… Un ser que tiene facultades superiores necesita algo más para ser feliz”.
“Que se haya puesto de moda la felicidad es catastrófico, porque se está diciendo a cada uno que piense en su felicidad psicológica y se rompe la relación de la felicidad pública. Es una vuelta al narcisismo. Se está encerrando a la persona en su felicidad y rompiendo el lazo con la felicidad social. Las propuestas de la psicología positiva son ferozmente reaccionarias y antiéticas. Estamos en una pobreza intelectual y un absoluto colapso del pensamiento crítico” (José Antonio Marina).
La filósofa española Victoria Camps a propósito de la educación escribe: “La contradicción no puede ser mayor. Los mismos padres que tanto cuidado tienen de que sus hijos no sean unos frustrados y que les dan todo lo que les piden consintiéndolos y sobreprotegiéndolos parecen no darse cuenta de que la insatisfacción de todos sus deseos y la creación de una expectativa tras otras, a la larga sólo causará más frustraciones, muchas más de las que derivan de un capricho momentáneo insatisfecho… Lo que los menores esperan de los adultos, aunque no sepan formularlo así, es que les enseñen a ser felices en lugar de consentirles todos los caprichos estúpidos que se les ofrecen”. Y es que cuando los estímulos y ofertas son ilimitadas y todas posibles, todo termina siendo insustancial e irrelevante, todo termina aburriendo. Cuando las cosas no nos cuestan, no tienen importancia.
Vivir una vida con sentido
El neurólogo y psiquiatra judío, Víctor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazis, enseña que la felicidad es la consecuencia de una vida con sentido, de una plenitud interior que no se ve aplastada por los factores externos, por más duros que sean. Y el sentido lo da un amor grande, valores altos por los que vivir y una vida espiritual. El ser humano, si quiere, es capaz de desprenderse de muchas cosas que lo harán más libre interiormente. Pero no solo es capaz de desprenderse, sino de autotrascenderse, de salir de sí mismo hacia el otro, hacia valores más altos.
Personas que viven según los estándares de “felicidad” del mercado y de la cultura orientada hacia el éxito, muchas veces sienten que la vida no tiene sentido y el vacío existencial los aplasta hasta sentir que la vida es absurda.
Solo quienes tienen una razón para vivir, un sentido por el cual dar todo de sí, alcanzan la felicidad. Esto tiene que ver con el amor, con vivir para otros, con entregarse y no tanto con pensar en pasarlo bien. Las personas más felices son personas entregadas a una causa o a otras personas, son personas que incluso en situaciones de gran sufrimiento, pueden sobreponerse y encontrarle sentido a su existencia.
Si como enseña Frankl, la felicidad de las personas tiene más que ver con la voluntad de dar un sentido a la vida, una finalidad, una dirección, más que con pasarlo bien y tener todo lo que se desea, ¿no significa que los padres y educadores deberíamos preocuparnos por enseñarles a nuestros hijos a descubrir un propósito que brinde sentido a sus vidas, en lugar de obsesionarnos con que estén “siempre contentos”?
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