No es extraño escuchar que en la llamada “Edad Media” el dogmatismo y oscurantismo de la Iglesia no permitía pensar diferente ni toleraba la pluralidad de posturas en cuestiones filosóficas. Romper ese mito es sencillo repasando la investigación reciente de grandes historiadores del siglo XX y XXI que nos muestran un nuevo rostro de la calumniada Edad Media. Pero fuera del mundo académico de los medievalistas, lo cierto es que en la mayoría de los interesados en el tema permanece instalado el mito del “oscurantismo medieval” junto a un gran desconocimiento sobre la vida intelectual de esos siglos. A eso puede agregarse la difusión de libros pseudohistóricos y novelas presentados como la confirmación del mito.
Aunque no es muy claro el origen, se atribuye al humanista italiano Petrarca (1304-1374) ser el primero en calificar el período que se extiende desde la caída del Imperio Romano (476) hasta su propio tiempo como un “tiempo de oscuridad”. Le siguieron en el siglo XVIII Voltaire que describió los siglos medievales como una etapa en que “la barbarie, superstición (y) la ignorancia cubría la faz del mundo”, del mismo modo que lo hicieron J.J. Rosseau y Edward Gibbon. El relato estándar que aprendimos siempre fue que la pérdida de poder de la Iglesia permitió la recuperación de la cultura clásica y que la Ilustración como “edad de la Razón” llegó gracias a la ayuda de la Reforma y el desarrollo del pensamiento “libre” de dogmas. Lo cierto es que los más serios investigadores de estos siglos han desmontado una larga lista de mitos, que sin embargo siguen fosilizados en la cultura. Algunos siglos llamados “medievales” fueron un tiempo de grandes progresos culturales y de un gran aprecio por la razón y la ciencia, donde se muestra más continuidad que ruptura entre los siglos con la modernidad, en cuanto al desarrollo del pensamiento. Como toda época, tuvo sus problemas, sus luces y sus sombras, pero no hay estudioso de estos siglos que no destaque su riqueza cultural y su impacto positivo sobre los siglos posteriores. Podríamos detenernos en muchos ámbitos, pero por razones de espacio, elegimos la Universidad como creación medieval y rescatar algunas luces olvidadas.
El origen de las universidades y la educación gratuita
En pleno siglo XII, el III Concilio de Letrán presidido por el Papa Alejandro III, ordenó a los obispos que abriesen escuelas por todas partes para los niños, gratuitamente. Obligó que todas las diócesis tuvieran al menos una. Esas escuelas fueron el germen de las futuras universidades. De hecho, entre los siglos XI y XIII, de la mano de la Iglesia Católica, se fundaron universidades de gran prestigio que se conservan hasta nuestros días: París (1045), Bologna (1088), Oxford (1096), Salamanca (1134), Cambridge (1209), Siena (1240), Valladolid (1241), Coimbra (1290), La Sapienza (Roma, 1303) y Perugia (1308).
Roberto de Sorbon, canónigo de París, fundó un colegio para doce estudiantes pobres de teología, que sería el núcleo de la futura Sorbona, a la cual su fundador donó una de las más importantes bibliotecas privadas del siglo XIII.
Niños, niñas y jóvenes eran recibidos en las escuelas episcopales o en las escuelas de las abadías, sin distinción de clases. Las disciplinas se dividían en trivium (gramática, dialéctica y retórica) y quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). Luego uno podía especializarse en Letras, Teología, Derecho, etc. Sigue siendo desconocido para muchos que la escuela pública y la formación universitaria fue un invento de la Edad Media.
“Jóvenes nobles y bien pronto jóvenes burgueses constituyen ciertamente la mayor parte de los estudiantes y de los maestros, pero el sistema universitario permite un verdadero ascenso social a cierto número de hijos de campesinos… La promoción social se realizaba por medio de un procedimiento completamente nuevo y revolucionario en Occidente: el examen” (Le Goff, 13-14).
Investigar y debatir
El medievalista Jaques Le Goff, en su obra Los intelectuales en la Edad Media, da cuenta no solo de la fuerza e independencia de las corporaciones universitarias y el prestigio del profesor, sino de la libertad académica para investigar y discutir todos los temas posibles. El intento de los poderes seculares, ya fueran burgueses o los mismos soberanos de turno, así como de algunos obispos celosos de su poder, que buscaban controlar la Universidad, fue limitado por la ayuda que dio el Papado, especialmente de Inocencio III y de Gregorio IX, al intervenir en la defensa de las universidades y de su autonomía.
Por otra parte, en la Edad Media se inventó el método utilizado para el estudio y la investigación de los grandes temas llamado “escolástico”, que comenzó con grandes eruditos como Bernardo de Chartres y Pedro Abelardo hasta la monumental obra de Tomás de Aquino. Escribe Le Goff: “Si las famosas controversias entre realistas y nominalistas llenaron el pensamiento medieval, ello ocurrió porque los intelectuales de la época asignaban a las palabras un justo poder y se preocupaban por definir su contenido. Para ellos es esencial saber qué relaciones existen entre la palabra, el concepto, el ser… Los pensadores y profesores de la Edad Media quieren saber de qué están hablando” (Le Goff, 94). El uso de la lógica, de las leyes de la demostración, los procedimientos de investigación y la discusión de los temas propuestos, se nutre de textos de todas las civilizaciones anteriores, desde los antiguos hasta el aporte de los árabes. El escolástico “digiere todo el pasado de la civilización occidental. La Biblia, los Padres de la Iglesia, Platón, Aristóteles, los filósofos árabes, son datos del saber, los materiales de trabajo… nada menos oscurantista que el escolasticismo para el que la razón se perfecciona en inteligencia cuyos destellos se resuelven en luz. Con estos fundamentos, el escolasticismo se construye en el trabajo universitario con procedimientos de exposición propios”. (Le Goff, 96).
