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Singular entre los singulares por Nelson Di Maggio

Singular entre los singulares por Nelson Di Maggio
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El 8 de abril se cumplió el centenario del nacimiento de Alberto Abdala (1920-1986), referente de artistas uruguayos (Cyp Cristiali, Magalí Herrera, Lucho Maurente, Salustiano Pintos) surgidos en las décadas del 60 y 70, al margen de los circuitos y estudios tradicionales: los singulares del arte.

Pocos pintores aceptan reconocer con precisión el comienzo y el fin de la elaboración de su obra. Abdala empezó a pintar en 1968 y abandonó los pinceles de la misma manera súbita con que comenzó, en 1976. Un lapso que coincide con las muertes de sus hermanos Luis y Manuel, respectivamente. Lo consideró una evasión a las tensiones de la vida. Quizá no fueron muy distintos los motivos que impulsaron al doctor Pedro Figari en la madurez de una trayectoria pública y notoria a pergeñar sus cartones iluminados a la luz del recuerdo. Abdala es más que un pintor olvidado. Es un pintor desconocido. Nunca realizó una muestra individual, pero dejó cerca de 600 obras realizadas al óleo con colores Lefranc sobre diversos soportes (tela, fibra, papel, cartulina, vidrio). Pocos cuadros están firmados y fechados. Utilizó tamaños de mediano y pequeño formato, cuyas dimensiones mantuvo de manera constante. Todos los recursos operativos le sirvieron: el pincel, la espátula, el chorreado o dripping y las manos.

Hijo de inmigrantes libaneses, Abdala nació en Maldonado y en la misma ciudad hizo estudios secundarios. En Montevideo se recibió de abogado en 1946. Ejerció su profesión y la docencia en la misma institución en que se recibió y en la Universidad del Trabajo, cargos que abandonó al ser designado secretario de la Presidencia de la República. Electo diputado en 1950, mantuvo intensa actividad política en el ámbito parlamentario. Consejero Nacional de Gobierno y vicepresidente de la República, comentarista radial entre 1967 y 1969 y 1972 y 1973, algunas veces hablando directamente desde el Senado, puso de manifiesto un enérgico discurso en defensa de la justicia social, la paz, la defensa de la soberanía, las instituciones y la democracia en momentos difíciles para el país, con valentía, franqueza y lucidez, notas que caracterizaron su trayectoria de político y ciudadano.

De físico sólido, aunque dinámico, tenía la capacidad de amistar con espontaneidad y vehemencia comunicativa. Concentraba su expresividad en los ojos enormes y mirada intensa, acompañada de una gestualidad y una palabra que se correspondían con el pensamiento. Se multiplicó en un activismo político en el sentido helénico, como atento servidor de los problemas de la polis y de sus habitantes. Todo en él pareció ser una fuente inagotable de energía disparada en varios sentidos. Uno de esos sentidos se orientó hacia la creación artística.

Aunque no se consideraba pintor y su actividad pictórica fue «una evasión del espíritu, como la de un hombre que se pone a carpir», no fue al acto de pintar un recurso liberador a su ajetreada vida. Tampoco una gratificación temporaria de una postergada vocación. Menos aún, un trampolín para ampliar socialmente su personalidad política. Su actitud creadora, breve y acotada, se aparta de los cánones habituales de otros hombres públicos en circunstancias similares. Supo compensar su falta de oficio y de práctica con la experiencia directa por museos y galerías que visitó en sus numerosos viajes por el mundo. Quizá lo hizo a pesar suyo («viví de espaldas a la pintura», escribió) como una necesidad interior donde, por breve lapso, se encontró a sí mismo en el ojo de la tormenta creadora. No solo estuvo rodeado de amigos y correligionarios: algunos pintores (Juan Sarthou, Zoma Baitler, José Trinchín, Eduardo Vernazza) y fotógrafos (Rómulo Aguerre, que luego ordenaría su obra) compartieron sus inquietudes en diálogos frecuentes.

Lo cierto es que, luego de unos tanteos primarios, casi de repente, nace el pintor seguro, sin asomo de titubeos en la composición, inventando técnicas y descubriendo sonoridades cromáticas nada frecuentes en el arte nacional. Pero además, en esos ocho años de labor, su obra tiene una unidad de elaboración como si una mano segura de lo que quiere hubiera cosechado en un acto único la diafanidad y transparencia de sus trabajos sobre vidrio evocadores de las suntuosas lámparas sirias, las cerámicas turcas, los tejidos del Medio Oriente, las miniaturas persas, las joyas del Museo Topkapi, esa sensualidad clara y rotunda, patrimonio del arte musulmán.

Los años sesenta fueron definitivos y definitorios para la sociedad uruguaya. Acompasando los cambios profundos a escala internacional, el Uruguay sintió el sacudón transformador en lo político-económico y cultural. Fue la antesala de los años de plomo de los setenta. En las artes visuales los códigos se modificaron con rapidez. Del informalismo y la virulencia de la subjetividad al dramatismo opositor del blanco y el negro, una suerte de anticipo de la atmósfera espiritual que vendrá, se pasó a la neofiguración procedente del pop art angloestadounidense, una zona de influencia cultural que empezó a gravitar con fuerza creciente. La complejidad estética en permanente ebullición y metamorfosis.

Es posible conjeturar dos tendencias en su obra. Una figurativa, de los comienzos y otra posterior, abstracta. Una abstracción orgánica que tiene al vidrio como único soporte. Es el período más fecundo y original. Llevan el título genérico de Composiciones abstractas, Composición o Abstracto, miden entre 40 x 30, 50 x 70 y 34 x 24 centímetros; excepcionalmente se encuentran de 32 x 28 centímetros. Rara vez están fechadas. Tampoco se preocupó por firmarlas. Sin esfuerzo, recuerdan a los informalistas europeos (Sonderborg, Degottex, Fautrier) y uruguayos (Pavlotzky) de gran difusión en su época.

Aunque su paleta es variable y pasa de los contrastes de blanco y negro al color, es el fuerte cromatismo, el vértigo de manchas o gotas que agrupan en remolinos, corrientes que arrastran vegetales, más intuidos que figurados, ritmos orgánicos que convocan al receptor a seguirlos en su atrapante entramado de rojos, verdes, violetas, amarillos, naranjas surgidos directamente del tubo. Al trabajar de un lado del vidrio, sobre el cual pega (no en todos) un papel de diario, el cuadro terminado se ve del otro lado al revés. Como si hubiera calculado al máximo el efecto, esos vidrios, convenientemente iluminados, adquieren una intensidad cromática de irradiante energía. Hay series en las cuales predomina un color y establece una unidad visual. Es siempre una pintura solar y espontánea, fresca como el agua que cae, y que por eso elude, automáticamente, las trampas de lo decorativo. Seguir las variaciones de esos vidrios o de las monocopias, nunca repetidos, aunque de gran unidad interior y férrea concepción plástica, es asistir a la gratificante sensación de descubrir una personalidad auténtica, hasta ahora ignorada del gran público y especialistas.

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