Al dar nuestra opinión sobre el estado actual del trabajo y los asalariados, si partimos de concepciones basadas en lo económico en un análisis marxista -que cuestiona el modelo capitalista y ve al Estado como una entidad que sirve para normar la dominación burguesa por sobre clases y categorías sociales-, observamos que la globalización cuestiona al Estado-Nación cuando mercantiliza a la población participante y genera desintegración social en sectores que no alcanzan el empleo asalariado. Se entenderá mejor el sentido de esta posición primaria básica si afirmamos que el derecho y el Estado que lo respalda cumplen la función objetiva de garantizar las condiciones de reproducción constante de las relaciones de producción de tipo capitalista. Y como esas relaciones de producción son, a su vez, la base de las clases sociales y su relación asimétrica de dominación-explotación, la normativa, también, expresa y es garantía de esa dominación de clase propia al modo de producción capitalista: la denominación burguesa.
Por otra parte, al poner en crisis a la sociedad asalariada y provocar la falta de seguridad social o la pérdida de ésta, altera las regulaciones laborales al inclinarse por fórmulas más flexibles, al tiempo que modifica la consideración hacia el trabajador y sus facultades en materia de derechos políticos. Se trata de sociedades cuyas autoridades recaen en una tecnocracia que define al trabajo como factor maleable de la producción económica cuyas características se amoldan según los diversos momentos económicos y sus cambios.
El modelo al que muchas naciones se sujetan e impera mayoritariamente lo llamamos -desde las últimas dos décadas del siglo XX- neoliberal, teniendo como objetivo político-laboral esencial la desregulación del sujeto productor. De esta forma, se construirá y moldeará el derecho laboral considerando al asalariado como objeto individual, al tiempo de estrechar la actividad del Estado de salvaguardia del trabajador enfrentado al capital, lo que supone -para casos de conflicto- sostener el propósito de que la acción colectiva emprendida por un sindicato, progresivamente pierda valor y consistencia. Por tal camino, los convenios colectivos de trabajo -entendidos como parte fundamental de la organización social- se pretende ignorarlos y, en todo caso, ajustarlos a normas que se adecuen a la flexibilidad laboral y contractual. Ciertos estados, al prever instancias de crisis laboral, se propusieron la aplicación de medidas sociales de mitigación para atemperar el crecimiento del desempleo. Hay que decir, en este ángulo, que en términos generales esta política no alcanzó las metas deseadas y desde el punto de vista social resultó en un aporte a las críticas de grupos conservadores acerca del comportamiento del Estado y a la baja estimación de los desempleados beneficiados.
Si consideramos los resultados de la política aplicada por los gobiernos, a instancias de diversas consejerías y obligaciones impuestas por organismos internacionales -ponderados positivamente por distintos dueños del capital concurrentes al mercado mundial, que tienen al trabajador como individuo y como tal desregulado laboralmente- producen consecuencias políticas. Entre éstas, una sumamente grave es la que atañe al tema democracia: de acuerdo con lo proclamado el productor individual no precisa el régimen democrático que sí es requerido cuando existe una actividad social conjunta. Entonces, la reforma laboral neoliberal tiene como finalidad política básica la instalación de un gobierno estatal que medie entre individuos y empresas, donde, además, se rebajen los costos laborales.
La globalización (término que logró imponerse al europeo de mundialización) se caracteriza por la multiplicidad de interconexiones entre los estados y las sociedades que construyen el sistema y la intensificación de la interacción entre las naciones. En resumidas cuentas, diremos que el neoliberalismo y sus aplicaciones tecnológicas han impuesto la desregulación gubernamental en los mercados de asalariados de bienes y servicios, cuando no el desempleo. En todo caso se trata de una concepción teórica en que el Estado debe participar con una economía activa que desregule el mercado y garantice todas las formas de propiedad.
Hay cientistas sociales que ya se ocupan de formular teorías en las que anuncian “el fin de los paradigmas”: el empleo y la división social del trabajo dejaron de ser elementos consustanciales y parte componente de la sociedad; se está ante la hora final de la “modernidad” y el momento del advenimiento de la “post-modernidad”; el empleo asalariado de ocho horas, con normas obligatorias para los empleadores y sindicatos, al parecer, vive sus últimos momentos.
De acuerdo con la idea general que alienta el neoliberalismo, las autoridades de los Estados tienen su papel central en el monopolio, amenaza y aplicación de la violencia, aunque en el discurso destaquen el respeto a valores democráticos: sobreviene una dualidad obvia entre la conservación de un orden social favorable al capital y la vigencia de derechos políticos adquiridos. Así las cosas, la cesantía en un mercado laboral en descenso -que sumerge al sujeto en el desempleo-, la flexibilidad agregada a los contratos y a los salarios, unidos con los nuevos procesos de trabajo, ponen a los asalariados ante un retroceso histórico con imprevisibles consecuencias futuras. Todo lo anterior establece un escenario de amplia fragmentación social, menguada interrelación y límites a las de por sí acotadas soberanías de los Estado-Nación de la periferia.
Si hacemos un poco de historia para sondear a quién debemos el actual estado de cosas, nos encontraremos con la década de los 80 del siglo pasado y en ella con Margaret Thatcher y Ronald Reagan argumentando contra el déficit público y buscando a través de la desregulación económica y laboral, las privatizaciones, los ajustes al gasto público y la reducción de impuestos a las empresas para superar la crisis de estanflación en que se encontraban, sobre todo, el Reino Unido y Estados Unidos. Como países dominantes de la cadena capitalista central, impusieron su óptica en América Latina y Chile fue el primer país que aplicó la política económica neoliberal junto a las dictaduras militares de Argentina y otros países. En los años noventa se generalizaron estas concepciones en gran parte de Latinoamérica siguiendo la aplicación emanada del llamado “Consenso de Washington” y ejecutadas a través del FMI, el Banco Mundial y el BID.
Al economista monetarista Milton Friedman se le deben las hechuras iniciáticas del modelo por su presencia en los regímenes republicanos de Richard Nixon, Reagan y George W. Bush y en el británico conservador de Thatcher; ser cofundador de la Escuela de Chicago (Chicago Boys) y considerar al Estado como el principal obstáculo del individuo y de la sociedad, al que con los cambios se le adjudica un papel fundamental en la preservación y desarrollo del mercado libre. Su pensamiento eje estuvo referido a tener un “Estado mínimo” que además de la libertad, la ley y el orden garantizara la propiedad privada y el capitalismo competitivo.
El devenir de la implantación de esta modalidad de política económica dota a los “especialistas” de un papel central al que deben subordinarse los políticos: estos tecnócratas prevalecen sobre otros agentes y autoridades, constriñendo el papel de los partidos al poder de policía de normas que le son establecidas, donde individuos y capitalistas están por encima de la sociedad y el Estado.
Elementos de esta concepción los podemos encontrar -a vía de ejemplo- tanto en lo acordado en España durante el gobierno de Rajoy, como en el francés de Macron o en los sudamericanos de Temer y Macri.
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