El herrero-alquimista de la Ciudad Vieja tenía su casa-taller por el lado de Las Bóvedas, zona brava, si las hay. Se sabe que, durante un largo periodo de su vida, le costaba dormir. En esa época, después de varias jornadas agotadoras, se tiraba en la catrera que tenía en el fondo del lugar y, ocasionalmente, lograba conciliar el sueño. Eso sí, si alguien interrumpía su descanso, se cabreaba de muy mala manera.
Parece ser que la noche del acontecimiento, después de varios días sin pegar el ojo, por fin cayó como fulminado en su camastro. Mas hete aquí que, a poco de haberse entregado en brazos de Morfeo, unas voces que proferían los improperios más soeces lo trajeron de regreso a la vigilia.
Se levantó hecho un basilisco. Localizó el origen del vendaval de insultos. Provenía de la calle. Como estaba (en calzoncillos, sin camiseta, con la cara manchada por el hollín de la fragua que no se había quitado antes de acostarse y los ojos saltándosele de las órbitas) se abalanzó hacia la puerta. En el camino, manoteó una barreta de hierro.
Salió a la vereda. Casi se dio de bruces con dos de sus vecinas que reñían e intercambiaban dicterios. Sólo pronunció una frase: “¡Si siguen jodiendo, les reviento la cabeza!”, y golpeó el suelo con la barreta. Por un instante, las mujeres quedaron frente a frente, como petrificadas. Acto seguido, cada cual se metió en su rancho. Nunca más volvieron a molestarlo.
Tiempo después, cuando le encargaron unas luminarias, creó un modelo inspirado en el hecho.
(Ubicación: Misiones 1310)

