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La censura en redes sociales por Hoenir Sarthou

La censura en redes sociales por Hoenir Sarthou
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Facebook me comunica que estoy impedido de hacer cualquier publicación o comentario durante un mes, porque una de mis publicaciones “transgrede nuestras (sus) normas comunitarias”. Además me informa que va a castigarme, haciendo que mis publicaciones anteriores, que no merecieron censura, sean menos visibles.

Ya antes estuve bloqueado por seis, cinco, tres y dos días. En todos los casos, la censura apareció ligada a textos que hacían alguna afirmación crítica respecto a las políticas pandémicas y en particular a las vacunas COVID.

Digo “censura”, y agrego “ilícita”, por dos razones. En lo privado, mi contrato con Facebook es muy anterior a la pandemia y a las vacunas, por lo que jamás se me planteó ni acepté que ese tema, en el que mis comentarios no transgreden ninguna norma legal, estuviese vedado.  En lo público, porque, dada la relevancia que tienen las redes en la comunicación social, es inadmisible que las libertades constitucionales de expresión y de información de miles de millones de personas estén sometidas al capricho de las empresas administradoras. La libertad de empresa también debe someterse al derecho constitucional en sociedades republicanas y democráticas.

Alguno dirá: “Y, si te diste cuenta, ¿por qué no adecuás tus textos para eludir la censura?”.

Me lo he planteado. Pero hasta ahora no he querido hacerlo, o  no lo suficiente como para conformar a Zuckerberg. Y eso que ejercí el periodismo durante la última dictadura militar, cuando la escritura y la lectura entre líneas se habían vuelto nuestra segunda naturaleza.  ¿Por qué ahora no, entonces?

Hay al menos dos razones. Una es que, cuando la censura es explícita y la sociedad la conoce y condena, uno puede burlarse de ella aludiendo a lo prohibido sin decirlo. Distinto es cuando la censura es un hecho sordo, una patada por debajo de la mesa, de la que buena parte de la sociedad no quiere darse por enterada. Ser censurado me permite, por ejemplo, escribir este artículo teniendo una prueba contundente de lo que denuncio.

La otra razón es más penosa. En los años setenta y ochenta había en el Uruguay muchos miles de personas dispuestas a leer entre líneas, a captar los mensajes en clave y a celebrarlos con complicidad, incluso en textos largos. Eso ha cambiado. Procesos educativos degradados, la “cultura de la imagen”, y el constante flujo de las redes sociales  han impuesto una lectura rápida, superficial, casi distraída, y necesariamente breve. Gran parte de quienes accedan a un mensaje  no lo leerán si es largo. Mucho menos harán el esfuerzo de decodificarlo si tiene sentidos no explícitos. Por eso, la renuncia a hablar claro y explícitamente tiene un costo alto, con el que de seguro especulan los censores.

A quienes estamos convencidos de estar viviendo la instalación de un régimen autoritario global, de una dictadura de alcance mundial, la censura en las redes sociales no puede sorprendernos. Es expresión lógica de ese fenómeno, que puede describirse como la toma manifiesta del poder político global por intereses que ya detentan el poder económico a nivel global. Algunos dudarán de esa afirmación, porque asocian a las dictaduras con un gobierno estatal abusivo. Lo novedoso es que este régimen no es estatal, sino que el poder es ejercido por empresas e intereses privados, que asumen incluso atribuciones como la censura,  tradicionalmente ejercidas por gobiernos dictatoriales.

La instalación del nuevo régimen, como el de cualquier poder autoritario, requiere el control de la economía, de los sistemas políticos, del saber académico, de los medios formales de comunicación, de los discursos ideológicos, de la producción cultural masiva, y –esta es la novedad del Siglo XXI- de las redes sociales.

La pandemia fue el disparo de largada de ese proceso. El factor de miedo y conmoción públicos que habilitó un proceso de cambio global sin precedentes.

El sistema financiero, a través de organismos como el FMI y el Banco Mundial, compró-extorsionó a la mayor parte de los gobernantes para que se sometieran, paralizando las economías, encerrando a sus ciudadanos, recortando libertades, comprando y aplicando vacunas. Todos sabemos cómo han sido demonizados o sacados del ruedo los gobernantes que pusieron reparos, y sabemos cómo han sido “premiados” los sumisos, como Alberto Fernández, Justin Trudeau, Pedro Sánchez o Joe Biden.

