Te conozco, mascarita

Entra a la tienda. Va directo a donde está lo que busca. Se para frente al exhibidor…

Si alguien le hubiese dicho, hace cuatro años atrás, que algún día se pondría una de estas, le hubiera dicho que estaba loco. Durante mucho tiempo, cada vez que las noticias mostraban a aquellos orientales que parecían haber asumido su uso con la mayor naturalidad, le pasaba un pensamiento por la cabeza: “¡Pobres, qué horrible ha de ser vivir así!”. Por aquel entonces, cuando oía a alguien vaticinar que algún día el mundo entero andaría embozado de aquella manera, se reía para sus adentros. “Cuentos chinos”, descartaba la idea.

¡Lo que va de ayer a hoy! Aquel que fue no reconocería a su ser actual. Para muestra, un botón. Antes de entrar a este comercio, anduvo mirando las que vendían en los puestos de la calle. Algunas no le gustaron por el diseño (poco anatómico en la mayoría de los casos); las de más allá, por el tamaño (más grandes o pequeñas de lo necesario); otras, por los estampados (demasiado estridentes unos, excesivamente monótonos los otros). Y quién le iba a decir que el asunto del precio dejaría de importarle (con lo que se compra la que ahora tiene ante sí, podría adquirir una caja de cien de las sanitarias de papel). Pero, así y todo, llegado el momento en que la vendedora se le acerca y le pregunta si lo puede ayudar, le dice que va a llevar cuatro de esas negras (es necesario tener recambio). Nada más volver a la calle, saca una del paquete. Se quita la que llevaba puesta y la sustituye por la nueva. Usa la vidriera como espejo. La imagen reflejada lo deja satisfecho. Hasta podría decirse que, en cierta medida, le parece elegante. Ver para creer.