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El techo de tus sueños

El techo de tus sueños
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Hace casi dos años que el hombre se mudó a su nuevo barrio. Sin embargo, no fue hasta un día de la semana pasada que cayó en la cuenta del asunto. Iba camino a su hogar por la vereda de enfrente a la de su edificio. Le faltaban unos trescientos metros para llegar. Puesto que la calzada es ancha, desde su posición percibía, en perspectiva, la acera al final de la cual se levanta su morada. Así las cosas, pudo apreciar que cada una de las tres cuadras ante su vista está ocupada por un bloque de apartamentos más o menos de la misma altura que aquel en el cual él habita. Asimismo, se percató de que, por obra y arte del avance de la urbanización, también aquellas construcciones guardaban un orden cronológico. La de su casa era la más vieja; la de la cuadra de en medio, de un par de décadas después; y aquella que tenía frente a sí, la más reciente.

Recién entonces vio el detalle que lo llevaría a una de sus habituales digresiones mentales: el edificio más nuevo tiene seis pisos; el de en medio, cinco; y el suyo, cuatro. Es decir, se dijo, según pasó el tiempo, los constructores fueron haciendo más apartamentos en el mismo espacio; y la solución “mágica” para lograrlo consistió en bajar el techo sobre las cabezas de quienes se transformaron en dueños o inquilinos de aquellas viviendas.

De esa constatación pasó a un recuerdo. La casa en la que se crió en Mercedes, comparada incluso con la que vivía ahora, tenía unos techos muy altos, de casi cinco metros. Durante su niñez y adolescencia, le gustaba echarse de espaldas en la cama, quedarse así, mirando el cielorraso y perderse en evanescentes divagaciones y fantasías. En aquellos momentos, sentía que sus pensamientos se proyectaban hacia lo alto y aleteaban en busca de nuevos horizontes. A los dieciocho, cuando se mudó a Montevideo, durante los tiempos iniciales, al entregarse a aquellos divagues “decúbito supino”, percibía cómo el techo  se le había venido encima, cuestión que lo incomodaba un tanto. Empero, animal de costumbres al fin y al cabo, terminó por habituarse. Y, en la actualidad, cada vez que vuelve de visita a su antigua vivienda, los primeros días de su estancia, le cuesta conciliar el sueño. Le parece que el techo ha fugado hacia lo alto, hecho que lo descoloca. Es que se ha acostumbrado a dormirse con un plafón relativamente bajo.

Por asociación de ideas, recordó que en algún lado había leído sobre una situación que, cambiando lo que hay que cambiar, le resultaba análoga. Le aconteció al poeta español Marcos Ana. El bardo, además de un enorme escritor, fue el preso que pasó más tiempo en las mazmorras del franquismo. Y contaba que, al salir de la cárcel, por haber estado tanto tiempo entre muros que solo le permitían mirar a corta distancia, su nervio óptico se había alterado de manera tal que no podía ver a lo lejos y, si intentaba hacerlo, se mareaba hasta el vómito. Hubo de pasar años antes de recuperar la visión normal.

Uniendo los razonamientos anteriores, se interrogó: ¿no será que, al hacer techos cada vez más bajos, sin darnos cuenta, estamos afectando nuestra capacidad de imaginar y soñar? De esta a la pregunta siguiente, pasó sin solución de continuidad: ¿y si esos pajarillos traviesos que son los productos oníricos del ser humano necesitan espacio para despegar, tomar altura y volar?… ¿No estará la especulación inmobiliaria actual (que en cualquier momento va a llevar a que se construyan apartamentos ataúdes, como esos que dicen las noticias que existen en Hong Kong) cortándoles las alas a nuestros sueños?

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