Hoy se cumplen veinte años del fallecimiento de Anthony Quinn, un actor gigante. El de Quinn fue un claro ejemplo de perseverancia, porque la vida nunca le regaló nada. Nació en Chihuahua el 21 de abril de 1915, en medio del fragor de la revolución mexicana, y eso no es una metáfora: su padre, Antonio Quinn, de ascendencia irlandesa, luchó junto a Pancho Villa, y allí conoció a la soldadera Manuela Oaxaca, descendiente de aztecas. Como las masacres revolucionarias eran interminables, en 1919 la familia se mudó a Los Ángeles. Sin embargo, esos fueron años marcados por una pobreza absoluta, y ya en 1920 Quinn comenzó a trabajar como recolector de frutas, jornalero, lustrabotas y vendedor callejero de periódicos. A su vez, asistía a las clases en el Belvedere Junior Hight College, pero no pudo terminar sus estudios porque en 1926 su padre murió. Quinn no se rindió y fue peón de hacienda, lavaplatos, cartero y camionero. En los ratos de ocio dibujaba a las estrellas de cine, inspirándose en las fotografías de los diarios. Luego les enviaba sus trabajos por correo. El único en responderle fue Douglas Fairbanks, que le dio diez dólares por su dibujo. Aprovechando su complexión robusta y su altura (1.87) practicó boxeo, pero en 1932 se casó con una mujer que lo doblaba en edad y lo introdujo en el estudio del arte y la filosofía. Cursó pintura y arquitectura e intentó trabajar con Frank Lloyd Wright. También el teatro le interesaba, y llegó a asistir a la escuela de Katherine Hamil, debutando en 1936 en el Hollytown Theatre de Los Ángeles. Pero en una reunión conoció a Mae West, que lo presentó en la Paramount. Eso le cambió la vida para siempre.
Lo demás es conocido: debutó oficialmente como indio cheyenne en El llanero (Cecil B. DeMille, 1936), aunque en Hollywood lo menospreciaron durante casi dos décadas. En los 18 años siguientes, en el 90% de sus intervenciones sería el villano segundón que roba a la muchachita y al final las paga. Sus rasgos físicos y sus condiciones lo limitaron para interpretar roles característicos (pirata, latin lover, gangster, soldado) en films pensados para otros divos: Harold Lloyd en La vía láctea (1936), Joel McCrea en Union Pacific (1939) y Buffalo Bill (1944), Errol Flynn en Murieron con las botas puestas (1941), Tyrone Power en Sangre y arena (1941) y El cisne negro (1942), Henry Fonda en Conciencias muertas (1943), John Wayne en Regreso a Bataan (1945) y Gregory Peck -de quien fue amigo toda la vida- en El mundo en sus brazos (1952). Esos roles menores empero le permitieron alcanzar la seguridad que todo actor necesita. Hay quienes insisten en que no era gran actor: habría que decirles que el divo logró la perfección en su registro de malvado o de pueblerino tonto, vago y despistado, habida cuenta de lo verosímil que resultó en la interminable galería de nacionalidades que abordó: en cine fue griego, turco, italiano, francés, estadounidense, polaco, árabe, mongol, indio, chino, español, filipino y esquimal. ¿Puede llevarse a cabo semejante tarea sin talento?
Igual de polémica resultó su vida privada. Presumiendo de ser “el más macho entre los machos”, abandonó a su primera esposa por Katherine DeMille, hija de Cecil, pero en la noche de bodas la castigó al descubrir que no era virgen. Paró la golpiza sólo cuando la joven le confesó su amorío previo con Clark Gable. Más tarde Quinn sucumbiría ante Rita Hayworth, Barbara Stanwyck e Ingrid Bergman, entre otras. Casado cuatro veces, tuvo 13 hijos, 4 de ellos extra matrimoniales. Dijo que “las mujeres son ligerezas, y los hijos accidentes biológicos”, que “hay que tratar a las reinas como putas y a las putas como reinas”, y que “es justo que todo hombre necesite una esposa, pero lo injusto es que después no pueda echarle la culpa al gobierno”. Al cumplir 80 años convocó a la fiesta a todas sus ex esposas e hijos, y también a sus dos amantes oficiales, ocasionando el lógico escándalo. Era un monstruo de la naturaleza, dentro y fuera de la pantalla.
Desde su debut en 1936 hasta su última aparición junto a Sylvester Stallone (Avenging Angelo, 2001) trabajó en 169 films. Recién alcanzó la cúspide en 1952 con un tema mexicano cercano a su infancia: ganó el Oscar por el rol de Eufemio Zapata, el hermano pendenciero de Marlon Brando en ¡Viva Zapata! A partir de entonces todo cambió, y Quinn accedió a memorables labores en personajes de carácter. En un breve ramillete de recuerdos habría que citar al brutal Zampanó de La Strada (1954), el Gauguin de Sed de vivir (1956, segundo Oscar), el cowboy secretamente homosexual de Pueblo embrujado (1959), el guerrillero antinazi Stavrou en Los cañones de Navarone (1960), el torturado Barrabás (1961), el jeque Auda Abu Tayi de Lawrence de Arabia (1962), el decadente peso pesado Montaña Rivera en Réquiem para un luchador (1962), la enorme fuerza de la naturaleza que implicó ser Zorba el griego (1964), el prisionero rumano convertido en nazi en La hora 25 (1966), el Papa ruso de Las sandalias del pescador (1968) y el borrachín alcalde Bombolini de El secreto de Santa Vittoria (1969). Después vinieron tres décadas de papeles hechos en piloto automático, pero en medio de ellos hubo lugar para labores intensas, como el tío de Mahoma en El mensaje (1976), el Onassis de El magnate griego (1978), el líder libio Omar Mukhtar en El león del desierto (1979), el implacable marido resentido de Revancha (1990) y el italiano racista de Fiebre de amor y locura (1991). Sus grandes trabajos están en internet esperando el reencuentro con los veteranos memoriosos o el descubrimiento de los más jóvenes. Es que Anthony Quinn desplegó como pocos una amplia e inolvidable gama de histrionismo y dramaticidad.
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