El bostezo no puede ocultarse. Refleja un ánimo cansino, indisimulable, y cuando estalla es contagioso. Esa es la sensación que afectó a muchos en esta campaña electoral. Rara, escuálida en ideas sustantivas pero repleta de acusaciones personales, escasa en movilización callejera pero con muchos videos en las redes sociales.
Es cierto que cada candidato y sus respectivos seguidores rechazaban que se estuviera en un desierto de ideas, y respondían con la lista de cuestiones que abordaban. Pero al hacerlo, en lugar de resolver el déficit, fortalecían esa sensación de chatura y de desconexión de los problemas cotidianos. No pudieron ocultarse varias extrañas situaciones. Un candidato del Partido Colorado, Ojeda, que no citaba a Batlle; comunistas que parecería que se olvidaron de Karl Marx; o que el nacionalismo que originalmente proponía Luis Alberto de Herrera fuese sepultado por sus supuestos seguidores en la enajenación del puerto a una empresa extranjera. En unos casos se olvidan ideas, como si fueran concepciones atrasadas propias de un pasado remoto, pero en otros se las cancela para que no impidan acciones que de otro modo serían inaceptables.
Al mismo tiempo hay actores políticos que dicen o hacen cosas que llevan a preguntarse si no están ubicados en el partido equivocado. Salle y su megáfono por momentos están más cerca de algunas corrientes de Cabildo Abierto, y Oddone tuvo declaraciones que se esperaría en un economista de la coalición multicolor. Ripoll no fue tan mala candidata ni tan resistida como muchos pensaban, y su popularidad posiblemente juegue un papel importante en el balotaje; se dijo que se sumaba a Blanca Rodríguez al MPP para mejorar el nivel de las ideas, pero eso ocurrió.
La sensación de falta de ideas se reforzó por el estilo de la campaña del Frente Amplio. Más allá de si fue una decisión pensada o el resultado de muchas casualidades, se actuó como si evitaran los temas espinosos, cualquier contrapunto que pudiese espantar a unos cientos de votos. Se mostró al candidato en cuentagotas, y ese hecho solo sirvió para nutrir la fantasía popular y periodística.
Estallaron de todos modos algunas polémicas, pero no pocas parecían desencajadas en el tiempo. Los más locuaces entre blancos y colorados atacaron al Frente Amplio como si estuviera en el gobierno, pero en realidad apuntaban contra medidas y dichos de hace más de cinco años atrás. Vaya a saberse porqué, pero muchos líderes frentistas quedaron atrapados en esas jugarretas, y reaccionan como si todavía estuvieran ocupando la Torre Ejecutiva.
Simultáneamente, los programas partidarios se asemejan entre sí. Aún dejando de lado en que en ellos se escriben generalidades o se hacen promesas que no se cumplirán, se encuentran muchas semejanzas e incluso coincidencias. Eso no debe sorprender en un contexto en el cual los partidos se desideologizan, y por lo tanto la disputa electoral pasa a enfocarse en cuestiones instrumentales, como los modos de gestión administrativa o en las conductas personales.
Corridos hacia la derecha
Sumida en esas circunstancias, pasó desapercibido que la campaña electoral discurrió en otro contexto político en comparación con aquella de 2019. El gobierno de Lacalle Pou se caracterizó por un sesgo ideológico muy conservador, aunque lo disimula gracias a una intensa publicidad. Aprovechó la pandemia, e incluso la sequía, predicando la “libertad responsable” acoplándose a medidas gubernamentales que significaron una drástica retracción del Estado, especialmente en su calidad y eficiencia, recortando el alcance de la justicia social. Logró que esas posturas cristalizaran en un cambio sustancial en el sentido común político en el país.
Estuvimos rodeados de ejemplos de esas medidas, tales como un retroceso del MIDES que pudo llevarse adelante porque muchos estaban más entretenidos con la guerrita por los paquetes de fideos del entonces ministro Lema contras las ollas barriales, o que en plena crisis del agua potable en Montevideo el ministro del ambiente se justificara diciendo que era “bebible”. Esos y otros casos despertaron protestas, pero nunca escalaron a un nivel y una intensidad que impusieran un cambio de rumbo; amplios sectores ciudadanos lo toleraron.
El lacallismo aprovechó esa tolerancia para favorecer aún más a los actores empresariales y financieros, endeudar el país, y recortar el Estado. Guste o no guste, el presidente sigue manteniendo un respaldo público, lo que muestra que el promedio del sentido común se trasladó un poco más a la derecha. Se volvió posible que se expresaran sin vergüenza ni pudor posturas que antes se hubieran sido consideradas reaccionarias. Dormir una campaña bajo el bostezo es funcional a ese conservadurismo del gobierno.
Ese corrimiento hace que lo que hoy se califique de izquierda o progresista sea mucho más moderado y centrista en comparación a los entendidos de hace una década o más atrás. Un progresismo recatado anclado en una economía convencional, y por momentos conservadora, estaba antes representado en un sector del FA, con Danilo Astori y sus seguidores. En estas elecciones en cierto modo el MPP se “astorizó”, limando su radicalismo y colocando a Oddone al mando de la gestión económica. Los contrapesos, por ejemplo, que pudiera imponer el Partido Comunista y otros grupos, tienen un efecto limitado, precisamente por su propio repliegue ideológico y por ese cambio conservador en la ciudadanía. De todos modos la tensión persiste, como lo muestra el intento de reforma de la seguridad social, una cuestión que queda pendiente para el progresismo.
En el balotaje el FA enfrenta un dilema. Puede insistir en la estrategia de “no hacer olas”, entendiéndola como indispensable para ganar. Pero esa actitud es también funcional al pragmatismo y la desideologización que se alimenta desde la coalición del gobierno, lo que acentúa el corrimiento conservador generalizado. Dicho de otro modo, si regresan los bostezos en una campaña que es otra vez chata, gane quien gane, el país será un poco más conservador, y eso es un tipo de derrota para cualquier izquierda.
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