Vivimos un diluvio de palabras vacías, sobrepasados por millones de sonidos e imágenes que nos llegan por todas partes y que nos persiguen hasta los pocos espacios que quedaban de intimidad. La ansiedad y la saturación de mensajes generan una gran desatención, una permanente distracción que impide que podamos escuchar realmente. Nos vamos acostumbrando a oír palabras que no nos dicen nada, palabras vacías, sin peso en nuestras vidas. Asistimos a un mundo lleno de monólogos que tiene nostalgia de diálogo, nostalgia de escucha, nostalgia del silencio.
La invasión de información excesiva abruma a las personas y la fugacidad de las noticias hace muy difícil -cuando no imposible- una auténtica reflexión. Saturados de mensajes de toda clase y por diversos medios estamos en todo y en nada a la vez, quedando indiferentes y cerrados a toda escucha auténtica. Se informa de todos los temas, pero poco es realmente asimilado y reflexionado, haciendo que el pensamiento también se vuelva efímero y pasajero. Parecen cumplirse las palabras del filósofo danés, Sören Kierkegaard: “Llegará un momento en el que la comunicación será instantánea, pero la gente no tendrá nada que decir”.
Saturación de información
En los años noventa, el psicólogo británico David Lewis acuñó el concepto de “Síndrome de Fatiga Informativa” (IFS) o cansancio por exceso de información. Publicó un informe titulado Dying for information? (¿Muriendo por la información?), donde identifica un cuadro sintomático, cuya característica principal es el agotamiento producido por el consumo y manejo excesivo de información que agota física y mentalmente, desbordando a la persona por vivir “sobreinformada”. Suele ir acompañado de problemas de atención, concentración, dificultad para el análisis y la toma de decisiones, ansiedad y trastornos del sueño.
El Dr. Eduard Estivill, responsable de la Unidad de Alteraciones del Sueño del Instituto Dexeus en Barcelona, afirmó que el IFS no se encuentra en los manuales médicos como algo a diagnosticar, pero reconoce que la situación existe y que es una consecuencia de la vida actual. Lo cual nos haría pensar si no es una de las tantas “alteraciones culturales” de las que varios analistas contemporáneos se hacen eco.
Según el filósofo Byung-Chul Han, en su ensayo “El enjambre” (Herder, 2014), donde analiza la “revolución digital” y de qué manera las redes sociales y nuevas tecnologías han transformado la esencia misma de la sociedad, cambiando nuestro modo de percibir la realidad, de relacionarnos, de pensar y de convivir, sostiene que todos estamos de una u otra manera, en mayor o en menor medida, aquejados por el “cansancio informativo” (IFS). Han sostiene que la masa no filtrada de informaciones hace que se embote por completo la percepción y que los afectados se quejan de la creciente parálisis de su capacidad analítica, de atención y una inquietud general y constante.
¿Cazadores de información o labradores del saber?
El exceso de información hace que se atrofie el pensamiento y disminuya la capacidad reflexiva. Según Han, como la capacidad analítica consiste en prescindir, en la percepción, de todo lo que no es esencial, estamos perdiendo la capacidad para distinguir lo esencial de lo no esencial. Esto sucede porque el diluvio informativo al que estamos expuestos no permite que nos podamos enfocar en lo importante. Y es que más información no conduce necesariamente a mejores decisiones: “Más información y comunicación no esclarecen el mundo por sí solas… Cuanta más información se pone a disposición, más impenetrable se hace el mundo”. Insiste en que llega un punto en que la información excesiva deforma y desinforma, y la comunicación ya es solo acumulación sin sentido. “La información es acumulativa y aditiva, mientras que la verdad es exclusiva y selectiva”. En contraposición con la información, la verdad no se amontona. El saber mismo no se alcanza sino es a través de una larga experiencia y su temporalidad es completamente distinta a la de la información. El tiempo de la información es breve y fugaz. Lo que Han llama “cazadores de información” corren detrás del último dato, aunque no saben para qué lo quieren. En cambio, los “labradores del saber” son aquellos que saben de la paciencia, de la renuncia y del cuidado. Los “cazadores de la información” son impacientes y acechan en lugar de esperar, no soportan la espera. Viven en un “presente total” y pierden el campo de visión. Por eso es necesario recuperar la mirada larga, la que demora las cosas sin explotarlas y sabe descubrir lo esencial en medio del diluvio de informaciones y estímulos. Es aquello que Heidegger distinguía entre el pensar calculador y el pensar contemplativo. Han entiende que necesitamos recuperar la dimensión contemplativa del mirar.
El problema no es la aceleración, sino el sinsentido.
Para Han el problema de nuestro tiempo no es la aceleración, como muchos afirman, sino la crisis de la temporalidad, donde el tiempo se atomiza en instantes fugaces inconexos, sin sentido, sin rumbo, sin final; donde tampoco se sabe para qué se quiere la información, pero se vive bajo el “dogma” incuestionable de que hay que estar todo el tiempo informado y llegar antes. ¿A dónde? No importa. Porque cuando se llega, ya no interesa porque se sigue corriendo por llegar a ninguna parte.
