Aunque la saturación mediática no sea la de otros tiempos -en parte contenida por preocupaciones que se visualizan como más perentorias (la segregación racial externa e interna junto con la crisis humanitaria irresuelta de los migrantes; los frenos en la economía, las finanzas, la pérdida de puestos de empleo, el acrecentamiento del desempleo y los índices de pobreza, el desamparo legal de los trabajadores, la pauperización de los ingresos; la crisis sanitaria, entre otras condicionantes)- se está en el tercio de verano boreal de un año electoral federal que dejará, 10 días después de finalizado, la elección de los poderes fundamentales sobre los que se asienta el trono imperial desde el cual se induce, ordena y determina -a propios y extraños- el quehacer venidero.
Se trata, asimismo, de un tiempo en el que de acuerdo con la evolución de la Covid-19 los candidatos estadunidenses pudieran realizar adecuaciones en sus planes de campaña.
Lo precedente no niega que los comicios en Estados Unidos abren una expectativa subsidiaria acerca de quién resultará triunfador: con dos partidos de similar genealogía, se quiere despejar la incógnita de si será dirigido como el cuatrienio que llega a su final -con un magnate maleducado y prepotente- u otro de gesto más amigable pero igualmente impositivo, mandamás e imperialista -como todo presidente estadunidense de los pasados dos siglos-.
En parte, escondidos entre la maraña de datos y encuestas; verdades y mentiras; dicterios, burlas y befas, intentaré ubicar alguna línea de acción que eventualmente pudiese ser aplicada por algún postulante en caso de ser electo en los comicios indirectos del Colegio Electoral de 538 integrantes.
La escogencia de empezar por Trump no tiene que ver con una suposición personal de que vaya a ganar, sino que está más cerca de la Casa Blanca (en realidad, de vez en cuando la habita). En el mitin de reinauguración de campaña en Tulsa, no sólo no llenó un estadio con cupo para 19 mil personas (se vieron áreas vacías) sino que ni siquiera se utilizó la zona aledaña al inmueble reservada para quienes no lograran ingresar al recinto. De acuerdo con prensa hispana, el registro de asistentes fue de 6 mil 200 personas, el discurso del presidente sobre política exterior -que daría en la circunvalación del estadio- fue suspendido y los comentarios de la diputada demócrata neoyorquina -Alexandria Ocasio-Cortez- fueron lapidarios: “Os hicieron creer que un millón de personas querían ver vuestro show de supremacismo blanco y llenar un estadio durante la Covid”, (afectó a seis trabajadores del equipo presidencial). Se conoció, entonces, el último “aporte” del mandatario estadunidense a la campaña contra la pandemia de coronavirus: háganse menos tests para con ello tener menos infectados. La “solución” no es nueva: ya en la década de los 60 de siglo pasado existían quienes aconsejaban que palabras que contenían cargas negativas no debían pronunciarse; si no se hablaba del “cáncer” la enfermedad no existía: “nominalismo” en estado puro.
A pesar de las críticas a Trump por su forma de comportarse, éste reivindicó el proceso que lo encumbró en 2016 y parece seguir ahora: dijo que había transformado Washington, sometiendo a “agrupamientos políticos corruptos y disfuncionales” y restaurando un gobierno “de, para y por el pueblo”: el mandatario se situó como un no-político tradicional que se enfrenta a grupos enquistados en la cosa pública estadunidense.
“Un voto para cualquier demócrata en 2020 es un voto para el ascenso del socialismo radical y la destrucción del sueño americano”, sostuvo como frase de campaña y, ya lanzado por ese sendero, acusó a los demócratas de “conducta antiestadunidense” que “quieren destruirlos a ustedes y quieren destruir a nuestro país tal como lo conocemos”.
En tanto, Joe Biden -sin propuestas altisonantes que sacudan a la mesocracia estadunidense -objeto de su prédica- se plantea los temas económicos como forma de ganar votantes. Propone llevar a 28% los impuestos a las empresas (hoy 21%) y a 39,7% a los que ingresen más de 400 mil dólares anuales de percepciones.
En torno a los energéticos, Biden quitaría los subsidios a los de origen fósil, sin prohibir el fracking e impulsaría la utilización de energías limpias en todo el continente. Devolvería a Estados Unidos a los Acuerdos de París adoptados por la conferencia climática.
Acerca de salud y seguros, Biden aplicaría ampliado el llamado Obamacare para competir con la seguridad privada.
Para el tiempo inmediato, tanto Trump como Biden no controlan simultáneamente ambas ramas de Legislativo -Representantes y Senado– por lo que es improbable que sobrevengan cambios. Además, desde una y otra tienda se mantienen alertas acerca de la evolución del coronavirus y -como adelantáramos cuando nos referimos a las propuestas de los candidatos- pudieran ocurrir cambios obligados en la economía debido a las circunstancias propias de la evolución del país.
En tanto, hay quienes adjudican a Trump “malas artes” político-institucionales con el fin de quedarse enquistado en el poder un tiempo mayor que el atribuido por la constitución y ven en sus comentarios acerca del voto por correo el leitmotiv que lo promovería. Estas teorías conspirativas se basan en tres hechos relativamente reciente: 1) las críticas ejercidas en torno a dicho sufragio y la falta de confianza en la referida modalidad; 2) las propias críticas emitidas por el candidato demócrata, Joe Biden, y 3) la ausencia de una autoridad electoral en Estados Unidos capaz de intervenir para hacer valer la legalidad en circunstancias como las que se mencionan.
Se agregan a esto, las consideraciones de columnistas que se hacen eco de estas cuestiones que atañen en particular a la política exterior (de la cual se dice que Trump es un ignorante) y el presentarlo como se piensa que era el emperador Nerón, capaz de cualquier felonía con tal de quedarse en el poder y donde hasta los militares intervendrían para zanjar el contencioso.
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