La OMS y equipos de “científicos” oficiales de cada país se ocuparon de dar al proceso el viso de cientificidad académica que justificara las medidas impuestas, encierros, vacunas, test PCR, tapabocas, pase verde, distancia social, etc.. Cientos de científicos serios e independientes advirtieron del disparate, pero han sido ignorados, calumniados y censurados. Tarde o temprano,  habrá que advertir que las carreras científicas necesitan financiación, publicación en revistas arbitradas, congresos, cargos y viajes. Y esas cosas dependen del poder económico, de la industria farmacéutica y de las fundaciones del sistema financiero, lo que hace que los científicos, si son ambiciosos, sean tan o más manipulables que los políticos.

En cuanto a la producción ideológica y cultural, así como a muchas organizaciones sociales, desde hace años  están respaldadas por las fundaciones del sistema financiero, por lo que no puede sorprender el estruendoso silencio de muchos intelectuales, artistas y destacados militantes sociales. No de todos, por suerte.

En penúltimo lugar, la prensa. La concentración de los grandes medios de comunicación en pocas manos,  y su dependencia de las pautas publicitarias de las grandes empresas, explican por qué la gran prensa del mundo, y también la uruguaya, renunció a toda investigación o crítica ante el discurso pandémico, limitándose a reproducir la información oficial como si fuera la Biblia y a proscribir todo análisis u opinión científica de tipo alternativo.

Así las cosas, el control parecería completo. Pero estaban internet y las redes sociales. Y en ellas podía circular y circulaba información y opinión crítica. Eso no podía permitirse. Por eso, Youtube, Facebook, Twitter, Instagram, etc., censuran. Al principio invocando los “fact checkers”, esos controladores de la verdad creados con soprendente oportunidad antes de la pandemia; luego desembozadamente, eliminando videos, audios y textos que pusieran en duda el hegemónico discurso pandémico.

La censura en redes confirma el carácter perverso y autoritario del proceso que estamos viviendo.  Porque internet y las redes sociales significaron, por primera vez en la historia, la posiblidad de que todas las personas dispusieran de  un medio de comunicación propio. Un simple celular permite que cualquier persona tenga un diario, una emisora de radio y un canal de televisión en su bolsillo. Nunca la comunicación había  podido ser tan democrática e igualitaria. Por eso, justamente, no podía permitirse. Por eso se aplicó y se aplica la censura.

Hay un paralelismo que no se puede ignorar.

Como vengo sosteniendo, el verdadero disparador de la pandemia no fue nunca sanitario, sino tecnológico,  económico y político. Por primera vez en la historia, el desarrollo tecnológico permitiría un mundo en que el trabajo humano fuera mucho menos necesario, de modo que sería posible un relativo bienestar para muchos con muy poco esfuerzo y explotación. Sin embargo, el poder económico  (Foro Económico Mundial, Fondos de Inversión, etc.) parece dispuesto a acaparar esa ventaja para construir un mundo muy cómodo para menos gente, marginando o descartando a la fuerza de trabajo innecesaria. Por alguna razón, la pandemia y las vacunas parecen ser cartas fundamentales para ese proyecto de un mundo para pocos.

El paralelismo está en que existe también la base técnica para que la comunicación sea universal y prácticamente gratuita. Pero tampoco en este tema hay voluntad de socializar el beneficio. La censura convierte a esa posibilidad de comunicación universal en una vía de una sola mano, en que sólo la información permitida por los gigantes de la telecomunicación puede circular. Y, nada sorprendentemente, la información más prohibida es la relativa a las vacunas.

La construcción de un mundo para pocos requiere asustar, recortar libertades, comprar y manipular gobiernos, invocar la autoridad científica, saltearse la democracia, someter a la gente, eventualmente reprimirla, controlar a la prensa, acallar a intelectuales, militantes  y artistas, y –claro- censurar a las redes sociales.

Como todos los proyectos soberbios, éste tiene su talón de Aquiles. Consiste en que, para imponerse, necesita mantener engañadas o asustadas a miles de millones de personas.  Una tarea que, por suerte, nuestras cabezas y nuestros corazones todavía podrían frustrar.

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