Guido Manini Ríos se afilia a la versión más retrógrada de la historia reciente: el golpe de 1973 fue a pedido del parlamento y consentido por la mayoría electoral, la que había votado a Bordaberry (apadrinado por Pacheco Areco) y al general Aguerrondo, cuya logia “tenientes de Artigas” ya había copado el mando superior del ejército. Manini estima que dicha mayoría se mantuvo con el correr de los años, indiferente a la barbarie del terrorismo de Estado y que, en noviembre de 1980, se expresó en el plebiscito: más del 40% del electorado apoyó la propuesta de la dictadura cívico-militar. Tampoco disminuyó con la restauración de la república liberal: en el plebiscito de 1989 fue mayoritario el respaldo a la impunidad de los criminales uniformados. Por supuesto, ese no es el análisis visto desde la izquierda, pero lo cierto es que ese relato sirve de fundamento a la acción política de Manini Ríos.
Antes de quedar libre de los límites que le imponía su cargo de comandante del ejército, ya venía creando hechos que, indirectamente, lo iban aproximando al poder político. Su propósito es desarticular el modo pacífico de dominación y reemplazarlo con una pirámide de ordeno y mando a lo Pacheco Areco o a lo Mourao-Bolsonaro en Brasil, pero, aunque no lo desee, la actual correlación de fuerzas lo obliga a transitar el laberinto electoral y parlamentario. Su problema es cómo avanzar por los recovecos de la democracia representativa hacia un régimen autoritario, cómo respetar las reglas del juego liberal mientras va acumulando y centralizando su base electoral entorno a Cabildo Abierto.
Manini calcula que, dispersa y atomizada, sobrevive la masa electoral de la dictadura, siempre predispuesta a alinearse tras el caudillo militar. Simplemente busca marcar las líneas de acción política para aglutinar lo disperso. No le interesa que se despida al fiscal de corte ni que se derogue la ley de interpretación obligatoria, solo se propone enarbolar banderas ideológicas que marquen el norte y despejen confusiones.
Nacionalismo de cuartel.
Año 1998. El 16 de octubre fue arrestado Augusto Pinochet por la policía de Londres. Acusado por genocidio, torturas, violaciones, homicidios y desapariciones forzadas, estaba requerido por el juez Baltasar Garzón de la Audiencia Nacional de España. Los testimonios de sus crímenes no sólo vinieron de Chile, sino también de España, Suiza y Francia. Dos semanas después Pinochet fue internado en un hospital siquiátrico de lujo. Allí disfrutó de la vida mientras esperaba que se dilucidara su caso y le permitieran regresar a Chile. La única forma de condenar judicialmente los crímenes de Pinochet era en el plano internacional, lo otro era la impunidad, porque, ¿qué juez chileno se atrevería a meterlo preso? Sorpresivamente Eleuterio Fernández Huidobro dirigió sus dardos contra el juez Garzón. Según el dirigente histórico del MLN-T, la iniciativa del magistrado español entrañaba una intromisión en los asuntos internos y amenazaba la soberanía y la independencia de las patrias latinoamericanas.
Año 2006. En el mes de abril, Eduardo Radaelli, Wellington Sarli y Tomás Casella fueron extraditados a Chile, acusados por asociación ilícita y el secuestro de Eugenio Berríos. En defensa de los tres oficiales, Eleuterio Fernández arremetió agresivamente contra el poder judicial uruguayo, lo acusó de cortar el hilo por lo más delgado, sostuvo que los tres oficiales eran “presos políticos”. Era el acto inaugural de una nueva etapa, pautada por la pérdida de la soberanía nacional en materia de justicia, “una especie de Plan Cóndor al revés”, decía Fernández, embanderado con un “nacionalismo” ramplón y de baja estofa, a lo “carapintada” en una palabra.
Fernández replicaba sus antiguos devaneos con el “peruanismo” de los torturadores y asesinos del Batallón Florida, un verso que utilizaron para debilitar las defensas de los interrogados: “Si ambos somos enemigos de la oligarquía y del capital extranjero… ¿para qué luchar entre nosotros? ¡Dale, no resistas!”. El artilugio atrapó a un Fernández Huidobro propenso a aceptarlo desde hacía tiempo. Fueron las mismas redes tendidas por los comunicados 4 y 7 que, en febrero de 1973, enredaron al movimiento sindical y el Partido Comunista.
Apenas fallecido Raúl Sendic y derrotado el Voto Verde en 1989, Fernández Huidobro se sintió libre para reemprender, con renovadas energías, sus relaciones carnales con los militares de la logia “tenientes de Artigas”. Sonaron nuevamente las campanas del “nacionalismo” de baja estofa e inició el largo recorrido de infidelidades que lo condujeron al ministerio de defensa. Lo designó el presidente Mujica, uno de sus discípulos favoritos. Entre ambos, el 2 de febrero designaron a Guido Manini como comandante en jefe del ejército. Fue el regalo que dejaron a Tabaré Vázquez, quien al mes siguiente asumió la presidencia y mantuvo a Huidobro y Manini en la cúpula de los verdes. Los hechos posteriores al fallecimiento del ministro dejarán en evidencia los vínculos entre sus ideas y las que expone el comandante hoy transformado en líder partidario.
Olvido y perdón.
