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Una cita con Varela por Hoenir Sarthou

Una cita con Varela por Hoenir Sarthou
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Desde hace siete meses, los alumnos de las escuelas públicas están recibiendo menos del 40% de las clases que les corresponden. Tras un período inicial sin clases en absoluto, la mayoría asiste ahora cinco días cada dos semanas, en horarios reducidos y en condiciones de distanciamiento y prevención sanitaria que hacen difícil que puedan cumplirse las funciones educativas, que son mucho más que enseñar a leer, a escribir y a contar. Sin hablar de los miles de niños que, dado que la asistencia no es obligatoria, han perdido todo contacto con los centros de enseñanza.

Huelga aclarar que hablamos de la escuela pública, porque los colegios privados están funcionando con otras reglas. Pero la escuela pública atiende a más del 75% de la población escolar del País. Entre ellos, a los niños que, por la razón que sea, no tienen la posibilidad de recibir de sus familiares adultos el apoyo y los saberes más elementales.

La escuela es muchas cosas. Es el ámbito en que los niños adquieren conocimientos indispensables para vivir en sociedad: la lectura, la escritura, la numeración, el cálculo, el razonamiento básico. Pero es, además, el lugar en que reciben las primeras experiencias de la vida extra hogar.  Otras reglas, horarios, cierta disciplina, la convivencia con sus pares, el contacto con los docentes.  Infinidad de aprendizajes intelectuales, psicológicos, emocionales y sociales se inician en la escuela. Sea cual sea su origen familiar, muchos niños reciben en ella unas nociones que les serán esenciales para entender el mundo en que viven e interactuar en él, para relacionarse con otras personas, para trabajar, para actuar como ciudadanos.

Permitir que una generación entera de niños se vea privada de escuela durante un año o más (este año está perdido y nada indica que todo se vaya a normalizar el año próximo) tiene efectos muy graves. Todos sabemos lo que implica cualquier corte de las clases en materia de deserción. Muchos niños no volverán a la escuela, muchísimos no iniciarán la secundaria. Y sobre todo se les transmite un mensaje terrible: “la enseñanza no es vital. Los adultos priorizamos nuestra seguridad antes que tu educación”. ¿Con qué se borrará después ese tremendo mensaje implícito?

Pues, bien, este año nada de eso pareció importar. Sin siquiera considerar y evaluar las consecuencias, se suspendieron las clases y se dispusieron cursos virtuales que resultaron inútiles para los niños en general y para los de corta edad en especial. Sin ningún debate, siguiendo acríticamente protocolos que provienen de organismos político-sanitarios supranacionales, se implantó el cese de las clases y ahora nos arrastramos en una tierra de nadie, en que la continuidad de la enseñanza parece depender de cómo evolucione la posible vacuna o de cómo resulten los test PCR aquí, en España o en China.

Aunque a mucha gente le cueste asumirlo. Las sociedades son, en buena medida, el reflejo de la enseñanza que imparten. Es decir que nuestra sociedad actual, en buena medida, refleja la enseñanza que se impartió en los últimos diez, veinte o treinta años. Y la futura reflejará inevitablemente esta especie de agujero negro educativo iniciado en 2020.

Cuando en el futuro nos quejemos de la inseguridad pública, o de las actitudes antisociales de los jóvenes, o de su incapacidad para cosas básicas, como interpretar un mensaje o un razonamiento simple, hagamos memoria. Recordemos este 2020 y tengamos presente que estamos sembrando las semillas de un futuro todavía peor.

No estoy cantando loas a la enseñanza que teníamos. Claro que, en muchos aspectos, por razones de las que en otros momentos hablé bastante, no cumplía ni cumple las funciones necesarias, ni siquiera las que cumplía hace cincuenta o sesenta años atrás. Pero nada peor que la carencia absoluta de escuela, sobre todo cuando el mundo adulto familiar no está en condiciones de suplirla. No sé, pienso en un niño sin escuela y me viene a la mente un pez sin agua, un pájaro sin aire. No es natural ni admisible que una sociedad enfrente un problema -el que sea- sacrificando el desarrollo intelectual, psicológico, emocional y social de sus niños. En realidad es un crimen, del que los adultos seremos primero victimarios y luego víctimas.

Me llega el aviso de que, el miércoles 14 de octubre, a las 17.15 horas, un grupo de padres de alumnos escolares se reunirá en la Plaza Varela para reclamar el retorno a la presencialidad plena y al horario normal en la enseñanza.

No conozco a los organizadores y no he participado en la organización de ese acto. Pero pienso asistir, como padre y como ciudadano.  Porque no hay asunto más vital que ese para nuestra sociedad.

Eso sí: lo haré sin tapabocas, por decisión exclusivamente personal. Porque el lugar es público y no estoy dispuesto a exhibir ese símbolo de sumisión irracional cuando reclamo todo lo contrario.

 

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