Todo da a entender que Donald Trump enfrenta de mala forma (es su manera) el actual contencioso con representantes, cuando en sus propias declaraciones admite haber trancado ayudas a Ucrania por miles de millones de dólares antes de hablar telefónicamente con el presidente de ese país –Volodymyr Zelensky, abogado y actor- y pedirle (en realidad exigirle) que investigara a Hunter Biden, hijo de su adversario demócrata en las presidenciales del 2020.
Esa forma de obtener beneficios personales y conducir los asuntos internacionales fue considerada como una manera de negociación propia de delincuentes. Los defensores que aceptan sus métodos, sus incondicionales amigos que desfilan por el gabinete, parten de pensamientos de clase con base en la creencia que ésta es la esencia dominante en el país y en el mundo.
En el caso de Trump, comparado con otro republicano, resultó tan mentiroso como Nixon, pero mucho más extrovertido y menos capaz políticamente que aquél, además de sospechoso de lenguaraz e indiscreto si se escriben sus memorias cuando deje la Casa Blanca.
En pocos días la situación varió: hay quienes suponen que la “filtración oportuna” -atribuida a un agente de la CIA- de un llamado telefónico cambió el mapa y provocó el escándalo que derivó en juicio político al que ya dieron nombre: Ucraniagate. Las opiniones están dividas acerca del impacto del juicio político -si beneficia o perjudica al presidente-, aunque muchos piensan que es factible que sea acusado pero no resulte condenado.
En cuanto a la oposición en el Congreso, se la consideraba timorata y poco dispuesta a enfrentar con dureza al Ejecutivo, que ha incurrido en todo tipo de destrato hacia representantes y desaires al Legislativo; con la conducción de la pocas veces arrebatada Nancy Pelosi, que demostró arresto y arrojo -que otros demócratas se dice que no tienen- consiguió ponerlos en fila tras ella. Así, decidieron iniciar una investigación sobre el presidente y su solicitud exigente a Ucrania entendiendo que Trump -mediante chantaje- pedía ayuda para lanzarse contra el eventual candidato presidencial Joe Biden -ex vicepresidente- que podría derrotarlo en 2020.
Sin embargo, como si fuese un pacto, los actores de este conflicto saben que lo que va a ocurrir es que no habrá una acusación remotamente factible de obtener mayoría de dos tercios para destituir al presidente en el Senado y, además, ninguna de las dos formaciones quiere que la ciudadanía tenga en el futuro un Poder Ejecutivo degradado por la remoción de un mandato (impeachment) desde el Congreso. Recordemos que para atenuar los efectos negativos del desgaste, Richard Nixon -con la cesantía en puerta y con varios colaboradores presos y condenados- optó por renunciar. Como en aquel caso -obstruir la justicia, abusar del Poder Ejecutivo y quebrantar normas constitucionales- transitará la investigación actual, y eso es lo que espera Trump que le dé fortaleza a su futura campaña reeleccionista: el escándalo que dividirá a los votantes estadunidenses y supone que terminará favoreciéndolo en el Colegio Electoral, al que le corresponde elegir.
Él conoce quienes votan y apoyan su gestión, por lo que desdeña que Amy Goodman sostenga que “apoyar la legislación para el control de armas de fuego tras numerosos tiroteos en masa; sus continuas mentiras; sus implacables ataques a la prensa; su eliminación de programas fundamentales para la red de seguridad social; su discriminación hacia las personas trans en el ejército y en las escuelas; su prohibición en contra de los musulmanes; su separación de familias y el encarcelamiento de niños migrantes (…) esas cosas ameritan abrir una investigación de juicio político” (Democracy Now!) y que recoja lo dicho por el congresista negro Al Green: “En algún momento tenemos que hacerle frente y que sepa que ya ha traspasado el límite y no lo dejaremos ir más allá”. Además, está inculpado por 24 mujeres de agresión, acoso sexual y violaciones; ha desautorizado a las ciencias climáticas y, por último -en este mismo tema- se mofó en Twitter de las palabras de Greta Thunberg.
Hace unos días atacó al demócrata Adam Schiff, que dirige el proceso de investigación, proponiendo que lo arresten por traición al haber indicado que el mandatario utilizó técnicas mafiosas, al tiempo que citó a un pastor y dijo: el juicio “causará en esta nación una fractura del tipo de la Guerra Civil de la que el país nunca sanará”, insinuando la posibilidad de que se llegue a la lucha armada, declaración acremente criticada.
Al tiempo que el gobernante señalaba que buscar su impeachment era una “caza de brujas”, se sostenía por observadores que “sabemos por experiencia que es en ese estado de caos y arriba-es-abajo donde Trump prospera”: no supone ningún sacrificio para él confrontar “Ellos contra Nosotros, del Pantano contra la Gente Común, de los Globalistas contra los Patriotas”. Entre sus seguidores, hay muchos que ni siquiera consideran como problema “apretar” a Ucrania y su presidente.
Los votantes demócratas se preguntan si fue buen momento para destapar este conflicto, con un demagogo nato como Trump, capaz de dividir, confrontar y polemizar, que puede exhibirse perseguido y victimizado para conseguir votos. Desde Nuestra América, su belicismo nos retrotrae a peores épocas.
Nuestra sureña mirada a la civilización como la conocimos y la conocemos, con los cambios tan esenciales que continua y aceleradamente la transforman ha iniciado una etapa de modificaciones que sentimos muy radicales. Sospechamos que se trata de una mutación del curso de la historia; sin embargo, cuando miramos hacia Estados Unidos -ahora con Trump y sus seguidores- nos queda la sensación de que se asemeja a las condiciones, repetidas- de un final del pasado: tenemos la impresión de que para la llegada de lo nuevo en el imperio ya tenemos un Nerón y nos aproximamos velozmente cuatro siglos- a Rómulo Augústulo.==
Agradecimiento: por la salida de Uruguay del TIAR –aunque tardó demasiado.
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