Lo del domingo próximo pasado en Cataluña fue un vulgar acto represivo de Madrid, ordenado desde La Moncloa por el jefe de gobierno, Mariano Rajoy, con toda la torpeza de que es capaz una política de enfrentamiento, de elevar tensiones – escogido y dirigido para servir de ejemplo a todos los pueblos que conforman la actual España-, empleando cuerpos de la policía nacional con macanas, escopetas cargadas con balas de goma y los gases lacrimógenos.
Rajoy intentó una reducción de la decisión de quienes alcanzaron a votar, declarando que “no ha habido un referéndum», que sólo se produjo una «escenificación contra la legalidad”. Para lavar la cara de la represión, este lunes se elevó -sin magia pero con mucha artificialidad- el número de afectados de la policía e insistieron que la actuación obedeció a defender la integridad atacada por turbas de catalanes independentistas: es decir, que a contrapelo de lo que se mostró, se libró un mensaje justificante, mentiroso, de patas cortas.
Lo de Rajoy cada vez es más el sendero del autoritarismo, del centro-madridismo, visto por viejos antifranquistas “como algo que ampara una cadena de políticos bajo sospecha de toda clase de delitos, una fiscalía reprobada y un Tribunal Constitucional desacreditado tras la última reforma del 2015 impuesta por el PP”.
El domingo por la mañana, para contrarrestar la segura intervención de la policía enviada por Rajoy, las autoridades de Cataluña ordenaron una nueva táctica para el referendo: ordenaron confecciones caseras de papeletas electorales y votar en cualquier sitio instalado, lo que en cierto sentido no sólo sustituía reglas sino que rebajaba la credibilidad misma del acto. Rajoy lo sabía, pero obnubilado con la posibilidad del castigo no ordenó detener la represión. Y sobrevino lo inevitable: la policía cargó contra gente desarmada y pacífica que únicamente quería expresar su voluntad en las urnas. El resultado fue inmediato: la policía ofendiendo al pueblo repugnó el ánimo de las mayorías que veían con horror las imágenes de los embates uniformados. A tal grado fue el sobresalto generalizado que políticos de gobiernos y dirigentes partidarios de la unión, dirigiéndose a Rajoy, le recordaron que estaba en Europa, “democrática” y supuestamente “civilizada”.
Aquella asociación comunitaria que había permanecido callada, que consideraba el tema y el conflicto como algo interno de España, que no se inclinó por la defensa explícita ni por acompañar a La Moncloa -algo que resintió el gobierno- y que hoy clama por paz y diálogo, a través de un puñado de sus integrantes respingó el domingo. Como dijo el fallecido político mexicano -hijo de españoles republicanos- Jesús Reyes Heroles: “Hay momentos en que la forma es fondo”.
Al proclamarse la victoria del Sí en el referendo, lo que correspondería, de acuerdo con lo aprobado por el congreso local (Parlament), sería la proclamación de independencia de Cataluña a las siguientes 48 horas de conocerse los resultados oficiales: ese paso es algo que la autoridad local quizá canjee por un diálogo con Madrid, manteniendo en suspenso la ley y declarándose “en una etapa de transición”.
El presidente catalán, Carles Puigdemont, declaró que «nos hemos ganado el derecho a tener un estado independiente en forma de república”, asegurando que «Hoy España ha escrito una página vergonzosa en la historia de su relación con Catalunya». Asimismo, el presidente de la Generalitat de Cataluña demandó el retiro de la policía que Madrid envió para impedir el referendo y solicitó la mediación de la Unión Europea. «La UE no puede mirar para otro lado porque lo que pasa en Catalunya es un asunto europeo”, matizando la declaración al calificar de «tímida y moderada» la respuesta de Bruselas a los hechos represivos del domingo.
Puigdemont procura ponerse a la cabeza de un movimiento soberanista-independentista que superó y va más allá de los partidos y grupos convocantes -a lo que contribuyen las actitudes del gobierno español incrementándolo y galvanizándolo- y se une a la huelga general el 3 de octubre, sumándose al “todo el mundo a la calle”: «Creo que un paro general ayuda a reforzar lo que hicimos el domingo, lo que queremos hacer en los próximos días».
Sin embargo, las centrales sindicales CCOO y UGT apuestan por la negociación para rehacer el conflicto político, diciendo que el gobierno “de España debe abrir un escenario de diálogo y una propuesta con contenidos y la ciudadanía española debe obligar al gobierno a abrir ese camino”, al tiempo que insta a la Generalitat “a no proceder a ninguna medida unilateral más, especialmente a la declaración de independencia”.
Le asiste razón al portugués Boaventura de Sousa Santos, que indicaba anticipándose a los comicios: “(…) el referéndum de Catalunya configura un acto de desobediencia civil y política y, como tal, no puede tener directamente los efectos políticos que se propone. Pero esto no quiere decir que no pueda tener otros efectos políticos legítimos e incluso que pueda ser la condición sine qua non para que los efectos políticos pretendidos se obtengan en el futuro mediante futuras mediaciones políticas y jurídicas”. Remata, luego con “al día siguiente del referéndum, cualquiera que fuera el resultado, la izquierda estaría en una posición privilegiada para tener un papel único en la discusión política que se seguiría. ¿Independencia? ¿Más autonomía? ¿Estado federal plurinacional? ¿Estado libre asociado distinto de la caricatura que trágicamente representa Puerto Rico? Todas las posiciones estarían sobre la mesa y los catalanes sabrían que no necesitarían las fuerzas de derecha locales, que históricamente siempre se coludieron con el gobierno central contra las clases populares de Catalunya, para hacer valer la posición que la mayoría entendiera ser mejor.”
Otro lusitano, Daniel Oliveira (Portugal, Semanario Expresso), entre cosas, con gran acierto escribe: “(…) no creo que Cataluña quiera ser independiente. Creo que Cataluña quiere ser dueña de su destino y doblegar el ciego centralismo de Madrid. España solo puede ser un Estado sano el día en el que acepte asumir una naturaleza federal y de integración voluntaria”.
Al igual que en el pasado, un gallego mandó gente armada a reprimir a los catalanes: de aquella oportunidad, los registros quedaron fotografiados en blanco y negro; los del domingo son imágenes a color que testimonian el regreso a tiempos que se pensaban perecidos.
Entre la opinión pública gana espacio la idea de que debe cambiarse el Gobierno de Madrid como primer paso para restañar y restituir heridas y diálogo. Hay que recordar la matanza del 3 de marzo de 1976 en la ciudad vasca de Vitoria -cuatro meses después de la muerte del tirano- en que una concentración de obreros en huelga fue atacada por el ejército y la policía con resultado de seis trabajadores muertos y alrededor de un centenar de heridos. No sólo hubieron balas de plomo en la ocasión, también usaron las de goma y gases lacrimógenos.
La burguesía hispana que deseaba la transición a toda costa dio continuidad a la misma sin investigar estos hechos -aunque reprimió las protestas subsecuentes- y al poco tiempo sacó como jefe de gobierno al franquista Carlos Arias Navarro, inaugurando lo que sería el quinquenio del centroderechista Adolfo Suárez.
En todo caso, la decisión está en el seno de la coalición que sostiene a Rajoy, donde el PSOE deberá escoger si quedarse atado a la presidencia represora, y paga el precio político de ello, o si se inclina por formar alianza con la izquierda y ocupar La Moncloa, además de, eventualmente, llamar a nuevos comicios generales. En tanto, mientras las cosas permanezcan incambiadas, hay una España que hiela el corazón.
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