En diciembre del 2003, durante el Congreso “Héctor Rodríguez”, el compañero Hugo Cores propuso que el Frente Amplio impulsara la anulación de las leyes que se contraponían a los tratados internacionales sobre derechos humanos. Adecuar la legislación uruguaya a la internacional suponía, de hecho, anular la ley de caducidad. En la comisión del congreso que discutió la propuesta tema, se opusieron el Movimiento de Participación Popular, la Vertiente Artiguista, el Partido Socialista y Asamblea Uruguay. En el plenario final, Hugo Cores y Eleuterio Fernández argumentaron a favor y en contra del proyecto.
Fernández sostuvo que el Frente debía sentirse obligado a respetar la voluntad ciudadana expresada en el plebiscito de 1989. La impunidad debía quedar congelada, como si un plebiscito fuera eternamente válido. En realidad, era un argumento falaz: la opinión de los electores es cambiante y se deben respetar esos cambios, por eso hay elecciones cada cinco años. Además, sostenía Fernández, la propuesta de Cores comprometía el triunfo del Frente Amplio y se podía renunciar a todo menos a obtener a la victoria electoral. Fernández estaba mostrando su hilacha, pero no sólo él, sino también los 746 congresales que acompañaron sus fundamentos, una mayoría suficiente lo acompañó camino al olvido y perdón. Por el contrario, 569 delegados levantaron su mano para anular la ley de caducidad. La línea quedó que bien dibujada: Verdad y Justicia, pero, no tanta, sin extralimitarse.
En definitiva, en el 2005, al asumir la presidencia, Tabaré Vázquez sabía que la fuerza política lo mandataba a gobernar sin pasarse de la raya en materia de la impunidad. Aun así, durante su gobierno se realizaron las primeras excavaciones y, antes de finalizar ese año, se descubrieron los cuerpos de Ubagesner Chaves Sosa y Fernando Miranda.
En el 2009, junto a las elecciones presidenciales se plebiscitó nuevamente la anulación de la ley de caducidad. Recién al finalizar la campaña y a regañadientes, el candidato progresista José Mujica adhirió a la lucha por Verdad y Justicia. Tal vez sus reticencias determinaron que no todos los votantes del Frente Amplio apoyaran la papeleta rosada. No se alcanzó el 50% necesario pese a que el Frente Amplio ganó con más de la mitad de los votos emitidos. El sector acaudillado por Fernández Huidobro directamente no ensobró la papeleta que anulaba la ley de impunidad.
Las ambigüedades continuaron luego de saboteado el voto rosado. En el “caso Gelman”, año 2011, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado uruguayo por el incumplimiento en “adecuar su derecho interno a la Convención Americana sobre Derechos Humanos” que había firmado. El país debía garantizar que la ley de caducidad no volviera a ser un obstáculo para la investigación de las desapariciones forzadas y el procesamiento y condena de los culpables.
Tal vez con cola de paja y en respuesta a la condena internacional (¡vergüenza!), el gobierno de Mujica impulsó la ley que restableció “el pleno ejercicio de la pretensión punitiva del Estado para los delitos cometido en aplicación del terrorismo de Estado”. Sin embargo, los apóstatas de la revolución la rechazaron acaloradamente. Argumentaban nuevamente que el resultado del plebiscito de 1989, reafirmado en 2009, desvirtuaba para siempre cualquier tentativa de juzgar y castigar a los criminales. En primera instancia el diputado Víctor Semproni, ex tupamaro de dudosa trayectoria, impidió que se aprobara la ley al retirarse de sala y dejar sin mayoría al Frente Amplio. Luego, Fernández Huidobro, ya senador, al quedar en minoría y por disciplina partidaria, renunció a su banca.
Pocas semanas más tarde, sabiendo de su defensa de la impunidad y de sus afinidades con sectores de los mandos militares, el presidente Mujica lo nombró ministro de defensa. Mujica pensaba que Fernández entendía la cabeza militar sin necesidad de arriar las pocas banderas que quedaban enhiestas, entendimiento que lo llevó a pelearse con los frenteamplistas al tiempo que fortalecía su relación con los militares[1].
…que te arrancarán los ojos.
El comandante Manini Ríos no fue figura en los medios de comunicación hasta la muerte del ministro de defensa…No le era necesario salir públicamente: Fernández lo interpretaba cabalmente. Una vez desaparecido el ministro, el comandante Manini debió interpretarse a sí mismo y llenar el vacío dejado por Fernández.
Cabildo Abierto y Guido Manini Ríos navegan el mar de ambigüedades e indefiniciones que caracterizan la república liberal. Aprovechan, además, la pérdida de perspectiva transformadora del progresismo, la que conduce al desánimo y la disidencia. La institucionalización del Frente Amplio, su incorporación a liberalismo, le hizo abandonar el trabajo de educar las conciencias, de profundizar la comprensión y la organización política de los más desprotegidos. En esos espacios vacíos crece el huevo de la serpiente. Criaron el cuervo y hoy caminan ciegos.
El progresismo no sabe cómo frenar la estrategia clara del monstruo que ayudaron a nacer. El golpe de Estado podrá o no sobrevenir, todo depende de la resistencia que encuentre, de que el movimiento popular uruguayo tome el ejemplo del pueblo chileno y resista luchando.
[1] Emisora M24, 28 de marzo del 2019, vocera oficiosa del MPP.
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