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Alias Prudencio por Luis Nieto

Alias Prudencio por Luis Nieto
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Conocí a Luis Alemañy en el Corredor 23 de Punta Carretas, a mediados de octubre de 1971. El apodo Bazuca es de aquellos tiempos. En la ya mítica cárcel y en los meses siguientes a la gran fuga, los que llegábamos y los que se iban al exilio chileno vivimos algo inesperado: de la clandestinidad, de los nombres truchos, y del silencio sobre nuestras vidas privadas, pasamos a un limbo hecho de anécdotas, algunas gloriosas, otras de índole familiar y, donde antes había una cerrada compartimentación brotaba un torbellino de coincidencias, de amigos en común, de sitios públicos frecuentados por esa generación de guerrilleros que se proponía cambiar el Uruguay y el mundo, como fuera.
En la olla de fierro que se amalgamaron nuestras almas inquietas, se formó una cofradía que hasta el día de hoy disfruta de una identidad, hasta sin proponérselo. El corredor 23, en el actual lado noreste del Shopping de Punta Carretas, fue el inicio de nuevas hermandades. La que me unió a Luis Alemañy, alias Bazuca, alias Prudencio, fue una de ellas; para mí, de las más cálidas y duraderas. El pasado lunes, 25 de marzo, Prudencio libró su última batalla por un lugar en el cielo de los justos. Nunca se cansó de batallar por ideas y desafíos que en aquel momento llamaban a las puertas de la juventud.
El alias que más lo identificó se lo pusieron sus compañeros, nada más llegar al penal. Iban él y otro compañeros hacia una operación, en un taxi secuestrado, cuando una patrulla de la Metropolitana confunde ese taxi con otro que estaba requerido y comienzan a perseguirlo. En la operación estaba planificado que utilizasen una bazuca de las que fabricaba el MLN, que llevaban desarmada en el asiento de atrás del taxi. Los guardias, sin mediar más que la sirena, empezaron a disparar sus armas hacia el vehículo en que viajaba Prudencio. El vidrio trasero pronto desapareció de tantos tiros que le acertaron los perseguidores pero ninguno dio en el blanco. Mientras el que conducía el taxi se esforzaba por mantener el control, a la vez de esconder la cabeza lo mejor posible, Prudencio pasó la pierna sobre el asiento y se acomodó en el asiento trasero para desenvolver el paquete de la T1. La camioneta de la metro venía respirándoles en la nuca y descargando sus metralletas hacia adelante. Prudencio consiguió armar la bazuca entre tanto ruido de vidrios rotos. La asomó por el parabrisas trasero hecho añicos y apuntó al medio del parabrisas de la “chanchita”. A esas bazucas, dentro de la Orga, se les hizo mala fama. Decían que fallaban, la que usó Prudencio no falló. En otra oportunidad, en la que estuve presente, el gallego Pie de Casas Fernández apuntó al medio del coche de un alto oficial de la Marina, estacionado frente a su casa, y el coche pareció que se inflaba de fuego y gases, quedó deshecho. Prudencio apretó el disparador y la bazuca partió con precisión hacia el objetivo. El chofer de la camioneta vio el fogonazo y no tuvo tiempo más que para apretar el freno y bajar la cabeza en el instante previo a que la granada rompiese el parabrisas y cayese en su falda. El tipo frenó como pudo, unos pocos segundos bastaron para intentar lo único que el chofer podía intentar: tomó aquel proyectil alargado, y lo tiró por la ventana para que explotase fuera. Prudencio y su compañero aprovecharon para alejarse de los policías que tuvieron mucha suerte: la granada no explotó nunca. Prudencio se había olvidado de quitarle el seguro, y de no ser por eso la granada hubiera reventado la camioneta con el mismo efecto de la que reventó el coche del alto mando de la Marina. Pero la fuga duró poco. El que iba al volante perdió el control del taxi, y al intentar tomar por una calle transversal chocaron con un árbol. No tardó mucho en que los policías rodearan el taxi y descargaran las armas en ellos. Los vecinos abrieron las ventanas para ser testigos de algo extraordinario. Ya sin municiones, y ciegos por el nerviosismo, se encontraron con dos tupamaros ilesos, sin un rasguño. Los policías los arrastraron por los pelos y siguieron golpeándolos con sus armas. Los vecinos empezaron a gritarles y cuando la adrenalina cedió, los dejaron tirados, con las cabezas llenas de sangre.
La historia posterior de Alemañy es coherente con aquel incidente que le valió el seudónimo de Bazuca, aunque no es el que ilustra los retos que tuvo que enfrentar después. Alemañy estuvo en el Punto Cero, en Cuba, recibiendo entrenamiento militar, y volvió al Uruguay como responsable militar de lo que había quedado del MLN después de 1972. Cero infraestructura, una organización desmantelada y una militancia tan llena de coraje como la anterior pero con un promedio de edad bastante menor. Todos los planes que el Ejecutivo de aquel momento, y que Prudencio integraba, fracasaron sin excepción. Las brutales torturas acabaron haciendo mella en la joven militancia. Al mismo tiempo, lo que pasó a ser la retaguardia, en Argentina, se había vuelto un infierno.
