“In God We Trust”. Así está escrito en todos los billetes americanos. Era la base de la filosofía política de los EEUU y una clave fundamental de su funcionamiento democrático. Cosa muy especial. No se trata de un régimen confesional, al estilo europeo clásico o musulmán actual. El presidente Eisenhower decía que “nuestra forma de gobierno carece de sentido si no está fundada sobre una fe religiosa profundamente sentida. Y no me importa cuál sea. “Un periodista de la época caricaturizaba a Eisenhower diciendo que para él el lema era “In God We Trust, and don’t sweat the theological details”.
La revolución americana, a diferencia de la francesa, es hija directa de la Glorious Revolution inglesa, que no barrió con todo lo existente, religión incluida. Siguiendo a Locke, los americanos dieron por sentado que una convivencia estable requiere de dos elementos: valores espirituales básicos compartidos y tolerancia religiosa.
Asi, la clave de la política americana no fue el laicisimo ascéptico como ocurrió en nuestro país, sino el pluralismo.
Fue: ya no lo es. Tardíamente, si uno mira el resto de los países de Occidente, el relativismo ha ido erosionando esas bases culturales americanas, sobre las que se construyó, entre otras cosas, el famoso “american exceptionalism”: aquella convicción profunda de ser diferente, especial, que llevó a EEUU a grandes realizaciones, pero también a grandes barbaridades de su imperialismo tardío.
Si bien ese proceso de relativización post-moderna lleva muchos años de gestación, sus efectos estuvieron enmascarados por la Guerra Fría, que daba (u obligaba) la certeza de ser los buenos por oposición o los malos comunistas. Uno de los efectos de la caída del Muro de Berlín fue terminar con la necesidad de mantener una ideología en bloque.
En el camino de olvidar el compromiso filosófico y la adhesión ideológica, los EEUU también van perdiendo el otro pegamento cultural que contribuye a su razón de ser: la historia. Casi todas las sociedades se apoyan en construcciones históricas que las explican y le dan sentido, marcando sus diferencias con los “otros”. Pero en el caso de los EEUU, como lo ha demostrado el fenómeno Floyd, buena parte de la población no está encontrando en su historia cohesión e identificación, sino odio y rechazo. Hasta ahora no se les ha dado por encarar las estatuas de Washington, pero, en definitiva, era esclavista.
Los sectores conservadores, por su parte, en busca de viejas certezas y en ausencia de líderes “piadosos”, onda Ronald Reagan, se han vuelto hacia fanatismos populistas, buscando el American Excepcionalism en Donald Trump.
Este proceso no tiene relevancia sólo para los EEUU. Guste o no, es una potencia mundial y lo que haga o deje de hacer repercute.
Ya lo estamos viendo en los frutos del liderazgo, pésimamente inspirado, de Trump.
Pero, al mismo tiempo, ese proceso que vive EEUU debe servirnos de espejo y advertencia. No es el único, ni el primero, que rema con escaso éxito, tratando de mantener a flote y con buen rumbo, una Democracia que ya no tiene apoyos claros y unívocos.
Dice Francis Fukuyama: “Las modernas sociedades liberales son herederas de la confusión moral dejada por la desaparición de un horizonte religioso compartido… Con el declinar de una creencia cristiana compartida en las sociedades occidentales durante el siglo XX, diferentes reglas y valores de otras culturas, asicomo la opción de no creer en nada, comenzaron a desplazar a las tradicionales… la existencia de valores compartidos cumple la importante función de hacer posible la vida en sociedad. Si no coincidimos en una mínima cultura común, no podemos cooperar en tareas compartidas y no miraremos como legítimas a las mismas instituciones…” Y, más adelante, remata: “El destino contemporáneo de los EEUU, como el de cualquier otra democracia culturalmente diversa que quiere sobrevivir, está en convertirse en una nación “creyente” (creedal nation) (de su libro, “Identity”).
Es lo que sostenía Eisenhower hace setenta años.
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