Hay quienes afirman que cuando un sistema político-económico fenece, de manera inversamente proporcional crece en represión que adopta formas lingüísticas -para designar ciertos malestares- de ocultamiento, para encubrirlos, marginarlos o distorsionarlos: nos asiste el derecho de identificar esas acciones como cortinas de humo que esconden falencias, delitos y, en algunos casos, hasta crímenes de lesa humanidad.
En la etapa actual nos dicen que estamos frente a números que sostienen que las economías de gran parte de las naciones aumentan, al igual que el consumo; que esto transforma y fortifica las sociedades; que cada vez el hombre produce más y mejor, pero no nos explican que en algunos países -de la semiperiferia y periferia capitalistas- se multiplican la cantidad de desempleados, indigentes y personas, mayoritariamente, que viven por debajo de la línea de pobreza.
Hace medio siglo que los organismos internacionales (en particular los financieros), las calificadoras de riesgo y la banca persisten con la retahíla propagandística de ocultar toda crítica al modelo dominante poniendo por delante que el progreso debe estar asociado a una mayor productividad, lo que redundará en un “desarrollo sostenido” que traerá aparejada la estabilidad con felicidad de los pueblos. Entonces, se observa que los beneficiarios de ese privilegio es un mínimo porcentaje de la población.
Y llama la atención que, por ejemplo, veamos naciones que cumplen al pie de la letra con dichas condiciones donde la mayor parte de los habitantes están inconformes, protestan y hasta emigran, buscando mejores condiciones de vida. Se observa que, coincidentemente, en esos países lo que crece políticamente, a ojos vista, son las expresiones más conservadoras, ultraderechistas. Dejemos de mirar sólo los desastres y atrasos en los derechos de las personas en la “media luna de las tierras fértiles” -como se llamó al Medio Oriente- y echemos una mirada sobre la Europa occidental y aquellos que tras la implosión soviética se adhirieron a la Unión Europea. Sin hacer una enumeración exhaustiva, nos referiremos a algunos que conmocionan esa parte del continente y tienen una prédica de hace 70 u 80 años, con la que hostigaban a nuestros mayores. Hablamos de la Italia de la Liga del Norte, que sería mayoría en los siguientes comicios; de los partidos Popular Suizo, de la Libertad sueco y del Popular Danés; del Fidesz y el Jobbick húngaros; de Vox -fundado hace casi 6 años- que duplicó las bancas de representantes de la tercera a la cuarta elección del domingo pasado. Sobre ese crecimiento de la ultraderecha, de su ingreso a los congresos y gobiernos, al Parlamento comunitario, escribí hace más de dos años.
Nuestro subcontinente no escapa a esa situación: cuando empecé esta nota, el lunes 11, Evo ya había renunciado. Tenía y tengo la mira puesta sobre la continuidad derechista de administraciones colombianas, a lo que se agregan los incumplimientos de los acuerdos con las FARC; Brasil, con la destitución de Dilma y la cárcel de Lula, que le impidió competir (y quizá ganar) la elección pasada (hoy está libre, la contienda pasó y eligieron a Bolsonaro); Argentina, que se presenta como una defección del neoliberalismo encarnado por Macri pero que no sabemos cuánto vaya a dar el peronismo FF; Ecuador, en que el gobierno anduvo de aquí para allá, que cedió algo pero se prepara para ensayar otro “gatopardismo”.
Pensando en tratar someramente a Bolivia, dejaba para el final a Chile, donde el empresario Piñera no esperaba que el aumento a un servicio público concesionado generara una reacción popular espontánea, encabezada por adolescentes pero que reunió a personas de todas las edades y que se enriqueció con las demandas de un cambio no sólo constitucional sino de política económica. Fue y es un movimiento, el primero, que de verdad cuestiona -con movilizaciones, consecuencia de décadas de soportar una dictadura, acumular desazón y postergaciones- con acciones de gran calado que sacudieron la arquitectura neoliberal que le fue asignada y gustoso tomó el presidente.
A la luz de lo ocurrido, mi apuesta por la continuidad de Evo empezó a ser cuestionada desde el momento que se recurrió a la OEA -tantas veces criticada por él: allí hay que ver el inicio de un verdadero “aprete” militar. El opositor Carlos Mesa, es cierto, inició los cuestionamientos desde antes de las elecciones, objetando la candidatura del presidente y la probidad de la autoridad electoral: lo hizo de acuerdo con un documento elaborado en Washington por el Departamento de Estado (“estrategia de país”) que sostenía que Evo Morales competía contra la Constitución, siendo favorecido por el Tribunal Constitucional que lo habilitaba como candidato. Para la asonada que sobrevino luego del 20 de octubre, Mesa fue desplazado por el terceto de Fernando Camacho, Rubén Costas y Oscar Ortiz, representantes del empresariado cruceño y del sur y sureste bolivianos -compuesto por blancos, criollos, brasileños, abrasilerados y extranjeros- que azuzaron a sectores de clases medias y trabajadores- algunos de origen guaranítico- habitantes de la zona agrícola-ganadera del país, contra los pobladores de la meseta, de raíz quechua y aimara.
Sus objetivos fueron claros: avanzar sobre La Paz, destruir todo aquello que se relacionara con el gobierno y los sindicatos, emprenderla contra funcionarios públicos de jerarquía media y familiares de altos dirigentes.
El puntillazo del golpe de Estado llegó cuando las fuerzas armadas le exigieron la renuncia a Evo Morales y sus principales colaboradores y éste cedió -preliminarmente- para eludir el baño de sangre que derivaría de confrontar a los militares.
A estas horas todavía discuten la presentación al mundo de los hechos: si el golpe se quiere hacer aparecer como una renuncia y la sucesión recae en un civil o si se asume que se trata de una clásica irrupción militar de la que Bolivia y América Latina han visto década tras década.
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