El arribo de la derecha a los gobiernos en Latinoamérica es un fenómeno repetido. Brasil y sus autoridades se han convertido en emblema de esa reincidencia. El tiempo permite decir que pese a los avances innegables de los sucesivos gobiernos de Lula y el PT -con ciertos límites- propiciaron progresos de millones de desfavorecidos que se incorporaron al mercado -sin contravenir formas del capitalismo- al que luego siguió un primer gobierno y en el segundo la expulsión de Dilma Rousseff -de acciones represivas antiestudiantiles-, el apresamiento del mayor líder popular, acusado de corrupto y permisivo, y que una fracción de la derecha se entronizara con un poco conocido ex capitán.
Precedido por el entreguista corrupto Michel Temer, que transfirió la principal fuente de exportación nacional al extranjero (Embraer a la estadunidense Boeing), lo que ha hecho Jair Bolsonaro en sus aristas sobresalientes fue cumplir con un promotor, la empresa Taurus, ampliando en favor de ésta la posibilidad de tenencia y portación de armas; impulsar modificaciones fiscales de las jubilaciones; negar la existencia de la dictadura instalada en 1964, obligando a archivar los expedientes sobre asesinatos y desapariciones de trabajadores; plantearse despenalizar normas para conductores de vehículos privados; eliminar las autonomías de las universidades federales -rebatido por más de 2 millones de personas en oposición callejera- y en estos días imponer al Supremo Tribunal de Justicia aceptar que por la sola decisión del Poder Ejecutivo, sin autorización del Congreso, se enajenen los bienes de empresas paraestatales productivas o de servicios.
Bolsonaro concita reacciones adversas incluso de sectores de la burguesía que antes se manifestaron en favor de deponer a Rousseff. En tanto, el presidente se siente habilitado para repartir entre transnacionales (estadunidenses) el pre-sal, territorio de su soberanía marítima. De esto manifiesta el ex director de Exploración y Producción de Petrobras, Guilherme Estrella: «Es el paso decisivo en la conclusión del proyecto que coloca al país de rodillas frente a intereses antibrasileños».
Con el concurso y acuerdo de autoridades locales, una suerte de “fuerza de tarea” encabezada por el FBI -que antes intercambió informaciones sobre lava jato y Odebrecht- lanzó desde su sede miamense una nueva operación en el área de salud contra Johnson e Johnson, Siemens, General Electric y Philips de Brasil argumentando indicios de corrupción en contratos públicos.
La semana pasada Bolsonaro retribuyó una visita de Mauricio Macri y formuló asertos increíbles, como que haría con Argentina un frente contra Venezuela, obviando el existente -conocido como Grupo de Lima, comparsa de Washington- y dos cosas de cierta inminencia: un acuerdo con la Unión Europea y el peso real como moneda única del Mercosur. Nada con auténtico asidero; su viaje fue entendido con el estar antes del “canto del cisne” de Macri.
Asimismo, acerca del gobierno -destacando sus dislates y “metidas de pata”- connotados intelectuales como Eric Nepomuceno, Leonardo Boff y Emir Sader subrayan sus dichos de pretensión desmedida y destemplada proferidos en Israel, Chile y Argentina, más los niveles de obsecuencia con Donald Trump, aunque también apuntan el rechazo en muchas partes de Estados Unidos.
Sin embargo, esos destacados escritores no nos dan arquitecturas verosímiles de opiniones acerca de qué hizo factible que llegara a ocupar en Brasilia el Palácio do Planalto: ¿tan numeroso fue el apoyo de un sector de la burguesía; de alto impacto la caída de Dilma o los efectos de la judicialización de la política con prisiones de Lula y otros?
Los gobiernos de Argentina y Brasil no han generado mejoras sociales de los estados donde son gobierno, al contrario; siguen ninguneando a los socios menores del Mercosur -que constituyeron el mismo para superar el eje São Paulo-Buenos Aires, productivo y comercial de origen- y de todas formas ellos ahí están: el neofascista paulista y el otro al que vinculan con la ‘Ndrangheta. Lo peor es que aspiran a quedarse o ser sucedidos por aquellos que los pusieron.
Hasta el influyente Le Monde parece darles la razón a los eminentes colegas cuando afirma que Brasil corre el riesgo de volverse una «idiocracia» (gobierno de los idiotas), de acuerdo con el nivel intelectual del mandatario, rememorando la película de ficción Idiocracy. El parisino retoma el artículo del periodista Hélio Schwartsman en Folha de São Paulo que cuestiona la inteligencia de Bolsonaro y agrega los enredos de corrupción en que estarían envueltos sus hijos, además de dichos de su “gurú” -Olavo de Carvalho- que afirma que la Tierra es plana.
Más allá de su declarada aversión hacia los negros, la diversidad sexual, la igualdad de género y su conjunto de posiciones ultraderechistas, creo que la eliminación del Ministerio del Trabajo es de las señales más ominosas hacia los sectores mayoritarios brasileños, junto con los ataques que reducen territorios a los indígenas en el Amazonas y la actitud criminalisante en que inscribe a los Sin Tierra. No se trata de que el ministerio anulado sirviera de protección a los trabajadores, sino que envía una señal alarmante de clase.
Por principio, pienso que existe inadecuación de lo político con la realidad social que ha cambiado de 1985 hasta ahora, lo que en gran medida rediseñó las relaciones entre clases sociales y promueve movilizaciones políticas – focalizadas y parciales- que pueden encontrar su convergencia en un movimiento de resistencia a la situación de entrega a trasnacionales gringas y al capitalismo primario, financierista, reaccionario y autodenominado nacional.
No puedo dejar de pensar que quienes hablan de “gobernantes idiotas” como Bolsonaro o Trump (C’est Dumbo, l’idiot volant / Es Dumbo, el idiota que vuela), con esos adjetivos toman un atajo que elude la esencialidad de explicar por qué se padecen estas realidades amenazantes y expansivas.
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