En abril de 1974, Prudencio encabezó una iniciativa que reclamaba tanto coraje como conciencia del paso que se proponía: abandonar la lucha armada, y poner a salvo a toda la militancia que se pudiera trasladar a sitios de un exilio seguro. Lo que Prudencio fue a decirle a William Whitelaw a la playa de la Agraciada fue que no solo en Uruguay no había ni habría condiciones para llevar adelante la lucha armada sino, que, había sido un gran error conceptual impulsar la lucha armada donde hubiera, por lo menos, resquicios por donde conseguir objetivos sociales por la vía democrática, como lo había advertido el Che en el Paraninfo de la Universidad. Esta reunión desató un proceso que desembocó en la adhesión de la iniciativa por parte del sector mayoritario del MLN, a pesar de que en ese momento la organización tenía una fuerza militar más numerosa e incomparablemente superior, desde el punto de vista militar a la que tuvo en el pasado. En Argentina contaba con una fábrica de metralletas, tenía dinero suficiente y un entorno militar en toda la región que parecía respaldar la continuidad de la lucha armada. La visión del sector renunciante no se detenía en las circunstancias concretas sino en la mirada larga hacia el pasado y el futuro. La batalla teórica y práctica se desató a raíz de la iniciativa de los cuatro miembros de la Dirección: Luis Alemañy, Lucas Mansilla, Kimal Amir y William Whitelaw, que se alinearon con la propuesta de renunciar a la lucha armada, proceso que se produjo a lo largo de los años 1974 y 1975. Andrés Cultelli y Gabino Falero Montes de Oca, se opusieron, plegándose a la tesis de la lucha continental junto al MIR chileno, el PRT argentino y el ELN de Bolivia. Cultelli y Falero sostuvieron una fuerte posición afín a construir un partido de cuadros, definiéndolo como un instrumento capaz de conducir al proletariado a la insurrección popular. Por otra parte, los “peludos” Juan Bentín y Ataliva Castillo se mantuvieron al margen de la controversia hasta que la Dirección histórica, que estaba presa, y en condición de rehén, con la advertencia de que comenzarían a ser fusilados ante la primera acción guerrillera. La inmensa mayoría de quienes en ese momento se entrenaban en Cuba rechazaron la oferta cubana de ir a pelear a Angola y decidieron exiliarse en países con garantías para sus vidas y las de sus familias, eligiendo la acción solidaria y política de lucha contra la dictadura.
Después de que la militancia renunciante había abandonado la Argentina, y tras el asesinato de William Whitelaw, junto a su compañera Rosario Barredo y los legisladores Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, Prudencio y Nina, con la que acaban de cumplir 50 años de compartir peripecias, se establecieron en Lyon, Francia, donde formaron una familia a la que educaron en el respeto a la libertad, a las ideas democráticas y el amor a su país. Corajudo mientras el MLN mantenía condiciones para continuar la lucha armada, y corajudo para enfrentar lo que vino después. Prudencio volvió a mostrar la misma madera cuando hubo que enfrentar un duro debate ideológico que fue laudado por la inmensa mayoría de los militantes tupamaros a favor del abandono de la lucha armada.
Le quedaron cosas por hacer. Desde su vuelta al Uruguay, en 1984, Prudencio buscó alternativas democráticas para continuar afirmando la vigencia de las ideas y siempre reflexionando sobre aquel instante definitivo que puso en marcha la reunión que tuvo en la playa de la Agraciada con William Whitelaw. Algunos, pocos, todavía se lo cuestionan. Es cierto que en aquel momento el MLN tenía la capacidad como para reducir a escombros cualquier cuartel militar en unas pocas horas, pero lo que el MLN no podía era cambiar las circunstancias que sobrevendrían a una matanza de ese tipo. A la dictadura solo le faltaban motivos para fusilar a los presos y ahogar en más angustias a la población. El MLN había caído, casi en su totalidad, hacia finales de 1972. Y en ese año había sufrido una derrota irreversible. Eso pesaba en cualquier análisis voluntarista porque una cosa era acosar a las fuerzas de seguridad, otras, derrotarlas. El de la Agraciada fue un paso que requería un gran coraje, como también el que se requirió para cuestionar una lucha que tocaba y toca una parte tan sensible como la de obviar la voluntad de los que habían muerto o estaban presos. Prudencio era el responsable militar del MLN dentro de Uruguay. Había estado en Cuba y también sabía que montar una fuerza capaz de doblegar a la dictadura uruguaya no era una tarea parecida a la del desembarco de las fuerzas rebeldes con que había contado Fidel Castro. Aquellas circunstancias fueron excepcionales. El trabajo decisivo no lo había protagonizado la fuerza expedicionaria que desembarcó en el Granma sino la militancia del 26 de Julio que peleó en las calles de Santiago para distraer a las fuerzas de Batista y, posteriormente, para socorrer a los pocos rebeldes que sobrevivieron al desembarco y se perdieron en la Sierra Maestra.
La mayoría de la izquierda uruguaya estaba aglutinada en la herramienta política más grande que había conseguido crear, una fuerza que asumía la democracia representativa como instrumento de lucha. La huelga que sobrevino al golpe de Estado de 1973 también había dejado muchas enseñanzas que pesaron en la propuesta de Alemañy al resto de sus compañeros, asentados ya en Buenos Aires para tomar una decisión sobre el futuro del MLN. Luis Alemañy estaba convencido que la consigna de los 33 Orientales no era, en esas circunstancias, una alternativa: Ni en el más optimista de los escenarios se podía esperar otra cosa que muerte y más represión, cosa que sucedió hasta sin que el MLN pudiera iniciar una campaña militar en contra de la dictadura.
Aunque no hubiese otros datos que ilustraran el transcurso de Luis Alemañy, alias Prudencio, en la vida de nuestro país, ante su fallecimiento y a cincuenta años del encuentro en la Agraciada, estas pinceladas pretenden llamar la atención sobre una disyuntiva que pesó sobre el futuro de nuestros conciudadanos mucho más de lo que algunos imaginan.

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