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BUFONES Por Hoenir Sarthou

BUFONES Por Hoenir Sarthou
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Al menos desde la Edad Media, el poder político, básicamente el de reyes y nobles, apareció acompañado por la figura del bufón, un personaje a menudo contrahecho y siempre ridículamente vestido, que tenía por función divertir al rey y a la Corte con chistes, acrobacias y pantomimas en fiestas y banquetes.
La cosa es que, con frecuencia, su función le daba al bufón prerrogativas que nadie más tenía en el reino, como la de bromear con el rey, opinar críticamente sobre asuntos políticos y burlarse de personajes encumbrados de la Corte, actos que para cualquier otro súbdito habrían significado la muerte. Al parecer, en tanto hiciera reír, el bufón era prácticamente impune.
A modo de ejemplo, Triboulet, un famoso bufón francés de la corte de Francisco I, fue amenazado con matarlo a palos por un noble, del que se había burlado. El bufón fue a quejarse y a pedir protección al Rey, que le dijo: “No temas. Si lo hiciera, quince minutos después le hago cortar la cabeza”. A lo que se supone que el bufón contesto: “Mucho mejor sería que se la cortaras quince minutos antes”.
¿Cómo se explica que monarcas tan poderosos, capaces de cortar cabezas por su libre decisión, toleraran a estos personajes que bromeaban y se burlaban de ellos con tanto desparpajo?
La respuesta habitual es que las diversiones eran pocas, por lo que la risa se valoraba sobremanera, y que, viniendo de un personaje que tenía y cultivaba una apariencia ridícula, la ofensa perdía vigor. Pero sospecho que hay además otra explicación.
Toda autoridad absoluta, que usualmente deviene en autoritarismo, genera en los subordinados resentimientos y ofensas que, en la medida en que el poderoso no tolera discrepancias y actúa su autoridad con solemnidad, no tienen oportunidad de expresarse. Esos resentimientos suelen ser fuente de conspiraciones, revueltas y atentados, las cosas que el poderoso más teme.
Desde ese punto de vista, resulta bastante obvio que el bufón cumplía una doble función. Por un lado, oficiaba de válvula de escape, para que los cortesanos pudieran ver expuestas sus críticas y ofensas sin arriesgar la cabeza. Si de alguna manera lograban ver criticados y ridiculizados a sus adversarios políticos más poderosos que ellos, era menos probable que el descontento diera lugar a violencias. Es decir, operaba un efecto catártico muy claro.
Pero, por otro lado, es de suponer que la actuación del bufón, con sus críticas, bromas y pullas, le permitía al monarca saber cuáles de sus actos generaban rechazo y cuál era la reacción del público respecto a ellos. Eso, para cualquier monarca con cierta inteligencia, debía de ser una información invalorable para preservar su trono y su vida.
Estoy hablando de la Edad Media, o quizá antes, pero la función del bufón no desapareció con la Edad Media ni con el Renacimiento. Todo lo contrario, se desarrolló y sofisticó a niveles casi inimaginables.
Todos hemos visto a bandas de rock, artistas rebeldes, comediantes, escritores “malditos”, actores y directores de cine “antisistema” que formulan críticas lapidarias contra el poder, incluido el poder de las disqueras, editoriales, productoras de cine y mercaderes del arte, al tiempo que hacen giras y presentaciones publicitarias y cobran voluminosos “cachets” y derechos de autor de esas mismas empresas de las que abominan. Y no es durante un año o dos, hasta hacerse ricos y famosos. Hay quienes que llevan cincuenta años o más cultivando y vendiendo la imagen de rebeldes inconformistas y facturando millones de dólares por eso. Basta pensar en los Rolling Stones, por ejemplo, que a esta altura han acuñado, explotado y visto morir la rebeldía de cuatro generaciones de adolescentes.
La cuestión no es sólo de los artistas. También hay políticos y líderes de opinión que trabajan de revolucionarios inclaudicables durante décadas, hasta convertirse en símbolos, en marcas registradas, luego son eurodiputados, invitados a la ONU y al Foro Económico Mundial, finalmente dan sus nombres a calles y plazas y, por último, se convierten en posters.
Lo que quiero decir es que el papel de bufón no ha desaparecido. Se ha transmutado en otros oficios. Pero sigue cumpliendo las mismas funciones: catalizar y canalizar la rebeldía social hacia vertederos (recitales, vestimentas, partidos, modas intelectuales y artísticas) en los que no haga verdadero daño al poder sistémico. Al tiempo que la información que emerge de las reacciones del público permite evaluar y mejorar las próximas rebeldías programadas. Hay algo que sí es nuevo, propio del capitalismo. Los antiguos bufones no generaban ganancia a sus amos. En cambio, los nuevos bufones permiten a sus productores facturar millones.
Nada es más difícil hoy que determinar si las expresiones artísticas, intelectuales y políticas son auténticas o son un producto más del mercado bufonesco de la rebeldía.
Hay indicios, claro. Si una modalidad artística, o una moda intelectual, o un movimiento supuestamente antisistémico, apenas aparece cunde como “boom” por el mundo, llena estadios, convoca multitudes, si genera notas en las revistas y en las ediciones dominicales de los diarios y entrevistas en los programas de TV de la tarde, si sus figuras dan conferencias en las universidades y se presentan en ámbitos parlamentarios, pueden tener la seguridad de que se trata de un proyecto bufonesco más.
Pero no siempre la cosa es tan clara. La capacidad de simular rebeldía, e incluso de comprar rebeldía que un día fue auténtica, es enorme. Y muchas veces es difícil detectar la diferencia.
Los llamamientos a descreer de todo y a romper todo, y los que te aseguran que estás llenos de derechos y que lo único que debés hacer es reclamarlos, llevan la marca de fábrica de la falsedad. O son producidos y fabricados en serie, o son un reflejo ingenuo de esas producciones en serie.
Hay sólo una pista que me parece casi segura. Si el autor, o artista, o intelectual, o político, o líder de opinión, te dice que la situación -la que sea- es difícil, y te aconseja que dudes de la información masiva, que investigues, te informes y pienses por tu cuenta, si al final no te vende ninguna solución maravillosa a condición de que le creas o lo votes, si te recuerda que el único que puede mejorar las cosas sos vos mismo, en actitud constructiva, unido a otros, y con gran esfuerzo, entonces podés empezar a prestarle atención.
Eso sí, no esperes encontrar con frecuencia ese discurso en la TV, ni en las revistas y diarios de los domingos, no creas que, por ahora, te convocarán a oírlo en un estadio ni en el Palacio Legislativo.
Esos lugares están hoy reservados para los bufones.

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