El pecho tachonado de condecoraciones, mira al frente el Almirante del extinguido Imperio del Brasil.
Sus ojos de bronce, que conocieron de cerca el fuego, la sangre y la gloria, siguen buscando algo que se oculta más allá del horizonte del tiempo.
Los vendavales de la historia lo trajeron hasta aquí. En esta frontera seca, sin océanos próximos en los cuales soltar las velas de sus naves invictas, ordenar tonantes descargas de cañón o desembarcos heroicos, encalló.
Extraviado en este hoy tan lejano de sus pretéritas hazañas, está solo el Almirante. A pesar de que lo rodean los hijos de su pueblo, habitantes del futuro que creyó columbrar en sus visiones de grandeza. Sin saberlo, les ha dado la espalda; y ellos a él. Así -esculpido el uno en metal, en carne, sangre y hueso amasados los otros- permanecen, cada cual en lo suyo, ajenos, como si no fuesen parte de la misma nación.
Y aquí continuará, en la quietud de este remanso, añorando la brisa salina en el rostro, el chisperío de los rayos del sol cuando pegan en la perlada corona de las olas y un golpe de timón que lo devuelva a su elemento, las infinitas aguas de la mar.