Vivimos una época vertiginosa llena de contradicciones y nuevos desafíos.
Habitamos una sociedad donde es muy difícil, casi imposible, guardar secretos.
Estamos en un mundo donde la transparencia es un reclamo generalizado.
Y la esfera política no puede ni debe permanecer ajena a estas circunstancias.
A esto se le suma, al menos a nivel local, una exigencia de decencia y ética.
Nadie se fuma que la respuesta de los acusados sea echarle la culpa al otro.
No se tolera más el argumento facilongo de no darle armas al enemigo.
No se soporta que se barra debajo de la alfombra o se escondan trapos sucios.
¿Hasta cuándo los políticos van a continuar tratando de mostrarse infalibles?
No hay “sabelotodos” ni líderes mesiánicos que nunca le erran o la tienen clara.
Hoy la gente cataloga y juzga a los dirigentes políticos por su credibilidad.
Y la honestidad tiene un rol fundamental para ganarse la confianza popular.
Todos en mayor o menor medida alguna vez le erramos en nuestra vida.
No reconocerlo es un grado de soberbia u orgullo rayano en la estupidez.
Y aceptar fallas no implica de por sí, menor valía o incapacidad de la persona.
Todo lo contrario, la convierte en un ser de carne y hueso con luces y sombras.
El hombre de la calle entiende y valora al dirigente que dice: “Me equivoque”
Y en estos tiempos de redes informáticas, se castiga duramente a aquel que
trata de hacerse el chancho rengo, intentando tapar las metidas de pata.
Pedir perdón no es malo, al contrario es una forma de convertir en una
fortaleza la debilidad que podamos tener. Es bueno tenerlo presente.
Alfredo García
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