Si bien la base del estudio eran los comentarios de los textos, allí nacía la discusión, la dialéctica que permite ir más allá del texto para tratar problemas del presente en la búsqueda de la verdad. El intelectual universitario nace desde el momento en que “pone en cuestión” (quaestio) el texto en que se apoya (Le Goff, 97). Los maestros preparaban disputas en las que cualquiera podía traer una cuestión a tratar sobre cualquier tema.
A medida que la tradición de investigación en la universidad iba madurando, los tratados empezaron a tener una pauta fija: plantear una cuestión, exponer los argumentos contrarios, ofrecer la opinión del propio autor y dar respuesta a las objeciones. “Así se desarrolla el escolasticismo, maestro de rigor, estímulo de pensamiento original en la obediencia a las leyes de la razón. El pensamiento occidental iba a quedar marcado para siempre por el escolasticismo que le permitió realizar progresos decisivos” (Le Goff, 99). El medievalista se refiere al escolasticismo de los siglos XII y XIII por su espíritu agudo y exigente. Pero es consciente del deterioro del escolasticismo posterior, que suscitó el desprecio de Erasmo, Lutero y Malebranche. Muchas veces por leer la crítica de los autores del siglo XVI hacia los “escolásticos”, no se distingue la radical diferencia entre los eruditos de los siglos XII y XIII, con la decadencia intelectual de finales de la Edad Media que muchos pensadores de la modernidad generalizaron hacia todos los siglos anteriores.
La cultura cristiana: el elogio de la razón
“Contrariamente a la impresión general, según la cual las investigaciones estaban impregnadas de presupuestos teológicos, los intelectuales medievales respetaban en gran medida lo que se conocía como filosofía natural, una rama del conocimiento que se ocupaba del mundo físico, más concretamente de sus movimientos y de sus cambios” (Woods, 82). En la búsqueda de explicar los fenómenos de la naturaleza, no recurrían a la teología, sino que desarrollaban sus investigaciones y estudios al margen de las cuestiones de fe.
Por otra parte, antes de aspirar a la licencia de profesor, el estudiante debía haber leído varios tratados de Aristóteles, Boecio, la gramática de Prisciano, la Retórica de Cicerón, las Metamorfosis de Ovidio, la geometría de Euclides y una larga lista de textos de filosofía natural (que hoy serían las ciencias de la naturaleza, especialmente la física), retórica, ética y política.
El historiador de la ciencia Edward Grant escribió al respecto: “¿Qué permitió a la civilización occidental desarrollar la ciencia y la ciencias sociales hasta extremos jamás alcanzados por ninguna otra civilización? La respuesta, estoy convencido, reside en un persuasivo y sólido espíritu investigador que surgió como consecuencia natural del énfasis en la razón desde la época medieval. La razón, con la salvedad de las verdades reveladas, se entronizó en las universidades medievales como árbitro definitivo en la mayoría de los debates y controversias intelectuales. Era natural entre los eruditos inmersos en el entorno universitario recurrir a la razón para adentrarse en materias no exploradas hasta la fecha, así como para discutir posibilidades que nunca se habían tomado en serio” (Grant, 2001).
La creación de las universidades, el compromiso con la razón, la argumentación racional y el espíritu de investigación que caracterizaron la vida intelectual de la Edad Media fueron un “regalo del medioevo al mundo moderno… aun cuando nunca llegue a reconocerse. Acaso conserve siempre el estatus de secreto mejor guardado de la civilización occidental” (Grant, 2001).
Una concepción de la fe inseparable de la racionalidad.
La concepción de la incompatibilidad entre fe y razón es moderna, herencia de la Reforma Protestante, y luego radicalizada hasta el positivismo del siglo XIX. Lutero tenía un gran desprecio por la filosofía, aunque no todos los reformadores. La idea de la fe como opuesta a la razón (fideísmo) es fundamentalmente moderna, porque en el pensamiento clásico -salvo en los que profesaron la doctrina de la doble verdad-, la fe siempre fue de la mano de la razón. De hecho, uno de los primeros filósofos cristianos, en el siglo II, Clemente de Alejandría escribió: “No penséis que decimos que estas cosas (doctrinas cristianas) hayan de ser recibidas únicamente por fe, sino que también han de ser afirmadas por la razón. Porque, a decir verdad, no es seguro obligarse uno mismo con estas cosas por la fe desnuda, sin la razón, puesto que sin duda la verdad no puede darse sin razón” (Recognitiones, libro II, cap. LXIX).
En el siglo IX, el filósofo del renacimiento carolingio, Juan Escoto Eriúgena, afirmaba que si hubiera un conflicto entre razón y autoridad, siempre gana la razón, porque la autoridad está basada en la razón, y no al revés.
La fe en la razón y en el progreso están en las raíces de la cultura occidental y no surgen con la modernidad, sino que se desarrollan en la desprestigiada Edad Media.
Bibliografía:
Le Goff, J. (2008). Los intelectuales en la Edad Media. Barcelona: Gedisa.
Grants, E. (2001). Dios y la razón en la Edad Media. Cambridge.
Stark, R. (2017). Falso testimonio. Sal Terrae: Santander.
Woods, T. (2010). Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental. Madrid: Ciudadela.
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