¿Por qué nos sorprendemos tanto cuando vemos aparecer presidentes, como Nayib Bukele y como Jair Bolsonaro, de burdo talante autoritario, de desprecio absoluto por los más elementales principios de convivencia democrática y cuidado institucional? Apenas una rápida mirada por los resultados del estudio de opinión pública Latinobarómetro del 2018 nos advierte que en El Salvador al 51% de la población le da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático; o que en Brasil (Brasil y Honduras) esa opinión llega al 41%.
En un sentido alentador, más positivo, existen relevamientos de opinión como el publicado por el Financial Times que revela que las nuevas generaciones de jóvenes tienen un mayor nivel de insatisfacción democrática. Insatisfacción no es apatía, aunque no conozcamos qué están dispuestos a aportar para superar ese estado de inconformidad. Es relevante la correcta caracterización de ese estado de ánimo, más o menos racionalizado, pues la creciente oferta de partidos autoritarios y nacionalistas, a veces muy ideologizados y siempre oportunistas, ofrecen caminos simplistas hacia una buenaventura pasotista en lo colectivo e individualista en la mirada social, erosionando el debate público y crispándolo.
Es que la indiferencia democrática y la fatiga social respecto a la política (no reducida a la acción partidaria y a la agenda pública, sino incluyendo en esa idea también otros debates públicos, como lo sindical por ejemplo, los feminismos, etc), generan una química de base altamente inflamable, un escenario propicio para la sorpresiva aparición de emergentes con discursos irreverentes, provocativos y ropajes descomedidos, que envueltos por un fuerte marketing y una batería de medios, todos los medios, intentan sacar provecho de la coyuntura. La nueva/vieja derecha presenta en Europa ahora mismo, pero también en el resto de una buena parte del mundo, su paleta de odios, discriminación, y celo restaurador. ¿Si el futuro no habrá de ser colectivamente mejor, entonces cuál es la utopía conservadora? ¿Si ya TFP, Tradición, Familia y Propiedad, y esas mezclas no resultan convocantes, si el mundo digital del presente encandila más fuerte y rápido que cualquier otro adelanto tecnológico del pasado, entonces qué? Quizás dos sentencias de Umberto Eco nos ayuden: 1. “Sabemos muy bien cómo construir una ciudad y cómo transportar información a bajo costo, pero todavía no tenemos ideas precisas sobre cómo conciliar el bienestar colectivo, el porvenir de los jóvenes, la superpoblación del mundo y la prolongación de la vida” (De la estupidez a la locura, original “Pape Satán aleppe”, 2016, U. Eco); y 2. «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles» (columna de U. Eco publicada en el diario La Stampa).
Estas dos afirmaciones contundentes, compartibles, no van al fondo de la cuestión, pero si la contornean y transmiten una suerte de conceptualización del estado de ánimo que fue naciendo como resultado de las sucesivas erosiones de valores que antes sustentaban las aspiraciones de cambio, la aptitud ascendente y una vocación optimista y principista como valores intrínsecos del futuro.
Pero allí no se habla, por ejemplo, de cuestiones vitales, de base, y los refiero desordenadamente y no por orden de prioridades, pues ello dependerá del punto desde el que se pretenda encarar el problema, de cuál asoma como la incertidumbre principal, o dicho en el viejo lenguaje, de la contradicción principal. A saber; la crisis irreversible del trabajo, la desestabilización creciente y profunda del orden del tiempo social que hemos dejado atrás y que todavía nos contiene, una crisis ecológica, que se ha comenzado a atacar pero que aún falta estudiar más profundamente y empoderar a los colectivos (en sentido amplio) de la sociedad; y el peligro de un mundo profunda y radicalmente desigual.
Una desigualdad que no sólo refiere al capital en sentido estricto, de la generación y concentración de la riqueza, sino a las condiciones de vida o calidad de vida, que son el resultado de una asignación diferente de esos recursos sociales, atendiendo no sólo a la educación, salud y vivienda, sino también a las condiciones de vida (y su financiamiento) a lo largo del ciclo vital, y especialmente, los años de la vejez.
¿Acaso es nuevo esto de la concentración y centralización del capital? Obvio que no. Basta con leer El Capital Libro Primero Capítulo 23 para darse cuenta que no. Ya en el siglo XIX otros autores buscaban explicaciones a lo que era una realidad evidente. Por citar otro ejemplo: Thomas Malthus. Formuló la “teoría de la población”, donde expresa que la causa de miseria, desempleo e indigencia de los trabajadores no era achacable al capitalismo, sino al propio proletariado, ya que sus familias se multiplicaban más rápido que los alimentos necesarios para subsistir. Admitamos que le daba una formulación hasta con un barniz más elegante: mientras que la población crece según una progresión geométrica, la capacidad de aprovechas los recursos del planeta lo hacen a una progresión aritmética, o sea, mucho más lentamente. Modernizados, adaptados al lenguaje de este tiempo, estos palabreríos reaparecieron. Que don Malthus dijera estas cosas en el siglo XIX, es una cosa; que se apele a ellas en el siglo XXI, es una grotesca exhibición de vulgaridad intelectual y pobreza ciudadana.
Reformular la democracia y revitalizar sus instrumentos
Retomar la senda de los cambios y las transformaciones profundas requiere, como hay consenso en su necesidad, reformular la herramienta política de los cambios. Pero no sólo se trata de reformular la gobernanza del Frente Amplio para que libere potencialidades y desate energía transformadora, sino para relanzar propósitos nuevos a la luz de la experiencia de la gestión de tres lustros y de los retrocesos recientes, a partir de una nueva plataforma audaz e innovadora, inclusiva e integradora, fruto de una agenda política propia de estos días y un detenido análisis, con fundamento técnico y estratégico, de modo de transformar las debilidades de ayer en nueva vitalidad y energía transformadora, para hacer más fuerte las fortalezas de ayer.
La tarea está iniciada y avanza. No es lineal; es obvio. Es acumulativa. Es necesario el recambio generacional y buscar fundamentos para asegurar los próximos relevos. Pero no alcanza sólo con eso. El mundo ha cambiado y el país también; ello nos recuerda que es necesario interpretar estas circunstancias y junto a las fuerzas de la producción y de la academia, generar una nueva agenda. Es tiempo de esa construcción, instrumento y plataforma, inclusiva y abarcativa, que también está en marcha y requiere trabajo. Todos sabemos que es necesario regenerar los espacios de participación y las formas de militancia, incluida la propia organicidad. También sabemos que es necesario mucho debate y mucha actitud para escuchar y enriquecer la agenda de reivindicaciones.
Es un recambio generacional, sí. Que cobra sentido y dimensión si y solo si se formula nueva agenda de demandas y reformas propias de estas horas.
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