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Ucrania, de victoria rápida a agónico conflicto por Ernesto Kreimerman

Ucrania, de victoria rápida a agónico conflicto  por   Ernesto Kreimerman
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En unas horas más, estaremos a 80 días del inicio de la “operación militar especial” en Ucrania anunciada el 24 de febrero por el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin. Lo que se dejaba deslizar como una acción militar rápida y efectiva, no ha resultado de esa manera. A la luz del tiempo transcurrido, es una obviedad. Pero aún no constituye una conclusión, pues para eso deberíamos tener más claro el verdadero propósito de Putin, de Rusia, para poder ensayar un primer balance. Su discurso del día de la victoria sobre el nazismo calificó su operación militar como “una respuesta preventiva frente a la agresión. Fue una decisión forzada, oportuna y la única correcta. La decisión del país soberano, fuerte e independiente”. Muy poco para una guerra de provocaciones, con recursos necesarios para otros menesteres más necesarios y urgentes, y un número, cualquiera sea, injustificado de muertes.

A poco de iniciadas las acciones de agresión y defensa, surgen dos datos dados por ciertos: “coincidentemente” las encuestas de opinión pública nos dicen que Putin alcanzó un 83% de aprobación, rango similar únicamente al alcanzado cuando Rusia anexara Crimea en 2014. El comportamiento de los ucranianos para con su presidente, Volodímir Zelenski, ha sido el mismo: los niveles de aprobación treparon hasta rangos sin antecedentes.

Las reacciones de primera hora, en algunos casos marcadas por la sorpresa, por cierto caos a partir de la desinformación, se fueron alineando básicamente en un rechazo a la prepotencia militar rusa, a los afanes imperiales de Putin y su entorno de poder. Pero a punto de coincidencia sobre esta obviedad, no hay más miradas compartidas. Incluso, algunas condescendencias iniciales para con el gobierno ucraniano se fueron apagando a medida que se abundaba en información acerca de las condiciones políticas.

Bastante similar a los sentimientos iniciales que despertaban las reacciones de la Unión Europea, Estados Unidos, la OTAN, China y demás actores zigzagueantes de esta tragedia, pero que al cabo de los días se iban desluciendo e incluso provocando rechazo.

Condenar la guerra

Sin dudarlo, cualquier acción de guerra, cualquier estrategia belicista, debe tener por respuesta una inmediata y enérgica condena. Cierto que este gesto político principista cobraba especial dimensión cuando los espacios multilaterales (imperfectos pero útiles) eran valorados porque se dirimían allí las diferencias, se acotaban los escenarios de conflicto, se debía debatir y justificar propósitos y, fundamentalmente, asumir responsabilidades. Estos espacios multilaterales fueron creados a partir de las consecuencias de las guerras de escala del siglo XX, asumiendo que eran una nueva síntesis, más o menos reglada, sujeta a ciertas condiciones, que los países aceptaban soberanamente. No eliminaba por sí mismo los conflictos, pero los canalizaba o por lo menos daba un marco de restricciones y de validación de ciertos diferendos.

Pero la caída del socialismo real, uno de los dos grandes equilibristas de aquel tiempo imperfectamente bipolar (no hay que olvidar el Movimiento de los No Alineados, que tuvo su cuarto de hora), no derivó en un fortalecimiento de estos espacios multilaterales. Por el contrario, a poco del reparto del botín tras la implosión del “socialismo real”, algunas de aquellas mismas potencias que se sentían ganadoras comenzaron acciones de desgaste y desprestigio de esa arquitectura multilateral que, lejos de crecer en sofisticación y eficacia, engordaban inútilmente su burocracia y desatendían sus propósitos de fondo.

