El 22 de marzo Bruno Ganz habría cumplido 80 años. En cine ostentó un interesante record: fue la encarnación religiosa del Bien, un ángel, y el mayor símbolo humano del Mal, Adolf Hitler. A esas alturas ya era un artista de sólida y talentosa carrera. Al morir contabilizaba 127 películas para cine y TV. Fue, además, uno de los dos mejores actores teatrales en lengua alemana de su generación, junto a Klaus María Brandauer.
TEATRO. Nacido en Zurich, era hijo de un trabajador suizo y un ama de casa italiana del norte. Estudió arte dramático en el Bühnenstudio de su ciudad natal, donde debutó en 1960 como actor amateur. En 1961 decidió perfeccionarse, viajó a Berlín, estudió a las órdenes de Peter Zadek y Kurt Hübner, y desde 1964 formó parte de un grupo joven de teatro independiente. Era una época contestataria, y la compañía abandonó las salas estables, recorriendo el país y actuando para la gente en lugares improvisados como cervecerías, cines y fábricas. Años después, un Ganz muy diferente confesó que “no era el tipo de persona que podía pasarme toda la vida en las fábricas intentando convencer a los obreros de hacer una revolución”. El viraje sobrevino en 1967, cuando el director Peter Stein le ofreció el rol protagónico de un Hamlet iconoclasta y consagratorio: llegaba la fama, y Ganz supo aprovecharla. Con Stein fundó en 1970 la compañía teatral Schaubüehne, y entre 1971 y 1977 volcó su talento en autores tan disímiles como Gorki, Von Kleist, Ibsen, Hölderlin y Eurípides. Se convirtió así en un pilar del nuevo teatro alemán, desarrollando un estilo intelectual, frío, hierático y no discursivo.
Esas características coincidían con sus rasgos personales. Fue un hombre reflexivo con tendencia a la introspección, dueño de un carácter donde los tics y las manías lo hicieron temible a los ojos de sus colegas. Poseedor de un exacerbado afán de perfeccionismo, necesitaba permanecer solo en su camarín sin hablar con nadie durante dos horas antes de cada función, no se sentía a gusto sin caminar a paso rápido durante 40 minutos cada mañana, y aún en períodos de inactividad artística se las ingeniaba para trabajar durante diez horas en todo tipo de tareas. Rarezas aparte, su personalidad y su nivel intelectual (hablaba cinco idiomas a la perfección) contribuyeron a dotarlo de una apariencia profunda, austera y atormentada, que le abriría las puertas del cine. Pero para Ganz el teatro siempre estuvo primero. Después de cinco años de alejamiento, volvió en 1981 con otro memorable Hamlet, al que siguieron más éxitos, culminando en 2000 con una impresionante adaptación del Fausto de Goethe. Esa experiencia para TV duraba 22 horas, reducida a 13 para su comercialización final.
CINE. Pero su carrera en cine fue también eminente. Debutó en Los veraneantes de Peter Stein (1976), adaptación de un texto de Gorki, y desde entonces su tarea para cine tuvo un par de características muy visibles: intervino en empresas “serias” dirigidas por gente talentosa, y se decantó por personajes que se debaten o conviven en las fronteras entre el Bien y el Mal, luchando con ángeles o demonios diversos. De esos inicios cabe destacar al joven conde de La marquesa de O. de Eric Rohmer (1976), el desapegado amante de Nathalie Baye en La muchacha de provincia de Claude Goretta (1980) y el conde enamorado de Isabelle Huppert en La verdadera historia de la dama de las camelias de Mauro Bolognini (1981). También fue el honrado ciudadano involucrado en una incontrolable sucesión de crímenes en El amigo americano de Wim Wenders (1977), el vendedor de inmuebles de Nosferatu el vampiro de Werner Herzog (1979) y el periodista que intenta huir de una crisis matrimonial sumergiéndose en el infierno del Líbano en la notable y olvidada El ocaso de un pueblo de Volker Schlöndorff (1981). Logró una culminación en El cuchillo en la cabeza de Reinhard Hauff (1978), historia de un hombre baleado por la policía, que sobrevivía semi paralítico y mudo, era acusado de apuñalar a un oficial y terminaba siendo defendido por sectores de la izquierda alemana, que veían en él a una víctima de la brutalidad institucional.
Después llegaron sus labores más icónicas. Una fue la del ángel Damiel en Las alas del deseo de Wim Wenders (1987), personaje que se identificaba con las penas, alegrías y dolores de una humanidad acongojada, a la que intentaba escuchar y ayudar, para finalmente renegar de su condición angélica, optando por la vitalidad de la humana imperfección. Otra la plasmó en La eternidad y un día de Theo Angelopoulos (1998), donde incorporó a un poeta gravemente enfermo que el día antes de internarse en un hospital decide ayudar a un niño albanés refugiado, que quiere volver a su país. Por Pan y tulipanes de Silvio Soldini (2000) obtuvo el David di Donatello, que anticipó el Oso de Oro de Berlín por el conjunto de su carrera.
Y luego llegaría la mayúscula proeza de su Hitler en La caída de Oliver Hirschbiegel (2004), donde a un exterior muy cuidado por los maquilladores sumó gran sutileza de composición para trasmitir al público el interior de un ser torturado, aferrado a delirios de grandeza en medio del caos reinante. Basta ver dos estallidos de aterradora violencia verbal y gestual, y confrontarlos al cariño que tiene por su perra, la fría determinación con que se refiere a la masacre del pueblo alemán, o el deterioro físico del último tramo, para dimensionar en justa medida la amplitud de registros de un actor en plena posesión de sus medios. Después intervino en mucho film como secundario de lujo, pero también fue coprotagonista en Vitus (2006), Heidi (2015), Un judío debe morir (2016) y The Party (2017), aunque nada de eso pueda compararse con su Hitler. En 2018 los médicos le diagnosticaron cáncer intestinal, murió el 16 de febrero de 2019 y ya se lo extraña.
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