Luego de 43 días de una tensa espera, especulaciones, amenazas golpistas, impugnaciones, infundadas denuncias de fraude y perversas intrigas, el izquierdista Pedro Castillo se transformó en el nuevo presidente de Perú, lo cual despunta un nuevo amanecer progresista en un continente aun asediado por una virulenta ola neoliberal, que reedita los estrepitosos fracasos de las nefastas experiencias de la década del noventa.
La proclamación de Castillo desmonta la patraña urdida por la derechista Keiko Fujimori –hija del criminal dictador preso Alberto Fujimori- quien, con el apoyo de todo el bloque conservador integrado por partidos políticos y poderosos empresarios, intentó vanamente torcer la voluntad popular.
Lo insólito es que Keiko haya podido ser candidata, pese a que sobre ella pesa un pedido de procesamiento con prisión por 30 años, por lavado de activos y recibir aportes de campaña de la constructora brasileña Odebrecht.
Su eventual implicancia en uno de los casos de corrupción por coimas más sonados de la historia, que derivó en una catarata de condenas en doce países, debió inhabilitarla para participar en la contienda electoral.
Sin embargo, pese a ese prontuario, intelectuales de la talla del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, además de connotados políticos de la región e incluso de Uruguay, preferían que esta criminal se apropiara de la presidencia con tal de evitar un triunfo de la izquierda.
Es que la victoria electoral de Pedro Castillo marca un nuevo hito en el comienzo de la segunda ola progresista, luego de los triunfos de Alberto Fernández en Argentina y de Luis Arce en Bolivia.
Incluso, pese a que la elección estaba laudada hace más de un mes, el gobierno uruguayo aguardó a la proclamación para reconocer la victoria de Castillo, que fue avalada por elecciones transparentes, según el testimonio de los observadores internacionales y hasta de la Organización de Estados Americanos que encabeza el intrigante ex canciller uruguayo Luis Almagro.
La misma actitud fue asumida por los ex presidentes Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle Herrera, quienes sumaron sus voces a las de otros ex mandatarios conservadores, en el marco de la autodenominada Iniciativa Democráticas de España y las Américas (IDEA).
Este conglomerado de dinosaurios es una suerte de foro internacional, que, bajo los ropajes de la supuesta defensa de la democracia, se ha dedicado a azuzar fantasmas y a hostigar a Cuba y Venezuela, en una actitud obsecuente con la voracidad expansionista del imperialismo norteamericano. Por supuesto, todos los miembros de este contubernio fascista tenían una inocultable preferencia por Fujimori.
Aunque Castillo deberá tejer sutiles alianzas para gobernar a un país devastadora por el Coronavirus y la crisis y asolado desde hace décadas por el neoliberalismo y la corrupción, su triunfo es una auspiciosa noticia para el continente y para las fuerzas de cambio.
Una tarea que a todas luces parece tiránica, es restituir la institucionalidad de una nación que tuvo nada menos que cuatro presidentes en cinco años, en una sucesión de destituciones originada en una feroz lucha política salpicada por la corrupción.
Autoproclamado marxista y epígono del pensador comunista José Carlos Mariátegui, Castillo es una alternativa de cambio al perverso modelo económico y social hegemónico, que originó una pobreza del 30% y una desocupación que ronda el 14%.
Pese a que el maestro y militante devenido presidente moderó su discurso procurando no provocar pánico en los mercados ni espantar a sus eventuales aliados, se propone encarar una transformación profunda que minimice las intolerables inequidades existentes en la sociedad peruana.
En efecto, la desigualdad estructural del país –que desde hace décadas es escandalosa-se agravó aún más por la pandemia, a consecuencia de las vulnerabilidades subyacentes, la pérdida de empleos, la rampante informalidad laboral y la baja de los ingresos de vastos sectores de la población.
En ese contexto, Castillo se comprometió a fortalecer la presencia del Estado, mediante un rol más regulador que logre mitigar los perversos efectos del modelo de mercado dominante.
Una de las herramientas para lograr el objetivo de comenzar a corregir las desigualdades es una reforma agraria, mediante un frontal combate al monopolio privado y el acaparamiento de la propiedad de la tierra.
Por supuesto, aumentará la presión tributaria sobre los sectores que detentan la mayor porción de la riqueza, mediante una batería de impuestos que define en su programa como “aporte justo de empresas con sobre-ganancias”.
Empero, tal vez la medida más novedosa sea la denominada economía popular con mercados, que promueve un estado más regulador, descentralizador y redistribuidor de la riqueza.
Este anuncio es el que le para los pelos de punta a la voraz oligarquía local que detenta el poder económico y a empresas multinacionales que operan en Perú, acostumbradas a saquear el país en un modelo de inmoral y rampante libertinaje empresarial.
El gobierno multicolor, que reconoció a regañadientes al nuevo presidente luego de 43 días de silencio, está ideológicamente en las antípodas de las propuestas democratizadoras e incluyentes de un programa transformador y de neto cuño emancipador.
Castillo no tendrá un aliado en Luis Lacalle Pou, cuya teoría y praxis política es diametralmente opuesta: concentración de la riqueza, dádivas al poder económico, más pobreza y salarios y jubilaciones deprimidas.
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