Cuando el 24 de noviembre me disponía a escribir esta nota sobre el balotaje en Uruguay, decían que nos encontramos con una elección muy reñida o, empleando un término hípico, de photo finish. Al final, sin considerarse el escrutinio de los votos observados, gana la oposición -como lo pronosticaban las encuestas, que fallaron en los porcentajes-.
Pienso como deber personal que debo anticiparme a lo que puede venir, no como acto volitivo de adivinación, sino como advertencia general de acuerdo con las circunstancias que rodean la realidad y el seguro cambio de signo de gobierno, máxime cuando éste viene -cada cual con intensidad propia- cargado en prácticas de clase de señales conservadoras convergentes.
Siento que no se debe pasar raya final al pasado: está ahí para estudiarlo, aprender de él, discutirlo, corregir y aceptar que de acuerdo con la normatividad con la que vivimos, en los comicios de octubre próximo pasado el electorado tomó una decisión: de ellos surgió la determinación adoptada por la mayoría disponiendo que el Legislativo -en principio- y el Ejecutivo quedaran a merced de una quinteta de partidos que van desde la centroderecha (Partido Independiente) con expresiones de acervo personal; una conducción (Partido Nacional) heredera del sector partidario más conservador, cercano al corporativismo franquista, acompañada por un antiguo colaboracionista del ex presidente Luis Lacalle de Herrera, sin nada que lo vincule al pasado reformista del Partido Colorado; un disminuido Partido de la Gente, postulante de trucos ilusionistas de emprendedurismo, llegando hasta un agrupamiento militar que se denomina Cabildo Abierto -conducido por un ex general- constituido en el reaseguro castrense del conjunto, tenido como el ala trasnochada, represiva y antidemocrática del conglomerado.
Esta congregación está unida por su destino histórico común en pensamiento, acción y creencias económicas de clase: eso es lo que los junta.
En medio de este giro que le imprimió la derecha radical, ésta pudo interponerse a las aspiraciones progresistas de continuidad gubernamental y sobrevendrá -quiérase o no- más temprano que tarde, la autocrítica de los desplazados, que abarcará a integrantes destacados de la coalición frenteamplista y abarcará hasta los más modestos militantes. Los habrá que intenten integrar una corriente popular recurriendo -quizá- a lo que consiguieron avanzar, pusieron en juego y lo pueden perder; sabedores de que son la primera minoría, con aflicción soportar el haber perdido las mayorías legislativas; demandar más energía de la dirigencia sindical: sentido de pertenencia de clase, políticas de conjunto y entender que desapareció la práctica del arrejuntamiento y constreñimiento del último tiempo. En fin, pienso que la autocrítica para ser eficaz deberá eliminar todo subterfugio y vestigio de oportunismo.
De otro lado, haciendo su propia evaluación, estarán los que se erigieron en líderes, opinaron por los demás, tomaron resoluciones, hicieron alianzas en las que se incrustaron para perdurar -con diversos destinos-, que intentarán hacer más de lo mismo sumando promesas de cambio y practicando o proponiendo algún maquillaje. Procurarán estar, seguir y dirigir -sobre la base de una cierta meritocracia política sustentada, en parte, por mitos, cuentos o leyendas- pretextando la conservación de la unidad y así continuar “dando línea”.
Este tiempo de 14 años de progresismo logró alguna numerología que puso en Latinoamérica al país por delante de otros en vivienda, educación, derechos de mujeres y niños, protección de minorías, salud, salario, previsión social, etcétera. Esas cuestiones, difundidas mecánica y sistemáticamente indujeron a que parte de la población creyera que habitaba el mejor de los mundos, cuando esas cifras eran lejanas a las de naciones desarrollados y de lo que se hubiese propuesto alcanzar por las grandes mayorías de haberse profundizado y ampliado los límites.
Por encima de lo publicitario, atravesando los espacios compartidos con la derecha (cultura, arte, cine, literatura) o domina (diarios, radios, televisión), habitamos un continente de injusticias e inequidades que de tarde en tarde explotan y conmueven sociedades -como en Ecuador, Chile o Colombia-; donde las judicializaciones acaban con quienes se arriesgan a apartarse de las normas establecidas (Lugo, Correa, Dilma, Lula, Cristina o Evo) y se castigan y combaten las ideas que conducen -por distintos senderos- al anticapitalismo y al socialismo (Fidel, Allende o Chávez).
Hay que recordar que existe un Pacífico con “tiburones” como Piñera, Moreno y Duque; que hasta el 10 de diciembre sufriremos a Macri y que del otro lado tenemos a quien aplaude dictaduras y homenajea a Pinochet: Bolsonaro.
Los países latinoamericanos, debido a la falta de una amplia industrialización y de que exportan -en general- productos primarios sin sumarles valor, resultan oprimidos por las burguesías locales y el imperialismo, sin lograr estabilizar y generar credibilidad en sus sistemas políticos, por “bien portados” que éstos sean. De ahí que todo intento asociativo y de complementariedad pretendido por los latinoamericanos sea combatido desde temprano en cada nación por el capitalismo y las oligarquías.
El resultado de esta contienda es que la oposición unida consiguió romper la hegemonía legislativa que tuvo el Frente Amplio (FA) en los pasados quinquenios y le hundió el piso electoral del Ejecutivo en segunda instancia.
Si Luis Lacalle Pou, quien obtuvo en primera vuelta el 29% de los votos y para el balotaje amontonó a todos los opositores, se queda con la presidencia -como se supone-, se correrá más a la derecha para conformar a la mayoría de sus consocios y adelanto que lo primero donde se verán los cambios será en política exterior: el alineamiento automático con la Casa Blanca y su Departamento de Estado; la hostilidad sin propuestas de solución hacia Venezuela; los cambios en la OEA y el papel que le dará al Mercosur.
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