De salones a premios por Nelson Di Maggio
Las convocatorias a las artes visuales surgieron en 1937. Eduardo Víctor Haedo, pintor y ministro de Cultura durante el gobierno terrista, tuvo la iniciativa de fundar el Salón Nacional de Bellas Artes al mismo tiempo que la Comisión Nacional de Bellas Artes, su organizadora, entre otros atributos. Funcionaron en el ala superior derecha del Teatro Solís durante décadas, integrados en su mayoría por arquitectos, directores de museos, personas y artistas confiables al gobierno. Los tribunales de cada edición sostenían una línea estética conservadora, poco afecta a la modernidad. Fue un referente obligado a pesar de su inconsistencia y escasa representación del escenario artístico local, un ámbito más amplio que las escasas galerías privadas y un lugar de encuentro entre participantes y público. Anulado en 1985, reabierto diecisiete años más tarde, pasó a denominarse Premio Nacional de Artes Visuales en su edición 52.ª, ya instalado en el Museo Nacional de Artes Visuales.
El Premio Municipal de Bellas Artes surgió en 1940. Creado por el pintor César A. Pesce Castro, entonces director del Museo Blanes, tuvo características diferentes. Inaugurado en el Subte Municipal —sede inamovible hasta hoy— por Jorge Romero Brest, alborotó el avispero con una conferencia que alteró de manera radical los cánones artísticos establecidos. Esos rasgos removedores se mantuvieron, para convertirse en refugio de las vanguardias. Las obras premiadas pasaron a integrar las colecciones de los museos, única posibilidad de ampliar y registrar los cambios estéticos nacionales, consistentes, hasta hace poco, exclusivamente en dibujo, grabado, pintura y escultura.
El ahora conocido Premio Montevideo de Artes Visuales en su 49.ª edición (36 artistas seleccionados entre más de 150 presentados) continúa la apuesta hacia los nuevos recursos utilizados en la posmodernidad, la dinámica visual del video, las posibilidades tecnológicas, las performances y las instalaciones. No está ausente la fidelidad a la pintura, las obsesiones temáticas, talentos conocidos avaros en la imaginación, refinadas sensibilidades.
Al buen montaje le faltó, empero, la atracción sobre todo de los aspectos sustanciales de lo expuesto. Los trabajos presentados, aun por el exceso de banal sensacionalismo que se advierte ya desde la entrada, están individualizados para cada artista por largos textos aclaratorios y confesionales de difícil lectura. Fernando Foglino conquistó el primer premio con la instalación Evidencia, investigación de gran envergadura que lo distingue con nitidez del conjunto de participantes en su recuperación del pasado nacional con rigor conceptual
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