El testimonio coloca al público más cerca del fuego que del bronce. El relato testimonial tiene un componente historiográfico en clave subjetiva. Sus zonas de valor son múltiples, pero una es fundamental: tomar la vía emocional para leer el contexto histórico.
Las historias de vida suponen acercarse a una sensibilidad del momento y hacerlo desde la singularidad. La cuantificación, lo sabemos, hace perder las dimensiones reales: magnifica, pero no identifica. En cambio, una voz que cuenta, una historia narrada —ya sea en su perspectiva de protagonista o de cronista— pone en acción los reflejos de la sensibilidad. La historia, en cambio, activa los procesos intelectuales.
Sucede con la palabra escrita, con la oralidad, con la imagen: una serie de números aterradores muestra la crisis de los migrantes en el mar Mediterráneo y los desplazados por las guerras de Medio Oriente. Pero bastó que apareciera la foto de un único niño, solo, muerto en la arena, para que el problema asaltara las almas. Una situación singular atraviesa a toda la sociedad, nos interpela como especie y genera un vínculo con el pasado relatado.
Si bien la historia está llena de huellas y relatos testimoniales, podríamos decir que la era moderna parió la categoría como tal en los años sesenta del siglo XX. Allí, según diversos autores, se dio rienda suelta a la literatura testimonial, particularmente en América Latina, y se consolidó como género literario, siendo para muchos un hecho político-literario. Aquello que había sido desdeñado por la literatura clásica —aunque sus recreaciones usufructuaran solapadamente de los hechos reales— comenzó a adquirir otra relevancia, fuera por la convulsión social o por el premio establecido por Casa de la Américas (Cuba). Un atractivo más para quienes daban testimonio de su lucha.
Una cierta excepcionalidad en lo vivido, la exposición a situaciones límites, la canallada no habitual, el sufrimiento, las leyes interpeladas, el poder lesionado o la especie mancillada, la necesidad de exorcizar los malos espíritus o poner en orden los buenos, todo esto y mucho más son el barro que llama al modelado de cada historia, de cada testimonio a lo largo de la humanidad. Eso, claro, enmarcado en la necesidad de contar que todos llevamos con nosotros desde la ida a comprar el pan, la jornada de trabajo, el estado afectivo, o lo rica que estuvo a cena.
Contar, contar y contar. Hace poco pretendí decir, como un hallazgo personal, que todos estábamos hechos de historias, pero días después descubrí que ya había sido dicho no solo por un escritor, sino por muchos. La originalidad herida no le quita mérito al concepto.
En el testimonio, a diferencia de la narrativa de ficción, el héroe no protagoniza el conflicto, sino que sintetiza la colectivización de situaciones vividas, adversas, inesperadas, durante un momento determinado.
Pues bien, en todo eso se inserta el libro que hoy tenemos entre manos y que viene a sumarse a las decenas de testimonios escritos, filmados o simplemente orales que repasan nuestro pasado que ya dejó de ser reciente y es, para las nuevas generaciones, sencillamente distante; tanto como el gobierno colegiado, como el campeonato del 50 o la dictadura de Terra lo fueron para mi generación.
Basta pensarse uno en relación a sus mayores o en relación a los acontecimientos vividos en el país y en el mundo cuando no existíamos, cuando no habíamos nacido, para comprender la necesidad de una memoria caliente, una memoria hirviendo, una memoria en llamas. Es necesario que las nuevas generaciones se den por enteradas de lo que son las prácticas fascistas a través de la disección de la historia, pero más importante aún es que sientan lo que esas prácticas hacen en el ánimo, la integridad, el espíritu y la libertad de las personas.
Cada testimonio tiene el valor de la subjetividad. Puede haber diferencias en forma, en contenido, en la lectura del pasado o pueden resultar exactamente idénticos (en realidad, nunca lo serán). Nunca un testimonio será igual al otro, aunque relate lo mismo, iguales extrañamientos, iguales alegrías, idénticos reencuentros o parecidas soledades. Somos seres singulares y la diferencia radica en quién cuenta la historia.
Hace algunos años una compañera me contó una historia tal vez parecida, como decía, a muchas de las historias que la mayoría conocemos. Ella había venido del interior siendo una adolescente, no recuerdo su edad exacta, pero era muy jovencita y también muy desprevenida, ingenua, podría decirse, o en ese rol la coloqué yo mientras ella contaba. Ahora, siendo una mujer adulta, recordaba que cuando vivía en la casa de su tía se le había encomendado una responsabilidad: todos los días, a una determinada hora, tenía que dejar en la puerta de un apartamento que había en fondo de la casa un plato de comida. Vaya a saber qué invento le hizo la tía para que ella no se quedara prendada del misterio. Pero aparentemente fue exitoso, porque según contó nunca supo para quién dejaba ese plato. Terminada la dictadura, aquella jovencita se transformó en adulta y una tarde se acercó a una rueda de personas que conversaban con Ramón Cabrera. Quiso el azar, el destino, o la picardía de Ramón, que en el preciso momento en que ella se acercó Cabrera estuviera recordando la significación que tenían para él, por razones de hambre física, pero sobre todo de hambre espiritual, los platos de comida que le dejaban en la puerta de uno de los apartamentos que habitaba en la clandestinidad. Cuando ella me lo contó todavía se emocionaba, y me emocionaba a mí, claro, por haber sido reconocida de aquel modo en el anonimato. La historia terminó cuando ella lo abrazó y con la voz entrecortada le dijo: era yo quien te llevaba esos platos. Pero esa historia, en realidad, no debería terminar nunca, y debería engrosar la trenza de los testimonios de época.
Justamente, recorriendo los relatos de Luis, leyéndolos, iba descubriendo el sutil montaje de una épica de los sin épica. Lo decía en la contratapa del libro, que se recogían, a través de la voz en primera persona del narrador y protagonista, la historia de hombres y mujeres, de jóvenes y adolescentes, de viejos y viejas que supieron mantener el fascismo a raya a través, precisamente, de un plato de comida caliente o de un par de zapatos para que quienes caminaban en la oscuridad de la noche o del día, en los subterráneos de la esperanza pudieran seguir su combate. El relato de otros combates no dejó lugar, por ejemplo, al de un padre del que se habla aquí, batllista de la primera época, abogado que, como tantos otros, que sin ser penalista ejercía como profesional, sin posibilidades de éxito, en la defensa de sus hijos e hijas presas. Así es, entre las bestias, padres y madres, hijos e hijas y hermandades —no necesariamente de sangre— tuvieron que estar de distintas maneras para que los afectos sortearan el fascismo hasta derrotarlo.
Luis tuvo su propia travesía y eso le da singularidad a los relatos, él es el protagonista de ese viaje insólito por la rebeldía y el dolor, pero le preocupa expresamente que allí aparezca el colectivo, la otredad, las barcas cargadas de miles de personas desde donde se lanzaban dardos al poder, de los modos más osados o desde las pequeñas cotidianidades.
Y también hay humor, pequeñas pastillas que irrumpen siempre donde hay vínculos humanos y bajo cualquier circunstancia. Este es un inmenso aporte a la memoria —a la nuestra—, pero también es la posta que Luis pasa a las futuras generaciones y que va a encontrarse con ellas en el lugar más adecuado para que aquellos años sean vividos y no solo aprendidos, para que ardan en la memoria. Y ese lugar es la emoción.
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