Quizás el punto de inflexión, de inicio de esta nueva época, esté marcado por la Cumbre de las Azores del 15 de marzo de 2003, cuando se reunieron George Bush, Tony Blair y José María Aznar, para fundamentados en mentiras desenmascaradas posteriormente, lanzaron un ultimátum al gobierno iraquí para dar comienzo a una guerra, ilegal de acuerdo al derecho internacional, sin respaldo de la ONU, que fue del 2003 a 2011. Al día de hoy, ha resultado probado más allá de cualquier duda, que esa guerra se justificó en mentiras, que mató a cientos de miles y dejó a la región expoliada y en un caos político.

Sólo a España, que por orden de Rodríguez Zapatero se retira en abril de 2004, costó 1.430 millones de dólares estimados en diciembre de 2006. Algunas estimaciones privadas concluyen que a EEUU le demandó 1,3 billones de dólares, más los pagos a los “veteranos de guerra” totalizan casi 6 billones de dólares.
Pero lo más grave, es que en esa aventura imperial murieron 134 mil civiles, que sumados militares, insurgentes, cooperantes y periodistas, según quien haga la valoración totaliza entre los 176 mil y las 189 mil muertes.

La crisis del multilateralismo

La crisis del multilateralismo encierra, además de estrategias explícitas de ciertos países centrales “desencorsetándose” de las restricciones del sistema post segunda guerra mundial, un problema grave de legitimidad que se ha ido gestando por años pero que se agudizó con el devenir de nuevas tensiones producto de la redistribución de poder; que fue aflorando por el debilitamiento de aquella ingeniería que ya no reflejaba los contrapesos de los nuevos tiempos. Si el multilateralismo sintetiza una combinación de principios compartidos y asumidos, de cierta reciprocidad difusa, relaciones coordinadas y gobernanza temática, entonces es evidente que los cambios en la estructura de poder mundial, la reconfiguración de la matriz Estado-sociedad-mercado (la invisibilidad e impotencia del Estado en el control y supervisión de los grandes grupos concentradores, y por ende, su debilitamiento) y la (re)formulación y aggiornamiento de ideas usualmente aceptadas impactan dramáticamente sobre lo multilateral, que no logra interpretar las necesidades de estos tiempos.

Es central comprender que la inadecuación estructural que viven hoy las organizaciones multilaterales en este 2022, es de origen, todas respondían a un momento histórico en el que prevalecía cierta distribución del poder y un escenario internacional. Y a pesar de que han transcurrido ya tres décadas del fin de la guerra fría, ha faltado coraje y convicción política y conceptual como para diseñar nuevas síntesis.

Y estas reformulaciones, rediseños, que resignifiquen un nuevo tiempo de tensiones canalizadas, requiere de repensar las relaciones internacionales más allá de los intereses menores, sino en combinación sí de intereses puntuales (el plato diario de alimentación es indispensable, obvio) pero fundamentalmente en principios superadores, democratizadores.

Y Ucrania, ¿qué?

El 24 de febrero Putin anunciaba “operación militar especial” para «desmilitarizar» ciertas zonas ucranianas. El saldo trágico del primer fue de al menos 137 personas muertas y otras 316 heridas. Hoy ya no se habla de plazos ni tampoco de objetivos.

Más allá de las cuestiones de fondo, Ucrania es la gran víctima, no la única. No sólo porque están destruyendo su patrimonio logístico, cultural y muriendo sus civiles y militares a manos rusas, sino que está acumulando un brutal y despiadado endeudamiento, hipotecando su poco o mucho bienestar, a beneficio de los que hoy financian su precaria estabilidad económica y su costosísimo equipamiento militar.

Sin fecha de caducidad, por una vía o por otra, Ucrania terminará en extrema debilidad emocional como sociedad, destruída y endeudada, posiblemente transformada en un conflicto largo de baja intensidad, y esclerosante.

Para una composición de lugar: el FMI estimó una caída del 10% del PIB ucraniano si la guerra es breve, y un nuevo endeudamiento de por lo menos un 40% del PBI. De extenderse por varios meses, la caída del PIB rondaría entre el 25 al 25%. La guerra es cruel. El día después será desolador.

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