Al final de la batalla

Según la antigua tradición de los dragones, uno de los dos debía morir. El sobreviviente sería entonces el único guardián de aquella puerta. Cada cual actuó de acuerdo con lo que se supone que tiene que hacer un macho de esta especie enfrentado al trance de demostrar su condición de alfa. Desplegaron sus magníficas colas vegetales, agitaron sus alas, sacaron pecho. Ninguno logró que el otro se acobardara. Abrieron sus fauces erizadas de dientes, emitieron horrísonos rugidos, fruncieron el seño con expresión terrible. Ambos persistieron sin amilanarse. Por un momento, se les ocurrió apelar a su arma más poderosa: echar sobre el rival una sulfurosa vaharada de llamas, chispas y humo. Empero, desistieron en el acto. Primó la cordura. Hubiera sido un suicidio. Eran dragones de madera y el fuego salido de sus bocas los habría reducido a cenizas. Imposibilitados de vencer, módicos, aceptaron su destino: trabajar de consuno como cancerberos de una añosa casona de la Ciudad Vieja.

(Ubicación: Juan Carlos Gómez 1276)