En otro ensayo, “El aroma del tiempo”, Han afirma que la aceleración que hoy experimentamos es solo un síntoma del verdadero problema, que es la dispersión temporal en que vivimos, donde el tiempo no tiene un ritmo ordenador y al vivir atomizados no se experimenta el valor de la duración. Así se entiende que vivamos en el “imperio de lo efímero”.
Para Han la crisis actual del exceso informativo y la dispersión del tiempo, no se soluciona buscando hacer pausas, sino saliendo de la absolutización de la vida activa, que reduce a la persona a su dimensión laboral y productiva. Recuperar la vida contemplativa es la respuesta a la fatiga contemporánea. Y no es caer en el autoengaño de intentar “desacelerarnos”, sino de cambiar la mirada y los valores que rigen un modo de vida sobre el que no reparamos.
Cuando las personas descubren el sentido de su vida y el sostén interior de su vivencia del tiempo, ya no se convierte su presente en fugaces instantes inconexos, sino que se recupera el hilo de la vida, la tensión entre pasado, presente y futuro que ordena el horizonte del vivir cotidiano.
Tomar las riendas de la vida.
Quien no devora informaciones, sino que sabe disfrutar del saber, crece en experiencia y sabiduría, permaneciendo abierto y en tensión a lo venidero, a lo sorprendente de un futuro por construir. No hay que “matar el tiempo”, sino que vivimos en él y construimos futuro en cada presente con sentido. Elegir entre las muchas posibilidades es ejercer la libertad y hacernos responsables de en qué se nos va la vida.
La experiencia de la vida como una continuidad con sentido y no como una sucesión desordenada de vivencias e informaciones, es la que permite asumir compromisos y vivir equilibradamente, priorizando unas cosas sobre otras. La promesa y la lealtad necesitan de una genuina vivencia del tiempo. La mentalidad del “corto plazo” conspira contra la esperanza, por eso autores como Han invitan a pensar en un horizonte que ensanche el presentismo en el que solemos vivir. Eso exige no dejarse arrastrar por el diluvio informativo, sino de elegir cómo queremos vivir. Pensar en profundidad requiere el paso del tiempo y no puede acelerarse. Hasta nos venden libros para aprender las cosas “en menos tiempo”. ¿El problema es de cantidad de tiempo? La crisis de la temporalidad también afecta el modo de relacionarnos con los demás, la responsabilidad ante el otro, el compromiso y la entrega necesitan de la duración. La calidad de nuestras relaciones también puede ser un simple intercambio de informaciones y estímulos fugaces, o verdaderos vínculos profundos que echen raíces con el tiempo y nos arranquen del aislamiento y la superficialidad.
Necesidad de silencio
Las grandes tradiciones filosóficas y espirituales han reconocido siempre la necesidad del silencio para el cultivo de la propia interioridad y el desarrollo del pensamiento. El silencio hace posible la escucha y el diálogo auténtico, abriéndonos al encuentro del otro. El silencio es lenguaje de amor y de profundidad en las relaciones. Pero lamentablemente hoy es algo extraño el silencio, más bien se huye de él y se ocupa todo posible silencio con un bombardeo de ruidos. Es como si nos hubieran expulsado de la interioridad para vivir en la superficie de los estímulos externos, y la vida se resiente cuando olvidamos la importancia del silencio. Hoy gracias a la tecnología tenemos formas de estar todo el día sin silencio, achatando la mirada sobre la vida y no es extraño que las búsquedas espirituales de nuestros días estén sedientas de lugares de silencio. Pero también es cierto que cuando llega el silencio, muchos no saben qué hacer en él.
Existen estudios que demuestran la relación entre la falta de silencio y las enfermedades cardiovasculares y deberíamos tener más en cuenta que el silencio es salud y que el ruido por su propia naturaleza es perjudicial.
Existe en nuestras ciudades, en nuestros hogares, una nostalgia de silencio y hasta podríamos decir, una exigencia de mayor silencio. Hay hogares donde la música o la televisión encendida son solo un “ruido de fondo” que simplemente expulsa al silencio, haciendo las conversaciones más superficiales. Cuando queremos hablar en serio o pensar en profundidad, necesitamos que todo se apague, que callen todas las demás voces, para hacer espacio a las palabras que nos importan. Necesitamos callar para poder escuchar. La llamada “crisis de la palabra” se debe al olvido del silencio, porque la crisis de las relaciones humanas, de la incomprensión y la falta de diálogo tienen que ver con esta privación del silencio. Aprender a hablar desde el silencio le devuelve a la palabra su peso y su fuerza, como escribió Heidegger: “Un resonar de la palabra auténtica puede surgir solamente del silencio”. Solo del silencio puede brotar una palabra sensata, luminosa, penetrante y profunda. Hacer silencio es disponibilidad, es apertura y posibilita el diálogo auténtico.
El silencio es también un modo de vivir la relación consigo mismo y con los demás, es un modo de estar en la vida. Hacer silencio no es estar callado, sino crear un espacio, un lugar dentro de uno mismo donde reparar, donde descansar y donde escucharse a sí mismo y recibir a los demás. El silencio es como una habitación disponible en nuestro interior, porque el silencio antes que nada es escuchar. El silencio nos dispone a vivir de otra manera, a tener una mirada más profunda sobre la vida, como escribió Dietrich Bonhoeffer: “En el corazón del silencio se halla un maravilloso poder de observación, de clarificación, de concentración sobre las cosas esenciales”.
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